Una conversación entre los autores de ‘Franco, de héroe a figura cómica en la cultura contemporánea’ y ‘Franco desenterrado’

¿Nuestra fijación en el dictador nos ha cegado ante los legados de su régimen?

28 de julio. Fuente: Contexto

A más de tres años de la controvertida exhumación de sus restos del Valle de Cuelgamuros, Francisco Franco sigue dando que hablar. En febrero de 2022, salió Franco, de héroe a figura cómica en la cultura contemporánea(Tirant), libro en que la historiadora Matilde Eiroa, de la Universidad Carlos III, repasa la evolución de la imagen –mitificada o ridiculizada– del dictador desde la Guerra Civil hasta hoy. Ese mismo mes, apareció un libro de Sebastiaan Faber, Franco desenterrado (Pasado & Presente), que intenta identificar cuáles son los legados del franquismo que aún perduran en la España actual. Una buena excusa para un diálogo entre los dos libros a través de sus autores.

Por Sebastiaan Faber / Matilde Eiroa

SF: ¿De dónde surgió la idea de investigar la construcción y evolución de la imagen de Franco?

ME: Cuando leí un libro de Gavriel Rosenfeld que analizaba la imagen de Hitler en la cultura y el modo en que se consigue normalizar esta figura. Se me ocurrió que podía hacer algo así para Franco, al que, por otra parte, no se suele incluir en los estudios publicados en Europa y en Estados Unidos que analizan las imágenes de los dictadores. Es el caso de la obra de Frank Dikötter sobre el culto a la personalidad de Mussolini, Hitler, Stalin, Mao, Kim Il Sung, Duvalier, Ceauçescu y Mengistu de Etiopía. Franco es ignorado.

Aunque celebra que la cultura popular haya desmitificado a Franco, en su libro no deja de ser crítica. No le gusta, por ejemplo, cómo Alejandro Amenábar retrata a Franco en Mientras dure la guerra, su película sobre los últimos meses de Unamuno.

Más allá de que los directores de películas de ficción pueden hacer lo que quieran, me decepcionó que representara a Franco como un personaje apocado, tímido, confirmando la imagen de hombre casi pacífico que no quería subir al poder, sino que le empujaron. Sabemos que Franco en aquel momento no era así. De hecho, esa imagen errónea nos llega desde la propia dictadura.

¿Quiere decir que Amenábar toma prestados elementos del retrato franquista del dictador?

Yo quizás no lo diría en esos términos, pero sí. En la película, Franco sale como una persona más bien retraída y además piadosa. Se le ve ir a misa con su mujer, por ejemplo. En fin, me pareció una ocasión perdida, sobre todo en vista de la enorme popularidad de la película. Podría haber transmitido una imagen del dictador más acorde con la realidad histórica.

¿Le parece que ese retrato poco riguroso de Franco cumple una función determinada en el propósito político de la película? Lo pregunto porque, para mí, Amenábar no solo propone una lectura específica de la Guerra Civil, sino que también nos anima a adoptar una posición muy determinada ante ese pasado desde nuestro presente.

No estoy segura si atribuirlo a una agenda política o al desconocimiento de la historia por parte de los autores del guion.

Quizá mi lectura sea demasiado escéptica. Pero llevo tiempo pensando que la representación, digamos, interesada de Franco como personaje histórico, aunque sea un retrato aparentemente crítico, ha servido como elemento clave en relatos revisionistas de la Guerra Civil y del propio franquismo. En ese sentido, Mientras dure la guerra, de 2019, se empareja con Soldados de Salamina, la novela de Javier Cercas de 2001. En Soldados, el retrato poco halagador de Franco como personaje mezquino y apocado le sirve al narrador para construir una imagen más humana y simpática de Rafael Sánchez Mazas, el falangista. Algo así me parece que ocurre en la película de Amenábar, donde el retrato simplificado de Franco sirve para que el personaje de Unamuno cobre más complejidad humana. Amenábar, por su parte, al centrarse en el dilema moral de un Unamuno desencantado tanto con la República como con los rebeldes, parece querer reivindicar una idea muy de nuestro tiempo: de que nunca es buena idea luchar por ideas políticas con medios violentos. El problema no solo es que esa idea sea ahistórica, sino que fácilmente lleva a una posición equidistante, que rechaza –por recurrir al cliché– los desmanes de ambos bandos en un conflicto trágicamente fratricida. Una idea, por cierto, que ya aparece en los años 50 en las novelas de Gironella y que se generaliza en la España franquista a partir de los años 60. En democracia, ha dado pie a la idea de una tercera España, tan anticomunista como antifascista (aunque siempre más lo primero que lo segundo), que se presenta como la única reivindicable desde nuestro presente político.

Ahora que lo dices, veo que en la película de Amenábar el personaje de Unamuno encarna esa figura de la equidistancia. Es tanto más lamentable que, con la potencia que tiene el cine como medio de masas, Mientras dure la guerra vuelva a repetir una serie de clichés que la investigación histórica ha desechado desde hace tiempo.

De hecho, una pregunta que me planteó la lectura de su libro es si la imagen de Franco y el enfoque biográfico en él como persona –o incluso su conversión en figura cómica, fácil objeto de burla– no han servido como distracción: como una excusa para no hablar del franquismo como un fenómeno político y social mucho más duradero que la figura del dictador.

Ahí das en el clavo. La imagen de Franco que perdura en los años de democracia es efectivamente una imagen aislada. Incluso ahora, a 15 años de la primera Ley de Memoria Histórica, de lo que se habla es de quién fue, de las propiedades que tuvo y que hay que expropiar, de la exhumación de sus restos, etcétera. Pero así se deslinda absolutamente a Franco de la sociedad que le acompañó, como indican varios de los entrevistados en tu libro. Hay todavía un tremendo desconocimiento con respecto a las empresas, los grupos sociales o las instituciones privadas que le apoyaron y que, en cierto modo, siguen cosechando los frutos de ese apoyo, porque estuvieron situados en una posición de privilegio en tiempos de la Transición y ahí siguen.

En ese sentido, ¿la imagen de Franco ha servido para desviar la atención de todas esas complicidades?

En efecto. Se ve claramente en el discurso de Vox y del Partido Popular, por ejemplo. A ninguno de estos partidos les gusta hablar de Franco. Es más cuando hablan es para criticar el hecho de que la izquierda se refiera a este personaje, que consideran del pasado y sin interés en la actualidad. Sin embargo, entre sus afiliados se encuentran los apellidos de antiguos ministros del franquismo, propietarios, terratenientes, y colectivos de apoyo a la dictadura. No quieren revelar sus conexiones con esta historia, a la que no reconocen y que es siempre problemática. Más bien pretenden vincularse al presente, como una opción política viva, válida para nuestros días. Frente a esta posición, presentan a la izquierda como una opción trasnochada pendiente de Franco y de asuntos de una historia remota que no afectan a los ciudadanos.

Entonces, si la entiendo bien, la operación cosmética ha sido doble: primero, concentrar el conjunto de asociaciones negativas y responsabilidades del franquismo en la figura del dictador; segundo, deshacerse de esa figura.

Exacto. Como describo en mi libro, en los primeros años de la Transición prevalecía mucho la idea de que “con Franco vivíamos mejor”. Pues hoy ya pocos dicen eso. El relato de la derecha y la extrema derecha insiste en que Franco trajo la modernidad, la Seguridad Social, los pantanos, etcétera; pero se ve claramente que, excepción hecha de franjas muy marginales, incluso para la extrema derecha, Franco ya no es reivindicable como personaje, como sí lo son, curiosamente, figuras más lejanas en la historia, como Pelayo, el Cid o los Reyes Católicos.

Esta idea de un franquismo que ha podido sobrevivir deshaciéndose de Franco, me ayuda a explicar la diversidad de opiniones que parece existir en España hoy sobre los legados del franquismo. Las personas con las que hablo sobre el tema en mi libro me dieron visiones sorprendentemente divergentes. Pero su desacuerdo es en parte nominal: ¿hasta qué punto cabe tildar de “franquistas” fenómenos como la corrupción política o la presencia dominante de perspectivas reaccionarias en la cúpula judicial? Para algunos, se trata de manifestaciones actuales de fenómenos que nos llegan del siglo XIX; para otros, responden a fenómenos mucho más recientes y no necesariamente limitados a España. Pero la aparente lejanía de la España actual de un Franco reducido a figura anacrónica –rancia, casposa– no deja de ser engañosa. En ese sentido, ¿cómo valora el trabajo de un historiador norteamericano como Stanley Payne, que, por jubiladísimo que esté, parece empeñado en hacer apología del dictador?

Bueno, como es sabido, Payne se ha metido en un círculo de autores que podríamos llamar neofranquistas, negacionistas de la represión y propagadores de una visión hagiográfica de Franco. Académicamente, desde luego, sus trabajos recientes son muy cuestionados. De hecho, hace unos años en la revista Hispania Nova se publicó un especialsobre la biografía de Franco que sacó Payne junto con Jesús Palacios, en que el libro no quedó muy bien parado.

¿Cómo interpreta usted esa deriva de quien, en su día, era un historiador respetado?

No lo sé. Puede ser una cuestión de edad: al fin y al cabo, mucha gente al hacerse mayor se hace conservadora. Pero Payne definitivamente parece haber perdido las claves de la profesión, es decir, la búsqueda de fuentes, la contrastación, el análisis y la crítica de la información contenida en ellas. Puede que le haya podido el ego, dado que los círculos en que se mueve no paran de ensalzarlo. En el mundo académico español, en cambio, no tiene mucho eco a excepción de alguna universidad privada católica, muy vinculada a la derecha, o a periodistas, polemistas y ensayistas con esta visión neofranquista.

Por otra parte, Payne y compañía no dejan de tener tirón con los lectores.

Lamentablemente es así, al igual que otros libros que reproducen los mismos mitos que se difundieron durante la dictadura. No solo es porque sean autores que presentan narrativas sencillas. Ofrecen relatos con los que sus lectores se identifican, porque son los que aprendieron cuando estaban en el colegio.

Parece que esos relatos e imágenes aprendidos de joven son dificilísimos de modificar, también porque con el tiempo suelen cobrar un gran peso emocional. Y muchas veces se vinculan con la identidad de las personas.

Exacto. Es duro para muchos que alguien les diga: “Oiga, el conocimiento que usted tenía de la historia reciente, bueno, resulta que no es así. Hoy sabemos, porque lo hemos investigado, que los hechos transcurrieron de otra manera”. Eso genera mucho rechazo. Por eso, precisamente, el fenómeno de Payne y compañía no es nada despreciable.

¿Cómo ve el estado de salud de la historiografía académica española sobre el franquismo?

Muy bueno. No se trabaja tanto sobre la biografía de Franco, aunque tenemos mucha información sobre su trayectoria que le dibuja como un personaje nada heroico ni altruista. Léanse, entre otras obras, las escritas por Ángel Viñas. Hay muchos historiadores que han contribuido con sus investigaciones a que conozcamos bastante bien la represión, el segundo franquismo, los lugares de memoria, etcétera. Faltan todavía muchas cosas por saber. Por ejemplo, todo el tema, precisamente, de las empresas vinculadas al franquismo, o las incautaciones de las propiedades de los vencidos.

En ese sentido, ¿el acceso a los archivos sigue presentando problemas?

Algo de eso sigue habiendo, aunque con las leyes de memoria cada vez se van abriendo más. La cuestión ya no es solo que no permitan ver materiales, sino que no hay personal para sacar la cantidad de información que está ahí almacenada y que durante años nadie ha tocado. A estas alturas, creo que el principal problema de los archivos es la falta de archiveros.

¿Y cómo valora la cobertura de la historia del franquismo por los medios?

Muy positivamente, la verdad. Claro que se podría hacer mucho más, sobre todo en televisión, que llega a más gente. En la prensa, ya desde antes de la ley de 2007, ha habido medios, como Público, con buenas secciones de memoria. Desde entonces, cabeceras como Contexto, InfoLibre, La Marea o ElDiario han hecho un trabajo bastante espectacular. A veces publican noticias sobre el franquismo que son poco conocidas o difunden resultados de investigaciones de los historiadores. Otras veces aprovechan las efemérides para publicar reportajes muy interesantes y de gran valor divulgativo. Por otra parte, la cobertura desde Televisión Española ha sido muy reducida, sobre todo teniendo en cuenta todo el material que tienen a mano, para empezar, del No-Do.

¿Y las televisiones públicas periféricas, de Catalunya y Euskadi por ejemplo?

Esas sí que han tenido un papel muy importante, incluso pionero. También Canal Sur y su radio pública. Pero en ese sentido, la situación a nivel autonómico es muy desigual. Los medios públicos de la Comunidad de Madrid, no han hecho prácticamente nada.

Con todo, dudo a veces que incluso la mejor cobertura mediática logre modificar la visión de nadie sobre el pasado, dado precisamente lo que estábamos hablando hace un momento: que son relatos que la gente tiene muy asumidos, incluso a nivel afectivo. Y a eso le agregas la polarización política y la fragmentación del paisaje mediático, me pregunto cuánto margen de impacto hay en la práctica.

Estoy de acuerdo en que quienes tienen muy arraigado un relato específico de la historia de España no van a cambiar. Pero no hay que olvidar que hay mucha gente que desconoce absolutamente lo que pasó. En ese sentido, los medios están cumpliendo un papel importante de difusión del conocimiento, aunque sea un conocimiento, digamos, parcial, muchas veces no muy bien contextualizado. A pesar de ello, los medios están contribuyendo a formar la opinión pública sobre el franquismo.

En su libro, apunta que la resistencia que encuentra esa labor didáctica tiene una dimensión internacional. Cito del epílogo: “La perseverancia del discurso oficial de la dictadura sobre las bondades de quien fue su máximo líder, perpetuado desde la democracia hasta nuestros días y expandido a través de Internet. La exaltación de Franco y su régimen es el resultado de una poderosa ola de revisionismo y de normalización de personajes antidemocráticos que ha invadido numerosos países occidentales en el siglo XXI”.

Sí, no hay que perder de vista que el auge revisionista de derechas es un fenómeno que va mucho más allá de las fronteras españolas. Y, como ya comentaba hace un momento, me parece muy importante estudiar a Franco y al franquismo en un marco comparado, al lado, por ejemplo, de Hitler y Mussolini. No tiene sentido excluir España de la historia de los fascismos europeos, ni tampoco de los neofascismos. En ese sentido me alegró ver que tú, en la conclusión a tu libro, coincides en ese rechazo de la mirada excepcionalista, insistiendo que España “no es tan diferente” de lo que aún se suele presuponer. Apuntas que, por un lado, “la invocación orgullosa de un pasado heroico ha sido un elemento clave del discurso de la ultraderecha en todo el mundo”, pero por otro, “los interrogantes que debe afrontar España tras el traslado del cuerpo de Franco no son exclusivos del caso español”. Entre las preguntas que enumeras allí, las que más resuenan con mi trabajo son las dos últimas: “¿Cuál debe ser el papel de la historia en una práctica política constantemente preocupada por el presente y el futuro? Mientras lidiamos con los retos más urgentes del presente, ¿cuán importante es considerar la forma que escogemos para explicar y recordar (o silenciar y olvidar) el pasado?”


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