¿Qué feminismos queremos construir? En torno a lo sucedido el 8 de marzo
9 de mayo de 2008.
Por Eskalera Karakola
Este 8 de Marzo nos ha hecho pensar sobre el estado actual del feminismo. Delegación de Gobierno decidió no legalizar las marchas del día de la mujer argumentando su coincidencia con la jornada de reflexión preelectoral. Este gesto puso sobre la mesa una clara despreocupación hacia la celebración histórica del 8 de marzo, símbolo de las luchas feministas tanto en la transición como en democracia, y hacia sus protagonistas: las mujeres que se dan cita ese día de múltiples formas. Una y otra vez se oyeron las voces: “Jamás se marcaría una jornada electoral el 2 de mayo, haciendo coincidir los previos con las manifestaciones de trabajadores y sindicatos”. ¿Por qué entonces sí que se podía trasladar la celebración del 8 de marzo a otro día, en este caso, al 7? ¿Quién decidiría este cambio y en nombre de quién?
Los grupos de la comisión 8 de marzo de Madrid en un principio decidieron que, en caso de que se hiciese efectiva la no legalización, saldrían igualmente a la calle. Sin más. Y quizás porque precisamente el 8 de marzo es una de las pocas fechas en las que el movimiento feministas (MF) expresa una voz pública, recupera las calles y retoma el protagonismo de un lenguaje expropiado sobre los más y los menos de la discriminación y las nuevas condiciones de existencia para las mujeres. El tema del aborto había permitido en los meses previos ensayar la recuperación de un espacio simbólico y discursivo al que en la cita anual del 8 de marzo no se quería renunciar.
Pero la ilegalización efectiva de la manifestación hizo surgir un debate muy polarizado sobre la conveniencia o no de mantener la convocatoria del 8 y de probar a recurrir la decisión tomada por Delegación de Gobierno. Varios factores, entre ellos el interés de grupos afines al Partido Socialista de aceptar acríticamente que la manifestación se realizase el día 7, activaron una única manera de ver la situación, negando otras posibilidades. En este nuevo escenario operaron elementos que enganchan con cuestiones más generales acerca de qué entendemos por política, cómo movilizarnos y contagiarnos, cómo construir los momentos comunes en el seno del movimiento feminista y cómo nos afectan fenómenos como la institucionalización del feminismo.
El primero de estos elementos que se puso en marcha fue el vacío, expresado en la incapacidad de reinventar la situación, asumiendo los miedos de la ilegalidad y de la criminalización anti abortista de la derecha. El vacío se muestra como incapacidad de recuperar el deseo de salir a la calle y hacerlo con otras, de romper las categorías y cuestionar las identidades. El vacío es falta de poder y como tal, desmoviliza.
El segundo de estos elementos fue la presentación incuestionable de la unidad del movimiento que obliga a partir de categorías preconcebidas acerca de lo que es un movimiento y de quién lo compone; obliga a presuponer sus alianzas y homogeneizar los objetivos que persigue en nombre de todas, declarando los intereses de los grupos más legitimados como intereses unitarios y, por tanto, invisibilizando otros menos prioritarios o más conflictivos (derechos de las trabajadoras sexuales, derechos de las mujeres transexuales, visibilidad lésbica, bollera y queer, derechos de las mujeres migrantes con o sin papeles); obliga a medir sus éxitos a través de lo cuantitativo y no tanto en términos de potencia, de elaboración y construcción de discurso común o de capacidad para afrontar nuevos retos y trazar alianzas reales con otras mujeres que, por lo general, no forman parte de esa presupuesta unidad del MF.
En tercer lugar, se hizo de la legalidad y el imperio de lo dado el único horizonte posible, de tal modo que los límites impuestos pasaban a ser límites asumidos como propios. En este terreno lo político deja de serlo, se anula la capacidad imaginativa y se imprime una lógica a través de la cual las personas se autorregulan a sí mismas para reafirmar los lugares dados en la realidad. En este marco, no existen los posibles, están agotados. En cuarto lugar, se produjo un resurgir de la identidad y de las categorías que una vez puestas en marcha imponen lugares prefijados a cada cual, anulando la complejidad de las experiencias de las mujeres, de los cuerpos y de las vidas. Olvidan la virtud política del hacer colectivo y el contagio entre diferentes. Construyen estratificaciones a través de las que se legitiman posiciones de poder y exclusión: las más mayores, las más jóvenes, las radicales, las excluidas, las utópicas, las reformistas, las de los márgenes, las extremistas, las feministas y luchadoras de verdad y las que preparan sus jueguecitos de mesa soñando con pasados a los que no asistieron. En quinto lugar, el miedo fue desplegado como argumento recurrente para la desmovilización en forma de posibles castigos inasumibles (multas, detenciones) y de escenarios muy poco alentadores para cualquiera (cargas policiales, cordones en la zona, etc.), pero también como medio de chantaje constante para no expresar desacuerdos y producir conflictos. Y en último lugar, aparecía como algo inevitable la supuesta criminalización y captación de las demandas bajo la lógica de la crispación política y su posible uso al servicio de los intereses de la derecha y de la iglesia.
En este escenario el debate quedaba efectivamente enmarcado en torno a la pertinencia o no de realizar una manifestación ilegal, reduciendo la cuestión a si salir a la calle el 7 o el 8, a qué día asistiría un número mayor de mujeres y cómo se fracturaría el MF si la manifestación se hiciese ilegalmente. Algunas cuestiones que se planteaban (por ejemplo, cómo hacer una acción que rompiera con la legalidad y en la que al mismo tiempo se sintieran seguras las mujeres migrantes sin papeles) eran plenamente legítimas y pertinentes, pero, de hecho, perdían su fuerza en el marco rígido de ese debate.
Pero no podemos dejar de preguntarnos: ¿Por qué todos esos elementos se impusieron como los únicos horizontes posibles? ¿Para quiénes son esos los únicos horizontes posibles? ¿Qué relación tienen esta incapacidad de pensar más allá, la negación del deseo, con la desactivación del MF, su institucionalización, la gestión de sus reivindicaciones y demandas en términos exclusivamente legalistas y el desfase existente entre la formalidad de las leyes y su realización efectiva? ¿Y con la falta de un movimiento vivo capaz de formular y de hacer frente a nuevos retos, de agregar y sumar nuevas mujeres, de arriesgarse y de inventar nuevos lugares desde los que expresarse? ¿Y con el hecho de que se haya generalizado una percepción social acerca del camino ya logrado de la igualdad, espacio en el que se mezclan los logros del propio MF y la reapropiación de los mismos en el lenguaje y el gesto institucional?
Llamaremos al cuerpo que conforman este primer bloque de elementos, de manera provisional y con este sentido específico, Política del Modo Institucional, en la que la memoria histórica acerca de cómo el feminismo fue un movimiento vivo, capaz de arriesgar, desear y romper los marcos de la legalidad ha sido borrada, en la que prima la operatividad del poder y la hegemonía de un determinado feminismo, en la que la diversidad no es un reto sino una excusa para mantener la misma falsa unidad, en la que se autoexcluye cualquier intento de forzar nuevos imaginarios, generalmente limitados por intereses partidistas, pero también por una idea naturalizada acerca de cómo debe ser la organización política, negando cualquier desafío con lo real; concretamente un modo que niega preguntarse, ¿qué es lo real y cómo puedo transformarlo, tenga o no canales institucionalizados para hacerlo?
Pero, ¿es esta la única forma de ser de lo político, de pensar nuestra capacidad de acción, de lo que puede un movimiento? Ensayemos otros términos:
El vacío, lejos de constituir una falta de sentido paralizante o el hueco por el que se cuela un sentido predeterminado de cómo deben ser las cosas, puede suponer la condición de posibilidad para inventar nuevas formas de expresión: un lugar de experimentación de nuestras capacidades. En lugar del mito impuesto de la unidad, la construcción de lo común: ¿De qué unidad estamos hablando? Existe la afirmación de la multiplicidad de la realidad, la singularidad de las situaciones de las mujeres, las demandas y reivindicaciones de los grupos, procesos y colectivos, los diferentes deseos y necesidades: la unidad organizativa no debe construirse sólo en función de quienes ostentan más poder, debe construirse como común de esa multiplicidad, es decir, desde abajo hacia arriba y no al revés. No es un presupuesto inamovible al que hay que ajustar la multiplicidad, que quedaría anulada siempre por determinados intereses y posiciones hegemónicas que se dan por supuestas. La autonomía del MF significa, entre otras cosas, que se valora y cuidan esas singularidades, que se trazan alianzas y momentos de encuentro entre las mujeres: el 8 de marzo es uno de esos momentos. Frente a la legalidad y el imperio de lo dado no se trata de afirmar la ilegalidad como un bien en sí mismo, lo cual formaría parte de la misma lógica; se trata, más bien, de ser capaces de forzar nuevas legitimidades, en términos de demandas, de discursos y de formas de salir a la calle, apostando por maneras imaginativas y festivas de tomar el espacio público. Frente al resurgimiento de las identidades y las categorías, encontramos la memoria y sabiduría del propio movimiento feminista que supo romper esquemas, fronteras y mezclarse construyendo experiencias complejas de lo colectivo y de las relaciones que nunca fueron reducidas a los lugares hechos y tópicos restringidos por la edad, la forma de militancia, la procedencia o la opción sexual. El miedo, en lugar de significar cierre de posiciones, puede servir como punto de partida para repensar cómo salir a la calle, cómo prever y crear dispositivos que impriman alegría y desplacen el enfrentamiento. Igual que en la calle, en el interior del proceso organizativo el miedo no puede regir las decisiones: hay que buscar formas de sacar las discrepancias, que no se enquisten y reconducirlas en un sentido productivo. Y, por último, frente a la criminalización y captación de las demandas bajo la crispación política, surge la autonomía con respecto a los partidos y a los ambiguos espacios partidarios, el protagonismo de las mujeres y la capacidad de construir un pensamiento complejo que escape y se rebele tanto a los intereses de la derecha como de la izquierda.
Imaginación, capacidad de invención, nuevos horizontes posibles, elaboración de discursos y prácticas. Apuesta por forzar marcos de legitimidad, alianzas, multiplicidad y singularidad. Autonomía tanto en el interior del movimiento como con respecto a fuerzas partidistas y masculinas externas. Mezcla no identitaria y composición heterogénea. No son nombres que aparecen de la nada, los rescatamos de la propia experiencia y hacer del feminismo. Dibujan otro modo de ser de lo político, al que llamaremos política viva, esta con minúsculas, que no se dice de nadie y que es de todas las mujeres a la vez.
La cuestión no es entonces si salir el 7 o el 8 de marzo a la calle, o si unas son las feministas institucionales y otras las radicales, reproduciendo tópicos y reduciendo la complejidad del debate. De hecho, como bien se sabe, nadie negó, en la Comisión 8 de marzo en ningún momento, que se saliese a la calle el día 7; lo que se criticó abierta y públicamente fue la manipulación atroz del debate que sufrimos, así como el hecho de que las decisiones se tomen por un pliegue a la forma institucional de la política y a los intereses partidistas, negando toda capacidad inventiva e imaginativa, potencia y poder de un movimiento que históricamente ha mostrado que está más del lado de la política viva, que ha exigido autonomía y que ha sabido siempre forzar la realidad para transformarla, de ahí sus inmensos logros.
A nuestro modo de ver, el problema general del feminismo hoy tiene que ver justo con este pliegue a lo institucional-legal: por un lado van las leyes, las políticas de género, la paridad, la igualdad formal (y efectiva, que la llama la nueva ley), los organismos de la mujer. Por otro lado, va la experiencia de la vida cotidiana. Obviamente, los primeros también son logros y grandes éxitos del feminismo, pero la cuestión es si estos logros se agotan en ellos mismos, si no tenemos más que decir de la realidad.
El 8 de marzo finalmente salimos a la calle y fue un éxito. Un éxito por el encuentro inédito, diverso, activo, imaginativo que se produjo, por la potencia de sabernos capaces de afirmación, de tomar las calles, de expresarnos con contundencia. Y sin miedo, sobre todo sin miedo. Un encuentro alegre, feliz, absurdamente valorado en cifras, como si el deseo, el poder y la creatividad se expresasen cuantitativamente. No se salió a la calle como modo de afirmación banal de la ilegalidad. En todo caso se hizo como modo de enfrentamiento contra la política impuesta del modo institucional y partidista, como modo de descontento con la misma. Fuimos a la calle para encontrarnos con otras realidades, con un deseo que va más allá de las formas impuestas de ser para las mujeres y el feminismo. Salimos a la calle porque nos sentimos parte de esa política viva, que se construye en lo compartido, que teje alianzas con otras, que plantea retos, que elabora y profundiza en los debates, que no se pliega en el miedo y en el vacío, sino que los hace suyos para crear nuevos sentidos.
Este 8 de marzo salir a la calle nos dijo mucho sobre los límites que nos autoimponemos, devolviendo la alegría del encontrarse con otras, con muchas, de recuperar el espacio público y simbólico. Eso es la política viva, y parece que existe, la que se basa en la potencia y la capacidad de transformación de lo que las mujeres pueden. Más allá del 7 o el 8, pensemos qué feminismos queremos construir.
Noticias relacionadas
- febrero de 2024 ¿Un feminismo incómodo?