Mujeres sin hombres y peces sin bicicletas. Mirando hacia atrás: experiencias de Autonomía y Feminismo (Phoolan Devi) y II
19 de diciembre de 2012. Fuente: "Tomar y hacer en vez de pedir y esperar. Autonomía y movimientos sociales. Madrid, 1985-2011"
"Como anécdota bastante significativa, un Ocho de Marzo, mientras participaba en la manifestación junto a otras mujeres en el bloque del grupo de mujeres dominicanas (no las que estaban en la universidad o estudiando su postdoctorado, sino las que en su mayoría eran trabajadoras domésticas), llegaron justo detrás de nosotras las chicas de La Karakola —mis compañeras—, con su pancarta, gritando y bailando al ritmo de eslóganes tipo «lo mejor, vivir sin trabajar...». Las mujeres dominicanas ponían una cara como de no entender nada, aunque bueno, sí que lo entendían y no daban crédito... Unas chicas jóvenes, probablemente universitarias, proponiendo que lo mejor era vivir sin trabajar al lado de quienes venían desde el otro lado del mundo y se partían el pecho por conseguir un trabajo de mierda".
Segunda parte de este nuevo capítulo de "Tomar y hacer en vez de pedir y esperar".
Viernes 21. 19:30h. Tomar y hacer en vez de pedir y esperar. Presentación del libro con varios de los autores/as. c/Jesús y María nº24 de Madrid, cerca del Metro: Tirso de Molina o Lavapiés.
Karakola (1996-inicios)
Como experiencia previa a La Karakola, tuvimos un ensayo de
espacio por y para mujeres en una okupa en la calle Lavapiés. La
gente que okupó este edificio era gente recientemente incorporada
a este mundo de las okupaciones. En su mayoría venían de
partidos políticos como el MC y la LCR o más bien de sus juventudes.
En un momento dado, renegaron de sus respectivos
partidos y se unieron a la autonomía —abriendo en realidad su
propio camino y creando un nuevo discurso dentro del movimiento—,
y contribuyendo de manera decisiva a la posterior
okupación del Centro Social El Laboratorio 1.
De este nuevo grupo de gente venían algunas mujeres que
habían participado del feminismo de Barquillo y ahora, en las
ocupaciones, tenían claro eso de «por y para mujeres». Así que,
digamos, hubo una alianza en ese sentido.
En esta casa de Lavapiés, la segunda planta era para mujeres
e hicimos días en los que la okupa entera era para actividades de
mujeres, acabando en alguna ocasión a botellazo limpio con algún
grupo de tíos que se tomaban a chufla eso de una fiesta de
mujeres. Después de esta experiencia, hubo una serie de reuniones
con muchas mujeres, así que, con más ganas que dudas nos
tiramos al barro y okupamos La Karakola.
Los primeros días nos repartíamos en turnos para dormir y
permanecer en la casa. Era un edificio muy grande, en gran
parte muy hecho polvo. La nave central tenía desplomada una
de las inmensas paredes; teníamos uno pozo y una bonita escalera
de caracol. Recuerdo un día en que por casualidad descubrimos
un ventanuco y a partir de allí, ayudadas por un pico y
una pala, abrimos un nuevo espacio más tarde destinado a una
tetería. Fue bonito y muy energizante el hacer nosotras mismas
todas esas cosas en las que en una okupa hacían los tíos, supieras
o no hacerlo. Algunas sabíamos algo de albañilería y nos dedicamos
a tapar los inmensos agujeros que el edificio tenía, otras se
aplicaron con la electricidad, las tomas de agua, etc. Y con ayuda
del único tío que entró por allí en aquellos días y como excepción,
un amigo aparejador, tuvimos planos de la casa y un plan
para clausurar las zonas realmente peligrosas, asegurando con
puntales la zona en la que nos quedaríamos. Si necesitábamos
máquinas o material, lo conseguíamos como fuera; si no sabíamos
cómo hacer o manejar algo, pues lo aprendíamos. Y nos
encantaba ver a otras haciendo todo aquello, sin ser juzgadas,
dándonos ánimos y bien orgullosas. Esa parte fue muy bonita
para todas y nos unió mucho. Pero al mismo tiempo surgió el
inevitable debate: espacio de y para mujeres o espacio organizado
por mujeres y de participación mixta. Aquello, en realidad, en
aquel tiempo donde no existían aquí los aires ni el discurso queer,
representaba dos posturas: la feminista y la digamos, menos
feminista.
Nos metimos en discusiones larguísimas. Los argumentos
políticos de las que queríamos un espacio por y para mujeres
y que por eso estábamos allí, eran muchos y variados. Entonces,
cuando las que querían un espacio mixto se quedaban sin
argumentación política, surgieron algunos chantajes emocionales
del tipo «no me entendéis», «no me respetáis», «yo solo quiero
que mi hermano o mi novio puedan visitar la casa»... lo cual,
afortunadamente, no funcionó.
Al poco de okupar La Karakola, unas cuantas fuimos a Barcelona,
a unas jornadas de okupación. Algunas escribimos textos
para contar nuestra estrenada experiencia y plantear debates. Lo
que allí vimos fue muy clarificador de lo que había en aquel momento
al respecto. En la reunión de mujeres propuesta, comenzamos
a explicar por qué habíamos okupado una casa por y para
mujeres, ya que era la primera experiencia en el Estado en este
sentido, como centro social. Lo explicamos con ilusión, como
intentando transmitir y contagiar a las demás de aquello y que
surgieran mil centros sociales okupados por y para mujeres, feministas...
Y el caso es que nos sentimos un poco incomprendidas
cuando las de Barcelona que allí estaban nos dijeron que allí
no hacía falta, que eso del sexismo en las okupas de allí no ocurría,
que estaba «superado». Y curiosamente, esto lo contaban
algunas chicas que habían okupado una vivienda solo para mujeres
porque estaban hartas de la convivencia con tíos. Pero parece
que la reflexión empezó y acabó allí.
Afortunadamente, había algunas mujeres de Valencia, de Dones
els mussadess, grupo de mujeres feministas de allí con las que
siempre me había sentido muy identificada en la distancia, al
igual que con las de Ruda de Zaragoza o Lisístrata de la universidad
de Zaragoza. Pues bien, las valencianas nos apoyaron bastante.
Ellas habían tenido un edificio okupado por mujeres para
vivienda (Amanecer) y sí que tenían muy claro la necesidad de la
lucha feminista.
Al salir de la reunión, charlando con alguna otra mujer de
Barcelona, me explicó, que lo que yo había visto, era lo que había,
que por supuesto que en Barcelona había feministas pero que las
que empezaron en las okupas ya no estaban allí, sino en el movimiento
feminista, fuera de las okupas, de ahí esa carencia de
feminismo en las okupas en aquel momento.
En La Karakola, la ilusión y la fuerza del inicio fueron dejando
paso a las diferencias que entre nosotras había. Con el tiempo,
hubo ciertas actitudes y formas que me fueron alejando hasta que
dejé de participar en el proyecto. Algo que me distanció fue la
influencia de la corriente que venía de antiguas militantes del
MC y LCR. Se habían convertido en verdaderos ideólogos y producían
gran cantidad de textos, muchos de ellos con ese lenguaje
casi ilegible con el que se podía llegar a justificar una cosa, o
la contraria y solo el que lo escribía y los de su alrededor quizás
por no quedar de tontos lo aceptaban y alababan (a este respecto
y volviendo al presente, me parecen importantes las propuestas
que van justo en el sentido contrario, como las que vienen del
grupo de economía de Sol del 15M, que trabajan tratando de
traducir complejas teorías económicas a un lenguaje que todos y
todas comprendamos, acercando el discurso y alejando el fantasma
de las vanguardias y del monopolio de la información y de lo
teórico). Pues bien, en este contexto, comenzó una especie de
campaña contra el trabajo. Pero esta campaña no venía de la
CNT, CGT o de alguno de los otros sindicatos de trabajadores y
trabajadoras que tuvieran motivos más que fundados para estar
en contra del trabajo en una sociedad capitalista, consumista,
alienada y etc.
En realidad provenía de gente que venía de un sustrato bastante
burgués, que participaban en las okupaciones y se fueron
haciendo llamar «precarios», pero que a mi parecer estaban a
años luz de la verdadera precariedad, confundiendo el tener un
eventual trabajo de mierda con la precariedad que mucha gente
vive y que, por supuesto, tiene más que ver con el no tener familia
ni entorno de cuyos privilegios poderse beneficiar cuando la
cosa se pone difícil o cuando la etapa de experimentación de
precariedad se da por acabada. Y probablemente mucha de esta
gente, en realidad, no vivía exclusivamente del trabajo precario
de turno.
Como anécdota bastante significativa, un Ocho de Marzo,
mientras participaba en la manifestación junto a otras mujeres
en el bloque del grupo de mujeres dominicanas (no las que estaban
en la universidad o estudiando su postdoctorado, sino las
que en su mayoría eran trabajadoras domésticas), llegaron justo
detrás de nosotras las chicas de La Karakola —mis compañeras—,
con su pancarta, gritando y bailando al ritmo de eslóganes tipo
«lo mejor, vivir sin trabajar...».
Las mujeres dominicanas ponían
una cara como de no entender nada, aunque bueno, sí que lo
entendían y no daban crédito... Unas chicas jóvenes, probablemente
universitarias, proponiendo que lo mejor era vivir sin trabajar
al lado de quienes venían desde el otro lado del mundo y se
partían el pecho por conseguir un trabajo de mierda. Y es que,
La Karakola se topó con las clases sociales en el feminismo, y ya
no solo cuestión de clases sociales en el feminismo, sino del manejo
de estas, lo cual hacía plantearme que en el movimiento que
desde allí, desde La Karakola y okupas denominábamos burgués
(es decir, Barquillo y su ambiente) había bastante menos burguesas
que donde yo estaba. La invisibilización de las clases sociales
y la falta de soluciones a qué hacer con ello en el movimiento
feminista, pero también en el movimiento autónomo, siempre ha
sido, a mi entender, uno de sus problemas. Sé que la respuesta es
difícil y compleja, pero el camino contrario es invisibilizarlo y
otro nivel más maquiavélico pasa por, incluso, crear un discurso
académico en torno a la precarización con el que disfrazarse.
Otro factor que me acabó alejando de La Karakola fue el tratamiento
de las agresiones sexuales que desde allí se planteó, en
cuanto al nivel de implicación y respuesta o más bien la falta de
ellas. En aquellos años fue cuando unas chicas se organizaron en
un grupo de afinidad de corta vida para realizar algunas acciones
antisexistas, «Anacondas subversivas». Una de sus acciones
tuvo que ver con la denuncia pública de una agresión sexual
por parte del bajista de un grupo de música que fue bandera
en aquellos años.
Dentro del movimiento autónomo del momento aquello fue
todo un escándalo. Sin embargo, a mí lo que me pareció un escándalo
fue la reacción de la inmensa mayoría de la gente. Todo
aquello se convirtió en una especie de juicio a las chicas que habían
realizado la acción, intentando quitarles legitimidad y equiparando
autodefensa feminista con autoritarismo, al mismo
tiempo que intentaban reducir la denuncia a nivel de unos chismorreos.
Hubo una guerra de comunicados en el que tan solo
Indias Metropolitanas (colectivo de autodefensa feminista) apoyaron
la decisión y capacidad de Anacondas y de otras mujeres
para llevar a cabo este tipo de acciones-denuncia, mientras el
resto del mundo permanecía como viendo un culebrón desde su
butaca o desde los bares.
La cosa acabó cuando se dio la carnaza
al público, es decir, cuando se relató con pelos y señales la agresión,
ante lo cual hubo un reconocimiento por parte del implicado
y del resto de la banda, que ante la imposibilidad de negar lo
ya obvio optaron por una triste estrategia de escaqueo y desvío
de atención buscando manos ocultas e incriminando a varios
tíos que se habían sumado a la denuncia pública, como colofón
a su machismo.
Al poco tiempo, una compañera de La Karakola fue agredida
sexualmente en la okupa en la que vivía, El Laboratorio 1. Fue
entonces cuando un pequeño grupo de La Karakola decidimos
que, además de apoyar a nuestra compañera, teníamos que reaccionar
ante todo esto y comenzar a hacer campaña de denuncia
del sexismo en el movimiento. La reacción de la mayor parte de
la asamblea de La Karakola ante las propuestas de respuesta, en
mi opinión, fue de una falta de solidaridad mezclada con el miedo
a ser señalada como «aguafiestas» entre los compañeros del
ambiente. Hubo demasiado escepticismo, que fue disfrazado de
excusas que se resumían en que no todas estábamos en el mismo
nivel de feminismo; argumentaban que había distintas velocidades
y que mientras algunas teníamos experiencia en cómo enfrentarse
a agresiones teniendo muy clara la necesidad de respuesta,
otras no lo veían así y que había que «ajustar velocidades».
Intentamos remediar esto (con la urgencia de que las agresiones
no esperaban a que el nivel medio de conciencia en La Karakola
fuera aceptable). Convocamos reuniones para trabajar el tema de
las agresiones sexuales, ofreciendo listados de material en nuestras
manos para compartir, debatir, etc. Pero a las reuniones acudimos
las tres o cuatro que lo teníamos muy claro. Así que, aunque
logramos sacar un par de panfletos, otro día nos encontramos
con la censura de la asamblea ante uno de los panfletos de denuncia.
Algunas vivían en la misma okupa que la chica agredida
y no se querían sentir incómodas con todo lo que podría provocar
la denuncia pública, por lo que tuvimos que acabar firmando
como «un grupo de mujeres de la Eskalera Karakola» para no
comprometer a las demás.
En aquel entonces, en El Laboratorio 1, durante una fiesta techno
organizada por el Kolectivo Ruido, una chica fue brutalmente
violada en el lugar que hacía las veces de baños.
Cuando sus amigos
la encontraron sangrando y ella les contó lo sucedido, pidieron
a los organizadores que cerraran las puertas para encontrar
al agresor. Estos se negaron, no lo veían necesario y «no querían
estropear la fiesta».
Mientras, nuestra compañera de La Karakola que había sido
agredida en El Laboratorio 1, donde vivía, planteó el problema
de su agresión en la asamblea de aquella okupa. La reacción y los
comentarios fueron de un machismo extremo y desgraciadamente
algunos vinieron también por parte de mujeres. Indias
Metropolitanas decidimos dejar de dar clases de autodefensa en
este centro social, ya que nos parecía totalmente incompatible.
Y con respecto a La Karakola, no solo no estaba haciendo de
altavoz y lugar de referencia para algo como la denuncia del
sexismo y las agresiones en el movimiento autónomo, sino que
actuaba de censora respecto de las que desde allí queríamos trabajar.
A esto, se le añadía el que en la asamblea se formaron grupos
de poder en los que se reflejaban por ejemplo problemas de
convivencia en casas alquiladas compartidas, etc. Por otro lado,
las que organizaban la mayoría de las actividades que vertebraban
el funcionamiento de La Karakola, no pasaban mucho por la
asamblea. Ya que la asamblea actuaba de censora y las actividades
funcionaban en cierto modo de forma autónoma, un pequeño
grupo de mujeres de La Karakola hicimos un escrito para proponer
la disolución de la asamblea y el funcionamiento temporal
por simple coordinación de actividades. Aquel fue el momento
en el que algunas de nosotras dejamos de participar en La Karakola,
esperando que otras mujeres que llegaran de nuevo trajeran
y llenaran de contenido y aire fresco aquel espacio, y sabiendo
que el trabajo y el activismo feminista no estaba ligado a
nada físico, por lo que continuaría evolucionando más allá de
cualquier okupación.
Al poco tiempo, María Galindo, del colectivo Mujeres Creando
(colectivo feminista y anarquista boliviano), dio una charla en
la tetería de La Karakola. Como si fuera algo obvio lo que allí
ocurría, comenzó con una performance en la que manchaba de
rojo las paredes y ponía sobre esas manchas unas vendas. Al mismo
tiempo afirmó que la casa estaba sangrando, y que estaba
tratando de curar esas heridas...
Hizo además, una crítica muy necesaria y constructiva: comentó que paseando ese mismo día
por el barrio de Lavapiés, había observado a mujeres de distintas
nacionalidades, la mayoría de ellas inmigrantes, y que, sin embargo,
en La Karakola solamente había mujeres de origen europeo,
por lo que no veía reflejo alguno del barrio en el que estábamos
(¿Acaso no había comunicación con el mundo real?). Y
bueno, nadie tuvo respuesta a sus preguntas...
Stay Safe: Indias metropolitanas y la
autodefensa feminista (1997-2005... 2009)
Uno de los grupos surgidos de esta encrucijada de grupos y proyectos
feministas y autónomos fue el colectivo Indias Metropolitanas.
Éramos un pequeño grupo de activistas que habíamos
convergido en torno a la necesidad de difundir la autodefensa
feminista. Compartíamos una visión muy clara tanto de la necesidad
como de la urgencia de extenderla, de hacerla llegar al mayor
número de mujeres.
En la época en que comenzamos, en Madrid existía otro colectivo
de autodefensa de mujeres, «Las Walkirias», donde alguna
de las activistas de Indias había militado tiempo atrás. Este
colectivo que había estado funcionando bastantes años, se encontraba
en estos momentos a punto de disolverse.
Las Walkirias, durante varios años, estuvieron tanto dando
clases de autodefensa como realizando actividades relacionadas
en gran medida con el deporte. Se movían en un ámbito feminista-
lesbiano, ambiente que en aquella época estaba bastante
separado del mundo de las okupaciones, aunque, claro, como
siempre, con excepciones.
Para algunas de nosotras, el primer contacto directo con la
autodefensa para mujeres vino a través de las jornadas estatales
feministas del año 1993 que tuvieron lugar en Madrid. Durante
los años posteriores, empleamos bastante tiempo en formarnos,
tanto asistiendo a las clases de las Walkirias como participando
de talleres que impartían mujeres alemanas y sobre todo suecas,
que caían en nuestra órbita y que practicaban la autodefensa feminista.
Y así, llegó un momento en el que sentimos que debíamos
empezar a extender todo aquello dando talleres.
Los primeros talleres los desarrollamos en nuestro ámbito, el
de las okupaciones.
Los grupos solían ser bastante pequeños, de unas 8 o 10
mujeres. El feminismo estaba allí, o eso se suponía, y además
era autodefensa, algo estéticamente radical y en principio valorado
en ese ambiente. Pero lo cierto es que esa teoría se traducía
pobremente en realidad: había pocas mujeres interesadas
en la autodefensa feminista y con poca capacidad de
seguimiento.
Uno de los primeros talleres que dimos, fue uno dirigido a un
grupo de chicas muy jóvenes, adolescentes menores de edad. Esto
fue en el centro social El Laboratorio 1. Los padres de estas chicas
consintieron que sus hijas fueran a una «okupa» debido a la alerta
con respecto a las agresiones generado por el tratamiento que
los medios de información dieron al caso de las chicas agredidas
sexualmente y asesinadas en Alcàsser-Valencia unos años antes...
Recuerdo la responsabilidad que sentimos.
Durante esta primera etapa, también dimos clases en La Karakola,
en la Escuela Popular de Prosperidad, en la okupa El Barrio,
etc. También salíamos de Madrid, a Salamanca, a Avilés,
etc., para dar clases a grupos de mujeres ya organizados que querían
profundizar en la autodefensa.
Otro taller muy interesante lo impartimos en COGAM. A él
acudieron entre otras, algunas mujeres trans, que en aquel momento
eran trabajadoras sexuales y ejercían su trabajo en la casa
de campo, teniendo muchos problemas de seguridad.
Uno de los saltos cualitativos para el colectivo vino cuando
nos propusieron dar clases en una casa de acogida a mujeres que
habían sufrido violencia machista. Nos hizo muchísima ilusión
esa oportunidad y comenzamos un giro importante en la calidad
y profundidad de lo que había sido hasta entonces para nosotras
la autodefensa feminista. Esta casa de acogida no era una de tantas,
sino una de las pocas —ó quizás la única en Madrid— que
constituía un proyecto más sólido, una casa de acogida integral.
Trabajaban con programas anuales, con una visión de apoyo tanto
psicológico como económico frente al resto de casas de acogida,
que, desgraciadamente, eran lugares donde las mujeres
se podían «esconder» durante tres meses a lo sumo. Detrás de
este proyecto estaba la Federación de asociaciones de mujeres
separadas y divorciadas, formada por mujeres que en los años de
la transición y posteriores tenían la valentía de hablar de forma
muy clara sobre la violencia machista y el patriarcado delante de
las cámaras de televisión.
Aquella experiencia comenzó siendo dura, porque la realidad
de las mujeres que allí llegaban así lo era y así, nuestro método
de enseñanza fue sometido a una intensa prueba. Las mujeres
que asistían a las clases estaban muy contentas y nosotras más
(de hecho, no sé muy bien quién aprendió más de quién).
Un segundo salto cualitativo lo dimos cuando en torno al
año 2001 nos ofrecieron la oportunidad de dar clases en el aula
de la mujer de un barrio de Madrid. Esta propuesta venía del
ayuntamiento de un barrio, que aunque fuera de izquierdas
era eso, «lo institucional», de lo que siempre nos habíamos
mantenido a kilómetros de distancia... Pero más tarde nos alegramos
muchísimo de habernos guardado en el bolsillo nuestro
orgullo e ideología al respecto, ya que nos permitió participar
de una valiosa experiencia. De todos modos, íbamos
sobre seguro: quien nos propuso la idea era una mujer feminista
de largo recorrido, una de esas mujeres a la que es fácil
admirar y respetar mucho, por su trabajo, por lo que piensa y
sobre todo por cómo se comporta, tal y como dice ella, «con
todas y cada una» de las mujeres a su alrededor. Esta mujer
inició su trabajo en el barrio heredando un aula de la mujer
bien triste a todos los niveles, pero desde el comienzo tenía
muy claro la necesidad de integrar en todo aquello la autodefensa
para mujeres.
Allí se creó una especie de burbuja feminista, que partió de
decenas de mujeres y llegó a miles de ellas, con inspiración en los
grupos de trabajo de mujeres de los años setenta, del movimiento
de liberación de mujeres. Talleres de historia del feminismo,
de autoestima, etc. Talleres para el cuerpo y para la mente... Se
creó algo muy diferente a lo que habíamos visto y vivido hasta
entonces. Y todo ello se creó, como dijo otra sabia mujer que de
todo aquello participaba, «a pesar de los políticos y no gracias a
ellos» y sabiendo que en cualquier momento el soporte institucional
se podía cerrar como un grifo. De aquel lugar salieron
desde un montón de mujeres que se divorciaban y empezaban a
vivir otra vida más libre, hasta redes de apoyo, tanto informales
como formales, algunas de ellas para temas de violencia machista,
así como diversos grupos de mujeres.
Los talleres de autodefensa tuvieron un éxito increíble. Tenían
una duración de unos nueve meses. Solíamos tener una media de
cuatro grupos al año con clases de dos horas semanales y lo que
más nos sorprendía... había lista de espera. La media de mujeres
por taller era de unas 30, empezando muchas veces cuarenta y
pico, así que, en unos años cientos de mujeres pasaron por estos
talleres de autodefensa.
Las mujeres que acudían, eran, como decíamos nosotras,
«de carne y hueso», nada que ver con el micro ambiente en el
que habíamos desarrollado nuestro trabajo hasta entonces.
Venían mujeres con sus hijas, o chicas jóvenes con sus amigas
o con sus madres, que se lo recomendaban a más amigas, vecinas,
compañeras de trabajo, etc. Algunas volvían al año siguiente
y luego al otro. Todas eran muy conscientes de la necesidad
de talleres como los que allí había para las mujeres.
Algunas comentaban que les parecía más necesario que las
chicas más jóvenes aprendieran y escucharan las cosas de las
que allí se hablaba a otras muchas asignaturas que en los institutos
se dan.
Me viene a la memoria por ejemplo una mujer, que con sus 70
años, se acercó al aula de la mujer y vio los talleres. En su vida
había estado en un taller, menos de mujeres, y menos nada físico,
pero lo tuvo muy claro, el taller que eligió fue el de autodefensa.
Tenía algunos problemas de coordinación, aunque no más que
los de cualquier persona que no ha dedicado mucho tiempo a
conocer y a trabajar con su cuerpo. Se sentía incapaz de dar un
puñetazo pero la expresión de su cara cuando dio su primer buen
puñetazo fue de una satisfacción increíble, para ella y para nosotras,
claro. Fue un momento muy bonito, de crecimiento personal
e ideológico exponencial, acompañado de evolución de todas
como personas y como feministas. Era poner en práctica y en
serio la ideología feminista.
Por nuestra parte, supuso mucho trabajo, aunque fue fácil:
era el trabajo que queríamos y teníamos que hacer. A nuestras
jornadas diarias de supervivencia en el mundo laboral le añadíamos
las muchas horas que a la autodefensa dedicábamos. Entre
las clases, la preparación de las mismas y las discusiones
posteriores a cada clase, estábamos entregadas...
La realidad de
ahí fuera sometía a prueba un discurso, un método que comenzó
a validarse en ese micromundo alternativo. Lo hacíamos
cambiar, crecer, adaptarse... o se quedaría en un juego poco creíble
e inútil, que es lo que a veces ocurre cuando lo que creamos
en ese mundo alternativo cual laboratorio lo intentamos extrapolar
a la realidad y no encaja ni con calzador...
Por otro lado, no teníamos nada que ver con el mundo de la
enseñanza ni éramos expertas en dinámicas de grupos; ni siquiera
teníamos que ver con el feminismo académico para soltar
charlas teóricas, pero al final acabamos desarrollando a nuestro
modo todo eso, si lo veíamos útil y necesario. También aprendimos
a manejar toda esa amalgama de ideas preconcebidas, prejuicios,
ilusiones, frustraciones, energías contradictorias, etc.,
con las que las mujeres venían. Aprendimos a traducir el feminismo
a mujeres que llegaban a kilómetros de él, mostrándoles
lo útil y necesario que es para una mujer en un mundo patriarcal.
Y sobre todo, fuimos depurando el método de enseñanza de la
autodefensa feminista en las mejores manos, en las de aquellas
mujeres de todas las edades con las que veíamos y compartíamos
una evolución que nos llenaba. Veíamos como llegaban muchas
mujeres al comienzo del taller y cómo iban cambiando a lo largo
de los meses, como iban creciendo en autonomía, independencia,
autoestima, y... se notaba tanto... en su actitud, en su forma de
estar, de andar, de participar.
Algo muy positivo y necesario era el crear un ambiente en el
que se sintieran cómodas, un ambiente de confianza plena, donde
podían expresar sus ideas sin miedo a equivocarse o a ser
juzgadas. Cuesta crearlo, pero una vez creado, hay una transparencia
real que te permite, eso, interaccionar, proponer, atreverte
a cambiar y evolucionar.
De los cientos de mujeres que por allí pasaron, como mínimo,
un 30% habían sufrido agresiones machistas severas. Ese 30%
eran mujeres que a lo largo de los talleres lo visibilizaban, con la
valentía que esto requiere. Algunas habían sufrido violaciones,
algunas tenían órdenes de alejamiento, incluso siendo muy jóvenes,
y alguna que otra incluso, estaba sufriendo maltrato justo en
esos momentos... Estas cifras no eran escandalosas, realmente
solo eran reflejo de la realidad y nosotras sentíamos que la mejor
medicina para esa realidad eran grandes dosis de feminismo.
Sentíamos un compromiso muy fuerte, sobre todo porque veíamos
una necesidad real que nada tenía que ver con el dar un
taller en una okupa y en ambientes feministas donde todo se
daba por supuesto.
También se percibía cuando una mujer había participado previamente
de otros talleres del aula de la mujer ya que desde distintos
enfoques se fomentaba,... la autonomía... que en este ámbito,
en el ámbito de las mujeres, en el ámbito feminista, no tiene
nada que ver con la autonomía obrera o con el movimiento autónomo
y al mismo tiempo sí. La autonomía feminista para las
mujeres en un mundo patriarcal en el que, aquí o allí, occidente,
oriente, sur o norte, se nos sigue relegando, enseñando a estar
por las buenas o por las malas en ese segundo plano, un plano,
dependiente, económico, psicológico y emocionalmente sumiso,
complaciente y obediente.
En ese ámbito, es decir, en este mundo, el ser capaz de romper
ese molde en el que nos colocan es difícil, pero importante y necesario.
Aprender a vivir libres, sin el beneplácito del padre, marido,
jefe, compañero, fuera de la mirada represora, tutelada o
manipuladora, reapropiarnos de nuestros cuerpos y de nuestras
vidas descolonizándolos, desaprender tantas cosas aprendidas en
nuestro perjuicio y ser capaces de crear otro tipo de relaciones
desde la complicidad y el apoyo mutuo en vez de crearlas en base
a la competencia.
Durante esos años también dimos clases en otras aulas de
la mujer de algunos barrios de Madrid que intentaban emular
el funcionamiento de esta potente aula de la mujer del que
participamos.
En el 2005 dejamos de funcionar como un colectivo pero cada
una de nosotras continuamos con otras mujeres dando talleres,
por lo que el método, las formas de hacer y la autodefensa siguieron
evolucionando por distintos caminos. Al mismo tiempo,
nuestro trabajo se había desenfocado, ya no estaba en las okupas,
por lo que si antes no es que fuéramos muy conocidas, ahora
éramos absolutamente invisibles para la propaganda del movimiento
autónomo, lo que hace pensar sobre lo artificial, irreal y
manipulable de la visibilidad en el movimiento, en el que a veces
parecía que el marketing era más importante que el trabajo en sí.
A nivel personal resultaba curioso: nosotras veníamos del feminismo,
las okupaciones y los kolectivos, veníamos de ese micro
mundo «alternativo», nos habíamos asomado por lo que parecía
un ventanuco y ¡puf! pasamos... supongo que al «mundo»
sin más, sin etiquetas. Sin darnos apenas cuenta, estábamos poniendo
en marcha ese motor de cambio que tanto pregonábamos
en el micromundo y que al mismo tiempo tanto nos gritábamos
unos a otros hasta no entendernos y quemarnos como bengalas.
phoolandevi36@gmail.com