La izquierda y ‘Operación Triunfo’: una celebración de la impotencia

1ro de febrero de 2018. Fuente: La Marea

“Es desconcertante que se aplique la palabra clasismo a quien critica un producto de una multinacional y no a quien mira para otro lado frente a la situación de quienes trabajan en la música”.

Por Daniel Bernabé

No me gusta Operación Triunfo, el trap y el reggaeton, como tampoco me gustan el pescado hervido, las películas de Isabel Coixet o las camisas con colores pastel. Me gustan Baroja y Galdós, pero por otro lado encuentro tedioso a Stendhal, salvo cuando describe Waterloo en la Cartuja de Parma. Hay un programa norteamericano sobre la compra de vestidos de bodas donde la mezquindad de los dueños de la tienda me parece tronchante. Hasta el final de mi adolescencia sentía apego por el Real Madrid y los parques de atracciones me parecían divertidos. Ahora no me identifico con ese equipo de fútbol y la montaña rusa me da miedo. Siento una especial conmoción frente a las pinturas de Gutiérrez Solana, no así frente a las de Jackson Pollock. Prefiero las hamburguesas al caviar, entre otras cosas porque nunca he probado el segundo. No me gustan las discotecas y sí los bares pequeños, prefiero calzar brogues a castellanos y he desarrollado un curioso apego por el Julio Iglesias pre-Miami.

No se asusten. Este no es un artículo sobre preferencias culturales, que es lo que suelen resultar la mayoría de columnas de escritores sexagenarios reconocidos, y sí sobre el porqué de esas preferencias. Me es indiferente si les gusta Operación Triunfo, no así las lecturas políticas en torno a ese gusto.

El anterior listado de preferencias nos vale para observar que la cultura puede ser un libro reconocido por el canon o aquel que se vende en un kiosco, pero también eso que abarca espacios tan dispares como la gastronomía, la moda o los deportes. Nuestros gustos culturales pueden cambiar con el tiempo, ser influidos por agentes externos y resultar contradictorios con quien se supone que somos. Por otro lado, parece que nuestros gustos están determinados por nuestras posibilidades materiales. Muchos de ellos no tienen mayor explicación o suceden por una suma de elementos imponderables, por lo cual no tiene demasiado sentido debatir sobre gustos, moralizar la preferencia.

Si la cultura nos interesa en este artículo lo hace desde su vertiente política, puesto que es la cultura quien tiene un importante papel en la construcción de la identidad y la identidad en la construcción de la ideología. ¿Pero por qué tratarlo justo ahora?

La razón es la creciente tendencia en la izquierda a celebrar todo aquello que se considera popular por encima de aquello que se tacha de elitista. Operación Triunfo concita la simpatía de críticos, políticos y activistas por ser favorable a valores como la diversidad. Criticar OT es quedar como un snob, incluso quizás como un clasista o un adicto a la superioridad moral. Quien escribe considera a esta tendencia una empanada mental del tamaño del lago Victoria. Saquen su machete y síganme, es hora de despejar el camino.

Alta cultura, cultura popular y cultura masiva

Parafraseando a Eagleton, es cierto que Operación Triunfo llega a mucha gente corriente, lo mismo que sucede con la varicela. Que un producto cultural sea masivo solo nos indica su éxito en un mercado, no su categoría de popular. Si entendemos lo popular como aquello que viene del pueblo, el chotis y las sevillanas son cultura popular, aunque el primero esté muy poco extendido y las segundas sean masivas hasta en Japón. Por otro lado, los encierros taurinos o los piropos son parte de la cultura popular y sin embargo la izquierda no parece simpatizar con ellos. Las peleas a bastonazos con los contendientes enterrados hasta la cintura eran parte de nuestro acervo popular aunque hoy por suerte están felizmente extinguidas. Primera conclusión, popular y masivo no son lo mismo. Segunda conclusión, que algo sea parte de la tradición cultural de un pueblo, que algo sea popular, no significa necesariamente que sea progresista.

También podemos entender cultura popular como aquello que está contrapuesto a la alta cultura. Si la alta cultura es el conjunto de prácticas artísticas reconocidas por la academia, la cultura de consumo es aquel producto que surge de su conversión en una industria capitalista.

El Emperador Carlos V de Tiziano es alta cultura, el Spiderman de Lee y Ditko es cultura de consumo. Hoy las obras de Dickens son consideradas alta cultura, pero en el siglo XIX eran parte de la cultura popular que se publicaba en prensa de forma seriada. Cuando Las Tortugas Ninja son bautizadas con nombres de pintores renacentistas, la alta cultura se vuelve cultura de consumo, al igual que cuando Klimt se reproduce para colgarse en un retrete. Existe alta cultura masiva, como las representaciones de las obras de Shakespeare y cultura pop masiva, como el musical de El rey León. Hay alta cultura minoritaria, como un concierto de Bela Bartok y cultura pop minoritaria, como un concierto de Melange. A la alta cultura se le supone por definición un dominio total de la técnica artística, lo que no resta para que el Fifth Dimensions de los Byrds o Tiburón de Spielberg demuestren un alto dominio de sus respectivas disciplinas.

Es decir, la diferencia entre alta cultura y cultura pop no se da tanto por su capacidad de ejecución artística sino por su relación con la reproducción y el consumo. Las categorías no están siempre claras y tanto la alta cultura como la cultura pop pueden ser masivas o minoritarias.

La propuesta de la alta cultura suele seguir un canon reglamentado en el intento de obtener mejores resultados artísticos. La cultura pop puede seguir ese canon, pero lo que la impulsa es su adecuación para el consumo y la reproducción de lugares comunes. Es decir, Ciudadano Kane es infinitamente más rica en profundidad narrativa, conflicto y técnica cinematográfica que American Ninja, independientemente de que ambas nos parezcan películas estupendas o infumables.

Por otro lado, la alta cultura ha tenido una utilización aspiracional con el fin de reforzar el estatus, por lo que mucha gente la empezó a ver con antipatía, como algo elitista. Los ricos no iban al Liceo porque tuvieran una mayor sensibilidad para el bel canto, sino para marcar sus diferencias de clase con los trabajadores que iban a la verbena.

En nuestra contemporaneidad, antes de la Segunda Guerra Mundial, existía cultura popular como folclore y tradiciones y una naciente cultura popular de consumo limitada por el relativo tamaño de su industria, centrada especialmente en lo editorial y teatral, con géneros sencillos y accesibles a una clase trabajadora que carecía de educación reglada.

De ahí que los ateneos obreros, los sindicatos y los partidos de izquierda disputaran la alta cultura a la burguesía. Instruyendo a los trabajadores y produciendo directamente materiales que acercaran la cultura a las masas. El obrero anarquista o comunista hacía un esfuerzo, individual y colectivo, por formarse no solo política sino culturalmente. Los artistas que simpatizaban con la izquierda, la mayoría de clase media, planificaban sus obras para que tuvieran la calidad de la alta cultura pero fueran accesibles por todos. La nueva sociedad se construía con piquetes y huelgas pero también con páginas y fotogramas.

Tras la Segunda Guerra Mundial, las industrias de la cultura de consumo se desarrollaron exponencialmente, creando una sociedad del entretenimiento. Podríamos discutir si esta industria del entretenimiento tenía un fin político, en el sentido de colonizar el tiempo libre con distracciones, o fue tan solo un desarrollo económico inevitable, lo cual se escapa al tamaño de este texto. Sí dejar claro que mediante la industria del entretenimiento se borró en gran parte la cultura popular entendida como tradicional o folclórica. Lo cierto es que la cultura pop fue y es un extraordinario vehículo para transmitir valores, mucho más al menos que la capacidad de creación de cultura, de comunidad e identidad, que partidos y sindicatos de izquierda podían ofrecer.

La cultura popular de consumo, aunque se utilizó dirigidamente con fines reaccionarios, véanse por ejemplo las relaciones entre cómic y macartismo, en su mayor parte reflejó la hegemonía de la izquierda en el ámbito creativo. Podemos discutir cuál fue la verdadera penetración en la clase trabajadora de los valores defendidos por Godard, Jacques Brel, los angry young men o el Boom Latinoamericano, no de la abrumadora superioridad en número y calidad de la izquierda en la cultura pop. Incluso la cultura con fines puramente de entretenimiento recogía con asiduidad si no ideas explícitamente progresistas, sí el conflicto social. Detrás de las viñetas de Rogue Trooper, los planos de Rocky o los acordes del Setting Songs no estaba el partido comunista, pero sí existía un cuestionamiento del orden existente.

La reacción neoliberal colonizó también la cultura y, aunque la cronología y profundidad cambie dependiendo de la disciplina, podemos decir que desde los noventa la cultura de consumo en el ámbito masivo es hegemónicamente de derechas. Por supuesto que hay excepciones, pero sobre todo un repliegue de lo progresista hacia lo considerado como independiente y minoritario, realmente un regodeo en la especificidad y la diferencia. Por otro lado, las contraculturas ofrecieron a muchos jóvenes disconformes una salida a lo pautado que se leyó como trinchera de resistencia aunque fue, más a menudo de lo deseado, refugio solipsista.

Y llegamos a nuestro presente donde todo este análisis y recorrido queda sepultado en favor de un entusiasmo hacia la nada.

Operación Triunfo como populismo de la mercancía

Operación Triunfo no es cultura popular, por mucho que ahora se insista en ello. Se diría, siguiendo las cuentas de Twitter de Izquierda Unida o Íñigo Errejón, que detrás de este producto está alguna asociación de ocio y tiempo libre de Villaverde, el club de amigos de la jota leonesa o una red de activismo LGTB, y no una de las productoras audiovisuales más potentes del país. Aunque OT se emite en la televisión pública, su productora es Gestmusic, empresa propiedad de la filial española de Endemol Shine Group, un gigante multinacional participado por el fondo de inversión Apollo y la 21st Century Fox. En nuestro país, Gestmusic factura unos 30 millones de euros anuales y su empresa matriz es responsable de decenas de programas como Gran Hermano, Masterchef, La Isla, Tu cara me suena o Isabel. Aunque se desconoce cuánto le cuesta OT a la televisión pública, se estima un coste de 700.000 euros por gala, al parecer un buen precio de mercado. Lo que cabría preguntarse es cómo entiende RTVE la izquierda parlamentaria de este país.

La cuestión que impulsaba este texto, recordamos, no es si este espacio televisivo nos agrada o mucho menos si sus resultados musicales son artísticamente notables o deficientes, sino qué valores encierra el producto OT y por qué la izquierda se equivoca al pensarlos positivos y populares.

Operación Triunfo forma parte de una segunda ola de telerrealidad, donde el papel de sus concursantes –no alumnos– no se limita a hacer el vago y revolcarse bajo los edredones como en Gran Hermano. Lo cual no implica que OT sea un programa sobre música, de la misma forma que Masterchef no lo es de cocina y las aventuras y desventuras de Chicote no lo son sobre restauración. El valor principal de estos espacios es uno bien neoliberal, aquel que viene a decir que la dedicación y el esfuerzo, en abstracto, conducen al triunfo, obviando siempre cualquier factor corrector de esa carrera como la clase social y el diferente acceso de oportunidades que conlleva. El mismo mensaje de cualquier libro de autoayuda salvo que vestido con las ropas de la cultura y la diversidad.

Una dedicación y un esfuerzo adulterados, desiguales, como sucede en cualquier escenario neoliberal. Miles de grupos, orquestas y solistas se dejan horas en locales de ensayo, en conciertos donde no siempre les pagan lo estipulado ni se cumple la legislación, incluso perdiendo la vida en la carretera en accidentes laborales in itinere, recibiendo una atención menguante por parte del público, los medios y las instituciones. Los concursantes del programa no tienen la culpa, serán arrojados al basurero del olvido tan pronto como se apaguen los focos, por lo que, disculpen que les amargue su fiesta, me resulta desconcertante que se aplique la palabra clasismo a quien critica un producto de una multinacional y no a quien mira para otro lado frente a la situación de los trabajadores de la música.

Si OT fuera un programa estrictamente musical y su academia no una casa-de-Guadalix con pretensiones, no habría necesidad de que España decidiera quién permanece y quién acaba en el ostracismo. Porque OT, en último término, va de eso, de que para triunfar hay que dejar por el camino a tus compañeros y compañeras, de que el éxito solo es posible en la medida en que otro fracasa. Imaginen una OT en la que los espectadores siguen la evolución de un grupo de 18 alumnos y disfrutan, precisamente, de cómo una persona mediante un método reglado de enseñanza puede desarrollar su talento musical. Sin la emoción de la elección, del coso romano con un gladiador sobre la arena no es lo mismo, ¿verdad?

No estamos afirmado que millones de personas, por ver cada semana Operación Triunfo, se vayan a transformar en Gordon Gekko, de la misma manera que yo no me voy a volver un galán tardofranquista por cantar, con desigual suerte, Soy un truhán, soy un señor. Por suerte, la construcción de la identidad es algo más compleja. Ahora bien, si afirmamos que la representación de la diversidad sexual en OT tiene un efecto positivo en la sociedad, al menos más que si reivindicaran la supremacía de la raza aria, de la misma forma deberíamos afirmar que los valores neoliberales subyacentes de este espacio también calan como la gota malaya en sus espectadores. Sobre todo cuando el espíritu individualista y aspiracional se repite en la gran mayoría de los espacios de entretenimiento.

Tampoco afirmamos que detrás de OT exista ningún plan maestro conspirativo del Club Bilderberg. Seguramente muchas de las personas que trabajan en el programa se consideren a sí mismas progresistas. Lo que por desgracias no las libra, no nos libra, de replicar unos valores neoliberales que ya no son ideología política sino el único modo en que entendemos pueden funcionar las cosas.

Aun imaginando que OT fuera un espacio ideológicamente neutro, cosa imposible, la actitud de la izquierda hacia el mismo dice mucho más de su incapacidad que de una táctica brillante para reapropiarse de la cultura de consumo masiva. Como la izquierda asume que el único escenario posible es el existente, trata al concepto de cultura en general como un campo de creatividades individuales, a la alta cultura como un medio para generar turismo y a la cultura pop como algo sobre lo que verter sus opiniones y realizar alguna pizpireta deconstrucción.

Así la cultura de consumo de masas, que eminentemente juega en el terreno de la esfera pública, queda por completo en manos privadas. Incluso en la tele pública del PSOE de los ochenta existía una política cultural premeditada, mientras que ahora lo único que resta es que el gestor elija propuestas de productoras privadas con el fin último de la audiencia, donde a lo máximo que se aspira ya es al discurso motivacional y a la simpatía con lo diverso pero donde no cabe un ¡Viva el mal, viva el capital!

Y más allá del aspecto institucional televisivo, parece que lo único que nos queda es celebrar lo existente, construyendo fantasmagorías a su alrededor para edulcorar nuestro sueño. De esta manera, como el trap triunfa entre los jóvenes de clase trabajadora (entre algunos de ellos, por mucho que se exagere su importancia), entonces el trap es popular, entonces es anti-elitista, entonces debe ser reivindicado por la izquierda. Que el trap triunfe puede tener que ver con muchos factores, entre otros la descripción emocional sobre la falta de horizontes y posibilidades cotidianas. Lo paradójico es que mientras que con The Clash existía una reacción furiosa ante esos horizontes, este estilo los celebra, regodeándose en el consumo, el individualismo y la superficialidad. Lo extraño, cabe esta vez conjeturar, es que justo cuando el rap español parecía escorarse hacia la izquierda, de repente los apóstoles del nihilismo autotune sean elegidos por los prescriptores de tendencias como representantes únicos de la juventud.

Se diría que como la izquierda carece por completo de un análisis serio en torno al hecho cultural, lo único que le queda es deconstruir la última de Mad Max, inventarse una mitología liberadora en torno al reaggeton y adosarse artificialmente vía tuit al último éxito televisivo, a ver si aparenta normalidad y pesca algún voto. Lo desastroso es que como la normalidad es neoliberalismo no se impugna al enemigo sino que se le refuerza. En una espiral decadente ya se califica de elitista reclamar a Luisa Carnés por encima del best-seller, de pollavieja al que reivindica a los Housemartins por encima de niñatos a los que no se les va el egoísmo de la boca. Tanto que muchos ya solo se atreven a decir lo que les ha divertido Paquita Salas por el miedo a que compartir un vídeo de Terrorismo de autor les cuelgue el sambenito de moralmente superiores. Esto no es izquierda, es un atroz populismo de la mercancía.

Se diría que el activismo celebra su impotencia en vez de pensar en su potencialidad. Se diría que nos espera un futuro en el que ya no cabrá ser de derechas ni de izquierdas, tan solo elegir entre los Javis o Bertín.

Daniel Bernabé en La Marea


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