¿Un feminismo incómodo?
4 de febrero. Fuente: ctxt
Si el feminismo no es el enemigo de los hombres, los hombres tampoco son el enemigo, es el sistema sexo-género y cómo sostiene el resto de desigualdades
Por Nuria Alabao
Llevamos un tiempo discutiendo sobre los amigos del presidente Sánchez y su incomodidad con el feminismo. En algunos sectores se ha identificado este “feminismo incómodo” con uno combativo en el que ser muy cañera con los hombres y denunciar “sus privilegios” genera una reacción que se interpreta como signo de avance. ¿Veis? Reaccionan ante nuestro avance imparable, dicen. Por otro lado, el feminismo se representa como un bloque sin diferencias internas, sin contradicciones –sin conservadurismos, transfobias, exclusiones o racismo–, y un proyecto que hay que defender a capa y espada, así en bloque, sin analizar sus complejidades y tensiones “para no dar armas al enemigo”, para seguir avanzando acero en mano.
Pero las cosas son siempre un poco más complicadas. Por supuesto, la rabia en muchas ocasiones es un poderoso motor político, no vamos a ser las policías del tono. Tiene que haber espacio para expresarla, pero ¿contra quién? ¿Quién es el enemigo? ¿Cómo se construye? ¿Son los hombres o el patriarcado y la desigualdad? ¿Cuál es la utilidad política de señalar a los hombres como un todo? ¿Si los hombres son el enemigo, todas las mujeres son “compañeras”?
Sí, el feminismo es incómodo (también para nosotras)
Si damos un paso atrás para ver el conjunto, se hace evidente que poner en cuestión los roles de género –desestabilizar el orden sexual– tiene consecuencias más inquietantes para las personas de lo que puede parecer a simple vista. Asegurar que el género no es natural sino una construcción social, como hace el feminismo, es capaz de desatar ciertos pánicos profundos porque el género es un elemento central de la manera en la que se autoidentifican las personas. Como explica Christine Delphy, para muchos supone un ataque a la propia identidad, a las coordenadas que organizan su mundo y las propias relaciones sociales. Este malestar de género existe, y quizás, como dice Miquel Missé en esta charla, hay que hacerse cargo de él, darle espacio y llevarlo a la conversación pública.
También se está produciendo una transformación efectiva en la manera en la que nos relacionamos con el género, impulsada por el feminismo y la práctica vital y política de las disidencias sexuales. Jack Halberstam da cuenta de cómo las identidades sociales de género están cambiando, se están multiplicando sobre todo entre los jóvenes. El binario estalla, hay más formas de identificarse –como trans, no binaria, trans-marica etc.–, lo que llega incluso a poner en cuestión el significado de la heterosexualidad que “no puede permanecer estable”, dice Halberstam. No está tan claro, explica, qué es ser hombre y qué es mujer, eso mueve el suelo de la heteronormatividad, en un mundo donde el matrimonio pierde peso, la reproducción no requiere de esta sanción social o religiosa ni de relaciones monógamas; ni hay una relación orgánica e inevitable entre los hombres, las mujeres, los hijos y la vida familiar.
Todos estos cambios son profundamente desestabilizadores para algunas personas que quieren saber que su forma de vida es eterna y necesaria, y que todo el mundo la comparte o debería compartirla. Precisamente, Judith Butler ha descrito la obsesión de la derecha con el género como una manera de reemplazar, condensar o resumir otras ansiedades vitales. En este cóctel de malestar económico y cultural que afecta a una parte de la población del planeta, determinados lobbies, intelectuales y políticos ultras han encontrado una manera de representarse en el espacio político y de definir una lucha que consigue aglutinar las obsesiones del conservadurismo y que se convierten en potentes motores para sus proyectos de poder, donde los roles de género se convierten en importantes asideros identitarios. Así que sí, el feminismo genera incomodidad a un nivel muy profundo, y la mala noticia es que puede ser instrumentalizado por las extremas derechas. La pregunta es cómo nos enfrentamos a eso, con la espada en mano, caiga quien caiga, o dando más espacio a que la gente se haga preguntas, complejizando la discusión pública sobre estas cuestiones. Y por supuesto elaborando un proyecto feminista que se haga cargo de luchar por las condiciones materiales de vida de todos y todas.
Esos “malestares de género”, además, proliferan entre los adolescentes, en un momento clave de construcción de su identidad y de experimentación con el género, según explican Miquel Missé y Noemí Parra en Adolescentes en transición (Bellaterra, 2023). Precisamente, son los más jóvenes los que en las encuestas expresan las posiciones más críticas con el feminismo. ¿Y qué les estamos diciendo? Muchas veces, lo que reciben es un feminismo que les habla de manera culpabilizadora –el ariete de los “privilegios” siempre listo–, los convierte en el enemigo, en vez de en posibles aliados de un proyecto que también puede implicar una mejora para sus vidas –lo expliqué con más detalle aquí–. ¿Estamos convencidas de que todos los hombres se aferran a la masculinidad hegemónica porque les confiere estatus y poder? ¿La masculinidad no genera malestares ni peligros? ¿Todos los hombres la viven de la misma manera sin margen para cuestionarla o subvertirla? No hay que confundir a los hombres con la masculinidad. Si todas estamos seguras de que nos fugamos del rol femenino que la sociedad heterosexista ha diseñado para nosotras, si no somos eso, si no entramos en esos cajones, y además hemos aprendido a defender esas fugas, ¿por qué creemos que los hombres no pueden hacer lo mismo? ¿Por qué no pensamos cómo acompañar esos procesos, a esos hombres que desertan de la masculinidad hegemónica? Y sin embargo también hay un feminismo esencialista que es profundamente culpabilizador. O al menos, uno que al tratar de analizar el funcionamiento de la sociedad genera un molde interpretativo que aplasta a las personas reales –hombres y mujeres– y su agencia.
Quizás haya una misoginia organizada en redes, pero los chavales que les escuchan en YouTube o TikTok y se aprenden sus argumentos ni están en la trinchera opuesta ni son irrecuperables para un proyecto feminista de transformación. La pregunta es cómo politizar sus malestares hacia un lugar emancipador en vez de conservador, y la respuesta no es fácil. Porque estos chavales están equivocando al enemigo, no es el feminismo, es el sexismo y es el sistema que los deja en la cuerda floja asistiendo a un desmoronamiento a cámara lenta de toda seguridad vital.
El mantra de los privilegios
Estos días no hay interpretación de la emergencia de las posiciones antifeministas sin apelar a “la pérdida de privilegios”. Si bien es cierto que puede haber reacción en algunos hombres porque, como hemos dicho, el cambio cultural feminista les sacude y les exige cuestionarse sus formas de relacionarse o sus actitudes, esta explicación deja demasiadas cosas fuera. Por ejemplo, cuando introduces la cuestión de clase se desmonta como un castillo de naipes.
¿Qué privilegio tiene el jardinero de Patricia Botín respecto de su patrona, o el camarero que trabaja por temporadas y que sirve a Carmen Calvo o a Yolanda Díaz en un bar? ¿Cuál es el privilegio de un adolescente marroquí no acompañado que vive en la calle perseguido por la policía? ¿Cómo nos oprime a las mujeres de clase media nacidas aquí, que tenemos tanto reconocimiento social como estatal, y que no tenemos una experiencia del Estado como opresor? Cuando hablamos de los “privilegios de los hombres” estamos soslayando las diferencias de clase; desaparecen también el poder, la explotación, el reconocimiento legal, la salud mental, la diversidad funcional... o incluso la edad. ¿Qué poder social tienen los niños o los adolescentes? También nos olvidamos de que una mujer puede sentir que está oprimida por el género en algunas ocasiones y explotar u oprimir a otras personas –como patrona, o rentista–, hombres y mujeres. Es imposible entender completamente cómo oprime el género si no se le suma a la ecuación la cuestión de clase –u otros factores, como la raza o el estatus migratorio–. Así que hablar de los “privilegios de los hombres” que el feminismo cuestiona no tiene mucho sentido a menos que te dirijas únicamente a los amigos del presidente –o que lo utilices como arma como en el caso de las primarias demócratas del 2016 cuando Hilary Clinton usó el arsenal de los privilegios para confrontar a Bernie Sanders, su amenaza por la izquierda–.
Pero los malestares que produce el feminismo no afectan solo a estos “hombres blancos y ricos”, a los hombres con poder como dice el eslogan. De hecho, sería más útil usar el concepto de privilegio masculino como una compensación simbólica de estatus o poder –basada en la dominación de las mujeres–: podías estar explotado y humillado en todos los ámbitos de tu vida pero el sistema te recompensaba con una posición superior en el orden de género –o con una mujer subordinada en el hogar–. Funciona de manera parecida a la raza, como explica María Fernanda Rodríguez en Familia, raza, nación en tiempos de postfascismo (Traficantes de Sueños). En este caso sería la pertenencia a la nación la que te otorgaría esta sensación de superioridad respecto de los trabajadores extranjeros. Pero exactamente como en la raza, es una compensación que tiene una doble cara porque también te perjudica, ya que, el privilegio de la raza te impide luchar junto a los migrantes o las personas racializadas contra la explotación laboral. Es decir, entendido así, el privilegio masculino es una triste compensación en este orden de explotación al que algunos hombres se aferrarían en vez de luchar junto a las mujeres contra el sistema de género que también les oprime y que sirve para apuntalar el régimen de desigualdad –en otros órdenes–. Esto puede parecer paradójico ya que se supone que el sistema de género te sitúa como ganador, pero es indudable que la masculinidad tiene toda una serie de “daños colaterales”: desde restringir tus posibilidades de expresión, de ser o de vivir tu sexualidad, hasta toda una serie de exigencias relacionadas con la asunción de riesgos, el valor o la competencia. Por no hablar de cuando la pobreza y la masculinidad se encuentran en lugares donde los jóvenes no tienen nada más que esa masculinidad para sentirse “respetados” y que acaba en el ejercicio de la violencia –la muerte o la prisión–.
La guerra de sexos es de derechas
Codificar la desigualdad de género en términos de guerra de sexos es además totalmente funcional a la extrema derecha, que gusta de representar al feminismo como impulsor de un conflicto entre hombres y mujeres –útil para impulsar la reacción antifeminista–. Por tanto el reto es articular nuestro feminismo en otros términos. No se trata de generar incomodidad a personas concretas sino de apuntar a las desigualdades estructurales para que podamos vivir todos mejor; de dejar de utilizar la culpa como herramienta y transformar las condiciones que dan lugar a esos malestares. Nuestro feminismo tiene que ser capaz de poner en el centro la lucha contra el sexismo y también contra la violencia que genera.
Si el feminismo no es el enemigo de los hombres –sí de la misoginia organizada y sus partidos–, los hombres tampoco son el enemigo, sino el sistema sexo-género y cómo es funcional al sostenimiento de resto de desigualdades. Esto incluye una batalla por confrontar las peores consecuencias de la masculinidad hegemónica tanto para las mujeres –que reciben sobre todo en forma de violencia–, como para los hombres, porque la principal amenaza para la posición social de estos no es el feminismo, sino el sistema económico y los daños que les infringe. Un proyecto feminista que implique mejorar la vida de todos es, por tanto, una buena receta contra los peores efectos de la masculinidad cuando se junta con el miedo o la precariedad vital.
Un feminismo incómodo de verdad no es el que señala actitudes concretas, sino el que implica una amenaza a los pilares sobre los que se construye la desigualdad. Un feminismo incómodo habla de la situación de las que lo tienen más difícil y no el que es instrumental para mejorar la posición de determinadas mujeres de clase media. Un feminismo incómodo es el que lucha contra la ley de extranjería y las muertes en la frontera, que se opone al aumento del gasto militar, que se organiza en los espacios laborales, que para desahucios, que vincula luchas, que no se desentiende de cómo vive la gente. Quizás codificar el problema como una guerra de sexos es más fácil y está más premiado socialmente.
Nuria Alabao es periodista y doctora en Antropología Social. Investigadora especializada en el tratamiento de las cuestiones de género en las nuevas extremas derechas.
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