Si no puedo perrear, ¿no es mi revolución? Música, sexualización de la cultura y feminismo

17 de enero. Fuente: Nueva Sociedad

Modos de bailar de alta densidad erótica han sido considerados sexistas y degradantes para las mujeres. Sin embargo, en los últimos años ganaron visibilidad y aceptación otras miradas que reivindican esas prácticas como formas de reapropiación del goce y la autonomía sexual de los cuerpos. El movimiento «Ni Una Menos» y las luchas por los derechos de género provocaron un acercamiento novedoso entre las reivindicaciones políticas y la exhibición erótica de las mujeres en el ámbito musical.

Por Mercedes Liska

En 2016 comencé a asistir a las presentaciones musicales en vivo de una cantante argentina de música popular urbana residente en la ciudad de Buenos Aires (Nota N50: Miss Bolivia) y a observar las experiencias de los públicos con sus canciones. El lanzamiento de un nuevo álbum en 2017 sintonizaba de principio a fin con el proceso de organización de mujeres para hacer frente a situaciones de desigualdad y violencia de género que, desde 2015, involucró diferentes acciones colectivas y modos de intervención pública. La producción de música de baile de esa artista y el tipo de conexión con audiencias gradualmente exclusivas de mujeres ofrecían indicios para pensar reconfiguraciones político-culturales en los repertorios musicales.

Concierto de Miss Bolivia, Madrid, febrero de 2023

El protagonismo del baile en la producción musical de artistas mujeres jóvenes y de edades intermedias se convirtió en un nudo de indagación. Amplié la mirada hacia el grupo de bailarinas que participaban en los escenarios de los shows: desde sus gestos y tipo de movimientos, vestimenta y características físicas, hasta la interacción homoerótica con las cantantes. En efecto, una cuestión que llamó mi atención era la circulación erótica en escena, con movimientos de danzas urbanas contemporáneas derivadas del breakdance combinados con sacudimientos de piernas, pelvis y cola que remitían al desarrollo del reguetón en América Latina, un modo de bailar acusado sostenidamente de sexista y degradante para la mujer. Un girl power montado sobre un baile con flexión de rodillas y medias de red constituía una transgresión frente a quienes, desde distintos espacios sociales e institucionales, venían afirmando la existencia de una relación entre prácticas de baile sexualizado y estereotipos de género. Retóricas feministas, modos de socialización entre mujeres y narrativas corporales aguerridamente sensuales se convirtieron en elementos de reconocimiento de una fuerza social emergente. Pero ¿qué era lo nuevo de todo esto?

En 2004 inicié una investigación sobre las experiencias de género de mujeres que bailaban tango en la ciudad de Buenos Aires. Allí pude ver que las formas convencionales de participación establecidas en la revitalización de la práctica de la década de 1990 estaban siendo gradualmente reconfiguradas. La mayor injerencia de las mujeres en la enseñanza de la danza –antes exclusiva de los varones–, la progresiva apropiación y experimentación del rol de guía de la danza –tradicionalmente masculino–, o la creación, por parte de las bailarinas más experimentadas, de nuevos espacios de baile –milongas– fueron indicios de cambio en la cultura tanguera de Buenos Aires. Esta indagación terminó haciendo foco en una práctica iniciada en 2002 bajo la denominación «tango queer», que comenzó como un taller en un centro cultural lesbofeminista y llegó a convertirse en una milonga del circuito tanguero en 2006. El eje de la práctica era bailar entre mujeres, desafiando simultáneamente el marco heteronormativo y la jerarquía masculina en los cuales se venían desarrollando las experiencias del tango posdictadura [1]. Estos cambios remarcaban dos cuestiones: por un lado, que las prácticas de baile no estaban al margen de procesos culturales más amplios que modificaron los roles de género en la sociedad; y por otro, que las experiencias de mujeres en y con la música no traducen de manera directa un contexto sociocultural determinado, sino que también se constituyen como espacios de creación de sentidos. Esto significa, como los estudios culturales en música popular señalaron hace tiempo, que no existe algo así como una homología entre producción estética y contexto social y político, sino modos de reacción y reconfiguración inesperada de las prácticas y representaciones musicales.

Como señalé, la desnaturalización de la función secundaria de la mujer en las pistas de baile de tango y su repercusión en las dinámicas intersubjetivas involucraban desplazamientos de la heterosexualidad obligatoria. Esto coincidía con lecturas de cambio en otras prácticas de baile relacionadas con diferentes músicas y espacios sociales, tales como la cumbia o la música electrónica [2]. A su vez, estudios de sociología, género y sexualidad referían nuevas pautas de socialización nocturna tendientes a la disipación de los denominados «guetos sexuales» y a la convergencia gay/hétero en la vida nocturna como respuesta a los procesos de lucha llevados a cabo por los movimientos de género y diversidad sexual desde la apertura democrática de 1983 [3]. En la última década y media, diferentes grupos integrados por mujeres y artistas solistas lograron una visibilidad social mayor en Argentina. En ese contexto de crecimiento, tomó la palabra una producción estética enmarcada en la crítica de género, proponiendo mayores niveles de autonomía social y celebración de la diversidad sexual. Además de hacer explícitas las temáticas de género y sexualidad, las canciones recurrían a segmentos de la música popular fuertemente marcados por su función de baile y el predominio de la enunciación masculina, fundamentalmente de cumbia y reguetón. De esos años de trabajo de campo y análisis discursivo emergió una indagación centrada en las relaciones entre música, representaciones eróticas y políticas de género. ¿Qué aspectos de la cultura contemporánea estuvieron involucrados en este reverdecer de la escenificación sexual por parte de mujeres en el espacio público? ¿Cómo se asocian esas escenificaciones con un tiempo de lucha marcado por las violencias de género? Un relevamiento de conciertos y clases de baile realizado entre 2017 y 2019 me permitió poner en diálogo esas experiencias con los debates de género y feministas en cruce con los estudios culturales, con el objetivo de comprender el rol de las actividades musicales en la conformación de subjetividades políticas posteriores al movimiento «Ni Una Menos» contra la violencia de género. En Argentina, las políticas de género y sexualidad vienen produciendo cambios sugerentes en la actuación ética y poética de la música. La expansión del movimiento social feminista, hermanado en contra de los femicidios y otras violencias y desigualdades de género y a favor de la legalización del aborto, dio lugar a una lucha encarnada por la soberanía de los cuerpos. Esas coordenadas históricas, ampliamente promovidas por el ámbito artístico y las artes del espectáculo, radicalizaron los discursos estéticos y generaron desplazamientos estilísticos y nuevos significados de sus prácticas sociales. En Argentina, el 3 de junio de 2015 la consigna «Ni una menos» condensó una preocupación social específica sobre las violencias en términos de género: desapariciones, violaciones, asesinatos, torturas, explotación sexual, acosos, abusos. Un movimiento integrado mayoritariamente por mujeres y personas no binarias pasó a ser el principal agente de lucha social en las calles. Ambas situaciones enmarcaron la amplificación de las luchas por la igualdad de género y definieron los rasgos estéticos presentes en los modos de manifestar y comunicar esas luchas.

Primero los femicidios, y luego los debates por el derecho a la interrupción voluntaria del embarazo, en 2018, ubicaron los cuerpos y la sexualidad de las mujeres en el ojo de la discusión política. Este derecho se convirtió en ley del Congreso Nacional el 30 de diciembre de 2020, en medio de la desarticulación y el confinamiento social por la pandemia de covid-19. Durante ese tiempo la producción musical fue sensiblemente interpelada por las políticas de género y sexualidad, a la vez que se convirtió en motor de nuevas representaciones sociales de las mujeres y su sexualidad. Entre los aspectos temáticos que cobraron relevancia, se encuentra la discusión acerca de los sentidos políticos de las experiencias de baile. Se conformaron repertorios de interpelación a un público feminizado que proclamaba la extroversión erótica, invirtiendo sentidos sobre los movimientos corporales hipersexualizados y masificados, antes pensados por los discursos ilustrados herederos de los mandamientos de la alta cultura predominantemente como bastión del sexismo y la cosificación de los cuerpos de mujeres jóvenes.

Sobre la relación entre baile y principios políticos de izquierda podemos rastrear un interesante debate que se entrecruza con la historia del feminismo. En sus antecedentes podemos mencionar el conocido caso de la escritora Emma Goldman, quien en 1934 publicó un ensayo titulado «Si no puedo bailar, no quiero ser parte de tu revolución», frase que volvió a resonar en el activismo feminista contemporáneo [4]. La escritora aludía a una conversación que había mantenido con un compañero de militancia en el movimiento anarquista estadounidense de comienzos del siglo xx:

En los bailes yo era una de las incansables y de las más alegres. Una noche un primo de Sasha [Alexander Berkman], un jovencito, me hizo a un lado. Con cara seria, como si me fuese a avisar de la muerte de un querido compañero de lucha, murmuró que no era apropiado que una agitadora como yo bailara. Ciertamente no con tanto desparpajo y relajo. Era indigno especialmente de alguien que estaba camino a convertirse en una poderosa fuerza dentro del movimiento anarquista. Mi frivolidad solo podía dañar «La Causa». Me enfurecí ante la impúdica interferencia del muchacho. Le dije que se metiera en sus asuntos, que estaba cansada de que se me enrostrara La Causa todo el tiempo. No creía que La Causa que representaba un hermoso ideal, el anarquismo, la liberación y la libertad, la emancipación de las convenciones y los prejuicios, demandara la negación de la vida y el goce. Insistí que nuestra Causa no debía esperar que me hiciera monja y que el movimiento no debía convertirse en un claustro. Si significaba eso, entonces no la quería. Deseo libertad y derecho a la autoexpresión, el deseo de cada cual a las cosas bellas y radiantes. El anarquismo significaba eso para mí y lo viviría así a pesar de las prisiones, las persecuciones, de todo. Sí, incluso a pesar de la condena de mis propios compañeros de lucha, yo viviría mi propio ideal. [5]

Goldman nos muestra que las discusiones sobre baile y política aparecen en las bases del movimiento por la emancipación de las mujeres, del cual ella es considerada una de las exponentes más radicales, pionera en promover la libertad sexual y el uso de preservativos.

La militancia de izquierda construyó conceptos sobre los comportamientos adecuados de un «buen» o una «buena» militante política en términos estéticos y consumos culturales. Un trabajo exhaustivo de la historiadora Valeria Manzano sobre juventud y militancia entre fines de las décadas de 1960 y 1970 detalla que en Argentina esta última reforzó cuestiones represivas en torno de las libertades individuales de diverso orden por su carácter inherentemente «liberal» y «antipueblo», apuntando a cuestiones de regulación moral que van desde el código de vestimenta hasta la abstinencia sexual [6]. Es posible que parte del pensamiento feminista de aquellos años haya recogido algunas de esas miradas sobre el placer individual.

Los cambios culturales de los años 60 también dejaron fuertes rastros en las concepciones del erotismo y la puesta en escena de los cuerpos en la cultura de masas [7]. Una de las respuestas fue la creación de la prensa masiva destinada a las mujeres, en la que se comenzó a difundir una cierta multiplicidad de vivencias y placeres eróticos divergentes de los discursos tradicionales dominantes. A su vez se plantearían nuevas problemáticas: «Con el paso de las décadas el orgasmo femenino se tornaría un imperativo, las revistas femeninas de fin de siglo pasarían a describirlo, explicarlo y considerarlo indispensable para sentirse mujer». Junto con otras autoras, María Laura Schaufler sostiene que el ideal de liberación sexual devino en un sometimiento a la construcción y mantenimiento de un cuerpo seductor mediante una «ingeniería erótica» [8]. La denominada «revolución sexual», que designa los cambios en las conductas sexuales a partir de la segunda mitad del siglo xx, se trató de un pasaje de los controles externos a una internalización de las exigencias sociales. Sin que esto invalidara el discurso político de propiedad privada del cuerpo, como producto social la sexualidad nunca podría ser natural ni liberada totalmente [9]. Entonces, si los imaginarios eróticos de mediados del siglo xx fueron resignificados por el feminismo, a la vez, los códigos culturales emergentes que diferían de los hegemónicos en materia sexual ampliaron el mercado del erotismo.

Por otra parte, Leslie Gotfrit sostiene que desde la década de 1980 se desarrolló dentro del feminismo norteamericano un discurso de rechazo generalizado a los bailes populares debido a su sexismo intrínseco. Según esta autora, tales expresiones generaron sentimientos de culpa y represión en quienes se sentían interpeladas por la lucha feminista [10]. La evitación de gestualidades femeninas sexualizadas se naturalizó como lo políticamente correcto y en las expectativas dominantes del feminismo como batalla principal contra la industria cultural y la mercantilización capitalista de los cuerpos de las mujeres. Al respecto, Joanne Hollows, una de las referentes de los estudios culturales anglosajones, sostiene que las maneras de entender la cultura popular y la cultura masiva han intervenido en las orientaciones político-culturales de los feminismos [11]. En las valoraciones respecto del consumo cultural por parte de las mujeres ha persistido una evaluación dicotómica en torno de la opresión o el empoderamiento. De ahí deriva una noción jerárquica de mujeres «sumisas» y «críticas», en donde quienes reproducen patrones sexistas colaborarían en la perpetuación del sistema patriarcal [12].

Más cercano en el tiempo, parte de esto que señalaba Gotfrit como las expectativas dominantes del feminismo resonó en la crónica de una periodista española luego de un viaje a Cuba en 2013, en pleno auge del reguetón en la isla. El título de la crónica de June Fernández parafraseaba a Goldman: «Si no puedo perrear no es mi revolución», provocando una crítica feminista alternativa sobre el reguetón:

Mi afición por el reguetón es de sobra conocida en mi entorno. En realidad, disfruto más escuchando y bailando otras músicas, pero la imagen de feminista que perrea rompe los esquemas, y eso me mola, así que la exploto. Para la gente con resistencias antifeministas, cuestiona el estereotipo de que las feministas vivimos amargadas, de que somos unas «malfolladas» que no sabemos disfrutar de la vida y nos lo tomamos todo a la tremenda. Para muchas feministas, que una de las suyas disfrute restregando voluntariamente su culo contra el paquete del maromo de turno puede generar un cortocircuito interesante. (…) Si hay un reparo ante el reguetón que me gusta rebatir es el de que es un baile machista porque la mujer se mueve para darle placer al hombre. Es curioso porque, bajo una premisa aparentemente feminista, una vez más se niega la sexualidad y el placer de las mujeres. ¿O sea que si yo me froto contra un tío es para darle gustito a él? ¿Acaso no creen que frotarme contra una pierna o un paquete me da gustito a mí? [13]

Fernández argumenta que, entre los bailes caribeños, la variedad de reguetón ofrece a las mujeres una mayor libertad de movimiento y conlleva una articulación más flexible de los roles de bailarina del género, dado que, por un lado, no tiene que estar físicamente atada a su pareja, a diferencia del tango, el merengue y muchos otros bailes latinos y caribeños; y, por otro, porque la mujer tiene autonomía para acercarse, frotar o sacudir su cuerpo sin que sea la pareja la que decide los movimientos, como ocurre al bailar bachata, por ejemplo.

Chocolate Remix. Foto de Victoria Schwindt

Una deriva de las representaciones de la objetualización de los cuerpos de las mujeres por parte del feminismo radica en la intervención estatal respecto de los consumos musicales. En Puerto Rico, el reguetón estuvo envuelto en múltiples guerras culturales interraciales, con el Estado, las instituciones educativas y religiosas. Raquel Rivera destaca, entre otras, las acusaciones que lo señalaban como pornográfico, de incentivar la precocidad sexual juvenil y de producir una objetualización erótica de la mujer basada en el supuesto de un deseo femenino ausente, derivadas de la crítica feminista [14]. En 1995, miembros de la División de Control de Vicios de la Policía de Puerto Rico confiscaron más de 400 casetes y discos compactos de locales de música de la ciudad de San Juan, y citaron a sus dueños a comparecer ante el tribunal por la venta de material obsceno. Las autoridades señalaron que, además de describir relaciones sexuales, las grabaciones narraban situaciones delictivas y se referían irrespetuosamente a la policía. Estos allanamientos abrieron el debate público sobre el reguetón. En 2002, la senadora Velda González mostró segmentos de un conjunto de videoclips de reguetón a modo de ejemplo de la proliferación de pornografía fácilmente accesible a los menores de edad y de representaciones de violencia contra las mujeres. En nombre de políticas contra la violencia de género, el Estado censura esta música y su función de baile. Sin embargo, algunas feministas que defienden la activación sexual como potencialmente liberadora plantearon reenfocar la crítica en el hecho de que el sexismo está presente en el conjunto de la cultura, señalando que la genuina libertad de expresión exige igualdad y dignidad para todos y todas, y por otra parte, que los críticos extranjeros no han logrado apreciar la función de la metáfora en la cultura popular caribeña [15].

En efecto, para Rivera el reguetón representa asimetrías de género tanto como otras músicas populares. La insinuación sexual flagrante en las canciones y sus relaciones de género aparentemente asimétricas pueden escucharse por ejemplo en el rock, el rap, el reggae o la salsa, significados como una celebración de los placeres simples y el desafío de las costumbres de la clase media a través de una afirmación clara del patriarcado que no levantó las mismas controversias. A su vez, Rivera señala que el énfasis sexual del reguetón también debe leerse como parte de la cultura estadounidense comercial dominante y los estereotipos perdurables sobre los amantes latinos «de sangre caliente». Productores e intérpretes de reguetón adoptaron y amplificaron una serie de estereotipos raciales y de género a la par de su desarrollo en el mercado musical internacional. La racialización implícita y explícita de las mujeres como objetos sexuales en textos de canciones y videos reanimaba mitos sobre la sexualidad negra y mulata. Los significados de «raza picante» del género encuentran correspondencia con videos virales de la «YouTubesfera latinoamericana», que retratan constantemente a artistas y devotos del reguetón como sexualmente licenciosos, moralmente depravados y racializados [16]. Definitivamente, en el reguetón se dirimen conflictos de intereses que tienen que ver con la mercantilización racializada de una expresión cultural popular.

En Argentina, la erótica cumbiera despertó la estigmatización moral de las clases populares. Cuando en 2001 el Comité Federal de Radiodifusión emitió un documento para evaluar la censura de canciones del subgénero denominado «cumbia villera» [17] por exaltar el delito, el consumo de drogas y el modo de referirse a las mujeres de modo sexual, lo que se juzgaba, como explica Carolina Spataro, era la no existencia de la metáfora, es decir, el hecho de hablar de esos temas de manera explícita. En 2004, hubo una nueva arremetida pública en contra de la cumbia villera por parte de representantes del gobierno que asociaron su éxito comercial con el aumento de delitos [18]. La cumbia, su existencia en el país desde la década de 1970 y su apropiación mayoritaria por parte de las clases populares tuvieron sus detracciones en las capas medias y altas de la sociedad, que la calificaron como música vulgar. Su espacio social, antes ocupado por el chamamé –casualmente, el subgénero menos jerarquizado de las músicas folclóricas del país–, en la «movida tropical» de la década de 1990 se convirtió en un fenómeno de la cultura masiva, y sus principales referentes empezaron a ocupar lugares antes vedados.

A partir de un trabajo de campo, Malvina Silba y Carolina Spataro señalan que, si en las narrativas de la cumbia villera las mujeres ocupan un lugar de objeto a ser consumido y mostrado, en los bailes las canciones estaban en sintonía con lo que pasaba en la pista, donde las mujeres se ubicaban en un rol de lucimiento sexualmente activo y protagónico [19]. En este sentido, la socióloga Maristella Svampa sostenía que la temática de género predominante en la cumbia de esos años, el relato de la iniciativa sexual femenina, estaba relacionada con la emergencia de un protagonismo de las mujeres en otros ámbitos populares tales como los movimientos sociales [20].

Por su parte, Felipe Trotta analiza los géneros musicales contemporáneos como marcadores de jerarquías simbólicas en Brasil. En este sentido, habla de un sesgo crucial entre música e identidades territoriales en el ejercicio de la otredad: las prácticas musicales son recibidas en contextos externos a los de su producción con sentimientos encontrados, de interés y curiosidad, así como de rechazo e incomodidad, y atravesados por diversos prejuicios estéticos y morales [21]. En el mapa musical contemporáneo de Río de Janeiro, el funk encarna modos de sentir, ser, oír y ver en los «morros», «suburbio» y «favelas». El funk se hizo emblema de una cultura joven negra y periférica, y fue tomado con desconfianza por parte de la crítica cultural, la gestión pública y la policía. Al igual que la cumbia y el reguetón, el funk surgió a fines de la década de 1980, promovido por una juventud negra habitante de las favelas, a partir de apropiaciones tecnológicas de varios estilos electrónicos, como el house y el Miami bass. Este movimiento doble de incorporación y recreación de sonoridades y técnicas del mundo anglófono le permitió al funk captar ideas de juventud transnacionales adaptadas al territorio de los bailes en las favelas cariocas. Sin embargo, al mismo tiempo, el protagonismo de jóvenes negros y favelados en esta apropiación festiva produjo un movimiento de estigmatización intenso en relación con el funk, que se asoció a delitos, violencia y peligro. Al analizar innumerables temas en la prensa a inicios de los años 90 acerca del funk, Micael Herschmann sostiene que el género fue continuamente presentado como vector de violencia, en un proceso de demonización [22]. En este enfrentamiento simbólico, el estigma incluso hoy sobresale en diversos contextos de circulación del funk, aunque en los últimos años diferentes acciones políticas hayan sido efectivas en disminuir el prejuicio contra esta música y ampliar su circulación [23].

Los distintos modos de bailar de las mujeres han estado ligados a conductas morales y jerarquías de género organizadas por dos principios de diferenciación: racial-estético-moral y sexual-genérico-erótico. Para decir esto, el antropólogo Gustavo Blázquez se basa en los paradigmas raizales de la teoría de la performance de Víctor Turner [24]. Si por largo tiempo los juicios morales atravesaron la pista de baile, situando la mayoría de las veces el disfrute por el baile en un tipo de feminidad sexualizada en sentido negativo, ese estigma se fue convirtiendo en una reivindicación política. Esa resignificación da cuenta de un conjunto de transformaciones culturales empujadas por diversos agentes de cambio.

Por un lado, la «primavera feminista» impulsó nuevas representaciones de género a través de las manifestaciones de erotismo en espacios públicos. La agencia sexual y el derecho al goce son aspectos que revitalizaron la agenda de lucha. En momentos de una cuarta ola de fuerte expansión social, se redefinieron las expectativas entre erotismo y feminismo. Como vimos, el pensamiento de los feminismos incorporó recientemente la dimensión del placer como asunto político crucial y entabló una lucha por los derechos eróticos, sexuales y reproductivos de las mujeres que había quedado relegada durante las olas anteriores. A su vez, este contexto provocó un nuevo cauce reivindicativo: los tiempos contemporáneos han inaugurado una resignificación del campo de lo erótico, en el marco de las actuales mediatizaciones de la cibercultura, que refuerza la importancia del placer femenino y diverso como derecho. El feminismo actual en Argentina discute la delimitación del campo de lo erótico, estructurado históricamente como un ámbito sectario que excluye lo que no encaja en los paradigmas de heteronormalidad, juventud, belleza, clase y raza [25].

Silvia Elizalde y Karina Felitti, ambas investigadoras de la Universidad de Buenos Aires, sostienen que los códigos erótico-amorosos en la Argentina reciente han sido reconfigurados con la expansión de consignas feministas de liberación sexual, y agregan que los cambios educativos en materia de género y sexualidad pueden pensarse como un factor de incidencia en la cultura erótica, la promoción del placer como dimensión valiosa y positiva de la sexualidad [26].

Un crecimiento de las representaciones eróticas se posicionó frente al descenso de la potente matriz cultural latinoamericana del amor romántico [27]. La dimensión romántica de las relaciones afectivas, ampliamente cuestionada como un modo de sujeción de género, se vuelve una temática reprimida. Felitti y Elizalde señalan que los aprendizajes eróticos recuperan la aspiración democratizadora de la liberación sexual femenina puesta en circulación desde los años 60 del siglo pasado, y al mismo tiempo, con una impronta mercantil, avanzan sobre el espacio vacío que propició el rechazo tajante de gran parte del feminismo a la matriz ideológica del amor romántico. Eva Illouz, socióloga de la Universidad de Jerusalén y especializada en historia de la vida emocional, llama a este proceso «pornificación de la cultura», un proceso de desregulación de los vínculos románticos y emancipación mercantilizada del deseo y las fantasías sexuales libres de la regulación moral. Así se expande una cultura que desdibuja la línea entre el sexo público y el privado, donde también emergen nuevas formas de construir y vivir el deseo, la sexualidad, el sexo y el género [28].

Portada del libro de Mercedes Liska Mi culo es mío. Mujeres que bailan como se les canta

Desde las décadas de 1970 y 1980, los estudios que analizan las relaciones entre comunicación, cultura masiva y cultura popular vienen ofreciendo maneras disidentes de comprender lo que subyace en las representaciones de género y sexualidad en la música. Una de las máximas de esos trabajos insiste en la importancia de explicar sin simplificar; de reponer la complejidad de las culturas subalternas entendiendo que no existe un único modo de significación [29]. Entender que la música es un dispositivo importante de las relaciones sociales y culturales nos lleva a debatir sobre sus pedagogías corporales y guiones sexuales. La música nos enseña formas de actuar, de hacer frente a las normas, de subvertirlas construyendo espacios de sentido singulares. ¿A través de sus cuerpos las artistas enseñan cómo vivenciar el género? ¿De qué manera las sexualidades son debatidas en los espacios narrativos de las canciones y de las poéticas musicales? ¿Por qué pensar la música a través de la premisa de los estudios de género es tan importante para reflexionar sobre políticas de raza, de clases sociales, de gusto? Discutir sobre género en las tramas sociales significa incluir en el debate la sociabilidad de la vida corporal y la vida sexual pública.

Notas:

1. M. Liska: Entre géneros y sexualidades. Tango, baile, cultura popular, Milena Caserola, Buenos Aires, 2018.

2. Pablo Semán y Pablo Vila: «Cumbia villera: una narración de mujeres activadas» en P. Semán y P. Vila (comps.): Cumbia. Nación, etnia y género en Latinoamérica, Gorla / Ediciones de Periodismo y Comunicación-UNLP, Buenos Aires, 2011; Víctor Lenarduzzi: Placeres en movimiento. Cuerpo, música y baile en la «escena electrónica», Paidós, Buenos Aires, 2012.

3. Ernesto Meccia: Los últimos homosexuales. Sociología de la homosexualidad y la gaycidad, Gran Aldea, Buenos Aires, 2011; «La carrera moral de Tommy. Un ensayo en torno a la transformación de la homosexualidad en categoría social y sus efectos en la subjetividad» en Mario Pecheny, Carlos Figari y Daniel Jones (comps.): Todo sexo es político. Estudios sobre sexualidades en Argentina, Libros del Zorzal, Buenos Aires, 2008; y La cuestión gay. Un enfoque sociológico, Gran Aldea, Buenos Aires, 2006.

4. Originalmente la frase fue escrita en inglés, de modo que en español circuló con variantes de traducción, por ejemplo «Si no puedo bailar, tu revolución no me interesa». E. Goldman: Si no puedo bailar, no quiero ser parte de tu revolución [1934], La Mariposa y la Iguana, Buenos Aires, 2017.

5. Ibíd., p. 6.

6. V. Manzano: La era de la juventud en Argentina. Cultura, política y sexualidad desde Perón hasta Videla, FCE, Buenos Aires, 2017.

7. María Laura Schaufler: «Género y cibercultura: figuraciones de la intimidad y el erotismo» en Anales del Congreso XII Mundos Femeninos y XI Fazendo Gênero, Universidad de Santa Catarina, Florianópolis, 2018.

8. M.L. Schaufler: «Feminismo y mediatización: la disputa por los derechos eróticos» en Alejandrina Arhancet, Matías Sbodio, Nicolás Sejas y Ana P. Visintini: Documento de Trabajo No1: Potencia práctica de la filosofía feminista, Politikón, Santa Fe, 2020 y «Potencial erótico de la censura mediática» en LIS No 16, 2016.

9. Silvia Elizalde: «Comunicación. Genealogía e intervenciones en torno al género y la diversidad sexual» en S. Elizalde, Karina Felitti y Graciela Queirolo (coords.): Género y sexualidades en las tramas del saber, Ediciones del Zorzal, Buenos Aires, 2009, p. 11.

10. L. Gotfrit: «Women Dancing Back: Disruption and the Politics of Pleasure» en Journal of Education vol. 170 No 3, 1988, p. 135.

11. J. Hollows: «Feminismo, estudios culturales y cultura popular» en Lectora No 11, 2005. p. 20.

12. S. Elizalde: ob. cit.; Isabel González Díaz: «Mujeres que ‘interrumpen’ procesos: las primeras antologias feministas em los Estúdios Culturales» en Estudos Feministas vol. 17 No 2, 2009.

13. J. Fernández: «Si no puedo perrear no es mi revolución» en Periodismo de Gafas Violeta, 24/7/2013.

14. R.Z. Rivera: «Policing Morality, Mano Dura Style: The Case of Underground Rap and Reggae in Puerto Rico in the Mid-1990s»” en R. Rivera et al. (eds.): Reggaeton, Duke UP, Durham, 2009.

15. José Laguarta Ramírez y Nahomi Galindo Malavé: «El perreo en la era de la reproducción digital. Poder, género y tecnología en la modernidad tardía» en Apuesta. Revista Alternativa de Política y Cultura No 4, 2009.

16. R.Z. Rivera: ob. cit., 2009.

17. En Argentina, se denomina tradicionalmente «villas» o «villas miseria» a los barrios de casas precarias y a menudo sin títulos de dominio regulares dentro de grandes ciudades; a sus habitantes se los llama, despectivamente, «villeros».

18. C. Spataro: «Vagos, drogadictos, delincuentes y machistas: la cumbia villera, el Estado y los medios de comunicación» en Manuel Ugarte y Luis Sanjurjo (comps.): Emergencia: cultura, música y política, Ediciones del CCC, Buenos Aires, 2008.

19. M. Silba y C. Spataro: «Cumbia nena. Letras, relatos y baile según las bailanteras» en Pablo Alabarces y María G. Rodríguez (comps.): Resistencias y mediaciones. Estudios sobre cultura popular, Paidós, Buenos Aires, 2008.

20. M. Svampa: La sociedad excluyente, Taurus, Buenos Aires, 2005, p. 93.

21. F. Trotta: «Prejuicios, incomodidades y rechazos: música, territorialidades y conflictos en el Brasil contemporáneo» en Anthropologica vol. 36 No 40, 2018.

22. M. Herschmann: O funk e o hip hop invadem a cena, UFJR, Río de Janeiro, 2005.

23. F. Trotta: «Samba and Music Market in Brazil in the 1990s» en Martha Tupinamba de Ulhoa, Cláudia Azevedo y F. Trotta (eds.): Made in Brazil: Studies in Popular Music, Routledge, Londres-Nueva York, 2015.

24. Gustavo Blázquez: ¡Bailaló! Género, raza y erotismo en el cuarteto cordobés, Gorla, La Plata, 2014 y «Hacer belleza. Género, raza y clase en la noche de la ciudad de Córdoba» en Astrolabio No 6, 2011.

25. M.L. Schaufler: «Feminismo y mediatización: la disputa por los derechos eróticos», cit.

26. S. Elizalde y K. Felitti: «Vení a sacar la perra que hay en vos» en EG. Revista Interdisciplinaria de Estudios de Género de El Colegio de México vol. 1 No 2, 2015.

27. Jesús Martín-Barbero: «Memoria narrativa e industria cultural» en Comunicación y cultura No 10, 8/1983.

28. E. Illouz: Por qué duele el amor. Una explicación sociológica, Capital Intelectual, Buenos Aires, 2012.

29. Stuart Hall: «Signification, Representation, Ideology: Althusser and the Postestructuralist Debates» en Critical Studies in Mass Communication vol. 2 No 2, 6/1995; Roberto Grandi: «Los estudios culturales: entre texto y contexto, culturas e identidad» en Texto y contexto en los medios de comunicación: Análisis de la información, publicidad, entretenimiento y su consumo, Bosch, Barcelona, 1995.


Mercedes Liska es Doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires (UBA) y etnomusicóloga. Se desempeña como investigadora adjunta del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) de Argentina, con sede en el Instituto de Investigaciones Gino Germani de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA). Es autora del libro Mi culo es mío. Mujeres que bailan como se les canta (Gourmet Musical, Buenos Aires, 2024).

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