Capitalismo y propiedad intelectual, trabajo y derechos de autor y II

18 de junio de 2012.

La hipotética abolición de la propiedad intelectual y/o generalización del copyleft no sería en absoluto anticapitalista ni aseguraría la cultura libre (como sucedió durante la Revolución Francesa). Esta abolición sólo perjudicaría a las tradicionales industrias culturales y EEGG, beneficiando a nuevos capitalistas digitales que operan en internet. Están surgiendo nuevos monopolios en el seno de internet casi imposibles de sortear: hablamos de Amazon, eBay, PayPal, Apple o Google.

Última parte de un trabajo de DGA (Comunes y Cultura Libre) para Nodo50

Entidades de gestión

Las entidades de gestión de derechos de autor nunca han sido entes públicos; siempre han sido asociaciones privadas que empezaron a crearse a mediados del siglo XIX, al comenzar la explotación comercial de la música y el teatro. Las hagiografías de las entidades de gestión -EEGG a partir de ahora- marcan su origen en el litigio entre el local Les Ambassadeurs con los compositores Paul Henrion y Victor Parizoy junto al escritor Ernest Bourget. La versión oficial es que todo comenzó porque una noche se negaron a pagar su abultada cuenta, ya que en el local se escuchaban regularmente sus composiciones y no les llegaba ningún dinero por ello. Lo que no se suele contar es que estos tres autores estuvieron desde un principio azuzados por el editor Jules Colombier, quien sufragó todos los gastos legales del juicio que se hizo contra Les Ambassadeurs. Este conflicto propició el origen de la primera EEGG de la historia, la SACEM. Desde este momento las EEGG se convirtieron en intermediarios dentro de la industria cultural, acoplándose a la cadena de valor generada por los productos culturales. Las funciones más importantes de las EEGG han sido la defensa como lobby de la propiedad intelectual y la lucha contra las sucesivas formas de piratería de productos culturales.

Las industrias culturales y las EEGG históricamente han instrumentalizado figuras como la del autor romántico, el genio solitario, el bohemio, el intelectual, etc. con vistas a reforzar y extender las diferentes legislaciones sobre propiedad intelectual. La instrumentalización se da a través de un aparente discurso social: se argumenta la necesidad de que existan ingresos regulares para los creadores, quienes nunca tienen asegurado de antemano el éxito comercial de sus obras. Esos ingresos regulares (que, como luego veremos, los reciben sólo una minoría) se obtienen por el cobro de derechos de autor que las EEGG recaudan. Pero la clave del asunto es que, además de los autores, cobran por estos derechos las editoriales, ya que por contrato se suelen llevar hasta un 50% de los beneficios. La realidad, por tanto, es que las EEGG nacen impulsadas por los intereses económicos de las editoriales y así poder obtener mayores beneficios por derechos de autor, recompensando de paso a los autores de más éxito, que son la minoría que sí recibe cifras significativas por esos derechos. A estos derechos de autor habría que empezar a llamarlos por su nombre, derechos editoriales, ya que la propiedad intelectual sobre las obras dura hasta 70 años después de la muerte del autor, beneficiando esta duración únicamente a las industrias culturales.

Además de los ya comentados beneficios económicos vía derechos de autor, a las industrias culturales la propiedad intelectual le otorga control sobre sobre su capital y sobre el mercado. Al ostentar las editoriales la propiedad intelectual y los derechos sobre las obras, pueden comercializarlas de tal manera que se genere una escasez artificial de productos culturales, impidiendo que otras editoriales los comercialicen y compitan en precios. Todo este entramado de industria-EEGG legitima siempre su actividad en el interés que tienen en que a los autores se les remunere de manera justa aunque, como vemos, este discurso no se sostiene. Únicamente los autores que más interesan a las industrias culturales -evidentemente, los de más éxito o, con más precisión, los que más beneficios generan con sus ventas- son los que acceden a cantidades significativas en concepto de derechos de autor.

El caso español es la historia de una degradación constante, ya que el origen de las EEGG fue la búsqueda de la autogestión por parte de los autores frente al monopolio de los llamados copistas. Los copistas eran editores de partituras musicales y libretos teatrales que, en el XIX y principios del XX, decidían unilateralmente las cantidades que se pagaba a los autores por sus obras y la difusión de éstas, teniendo un control absoluto sobre el mercado. Tras múltiples vicisitudes [1], las llamadas Sociedades de Gestión (luego entidades de gestión) ganaron la batalla a los copistas. Posteriormente la SGAE sufrió una evolución convergente con el resto de EEGG a nivel europeo y mundial, sobre todo desde la Transición [2]. Las EEGG generalizaron un modelo que aparentemente tiene como objetivo remunerar a los creadores, pero que en la práctica a quien beneficia es a las editoriales y a los autores de éxito: sólo un 4% de los socios de la SGAE cobra más del salario mínimo interprofesional en concepto de derechos de autor.

Derechos de autor como derechos sociales vs abolición de la propiedad intelectual

La SGAE y resto de entidades de gestión han implantado un modelo que los anglosajones caracterizan como winner-take-all (el ganador se lleva todo, como en las casinos). Hemos visto el pequeño porcentaje de autores en la SGAE que se lleva cifras mínimamente relevantes en concepto de derechos. Y es que Teddy Bautista tenía claro su modelo especulativo de propiedad intelectual, cuando declaraba "la SGAE no es un sindicato, sino una entidad administrativa de representación proporcional en la que los votos son como acciones". Hay que contraponer a este nefasto modelo especulativo una visión de los derechos de autor como derechos sociales, una propiedad intelectual orientada a beneficiar sobre todo a los creadores y a su público, no a los capitalistas e intermediarios que extraen beneficios de la propiedad intelectual.

Un Estatuto de los Trabajadores en un tablón, sin sindicatos que lo hagan valer, es algo inútil. Pasaría algo análogo con el trabajo cultural: el logo de Creative Commons en una obra tampoco implica nada si no hay instancias colectivas que defiendan este tipo de licencias. En el nuevo contexto social el mundo del trabajo cultural tiene que aprender a organizarse en una manera análoga a como lo hicieron históricamente otros ámbitos: huir de las soluciones individuales a problemas colectivos.

Y si el entramado industria-EEGG instrumentalizó figuras como la del autor romántico o el intelectual (como apuntamos antes), desde el copyleft y la cultura libre se cae en las mismas mistificaciones. Iconos dentro del ideario de la cultura libre como la del hacker/desarrollador de software libre que deja sus programas gratis y vive del soporte, o los creadores a los que internet les habría permitido eliminar intermediarios y estar en contacto directo con su público (no hay demasiados ejemplos de esto último). El trabajo cultural ha salido del fuego del entramado clásico de industrias-EEGG para caer en las brasas del nuevo capitalismo digital y su extraña alianza con sectores hegemónicos dentro del copyleft. Estas posturas ciber-optimistas nos anuncian que, una vez liquidada la arcaica propiedad intelectual, una nueva Mano Invisible nos hará a todos (creadores y consumidores de productos culturales) ricos y felices en la red, gracias a las licencias libres. Asistimos al asalto final de los adeptos a la ideología californiana [3].

El movimiento copyleft y de cultura libre ha revolucionado el mundo del software y de las industrias culturales, diseñando licencias que superan el paradigma de “todos los derechos reservados”. Con estas licencias se ha posibilitado la aparición de creaciones (de todo tipo) en la forma de lo que economistas como Elinor Ostrom caracterizarían de bienes públicos: bienes que están disponible para todos y de los que el uso por una persona no impide el uso por otros. Pero este fácil acceso es tanto para la comunidad o comunidades de referencia del creador como para quienes los mercantilizan (fotos de Flickr en diarios, vídeos de Youtube en programas de TV). Hay que tener presente que una externalidad negativa de las licencias libres en el nuevo contexto digital podría ser el precarizar aún más las industrias culturales (el periodismo o el sector audiovisual son dos ejemplos claros al respecto), y que las licencias libres complejizan aún más el antagonismo entre trabajadores y los capitalistas de las industrias culturales.

Están por desarrollar herramientas que ayuden a extender una visión social de los derechos de autor, modelos que posibiliten ingresos dignos y estables no sólo a los autores de éxito y que en paralelo permita un acceso universal a la cultura.

Fin de la propiedad intelectual: ¿paraíso de la cultura libre o la distopía de Google?

Y es que no hay varitas mágicas ni soluciones perfectas en todo lo relacionado con el trabajo cultural. Es muy poco razonable la existencia de derechos de autor que duran hasta 70 años después de la muerte del creador, entre otros motivos porque pocos derechos tiene un autor que está muerto. Pero el experimento de la Revolución Francesa de pasar todas las creaciones a Dominio Público fue un fracaso rotundo [4]: las editoriales entraron en una loca carrera para inundar el mercado de las obras que sabían que eran populares. Esto supuso un rápido colapso económico de la mayoría de las editoriales, y el cierre a la publicación de nuevas obras, de las que no se sabía de antemano que éxito podrían tener, ya que las editoriales preferían publicar obras clásicas de las que pensaban que el éxito estaba asegurado.

Y es que el capitalismo se puede explicar sin propiedad intelectual, pero el trabajo cultural y las condiciones materiales en el que éste se desarrolla no pueden explicarse sin hablar de capitalismo. Hay que abandonar la centralidad que otorgamos a las licencias libres, y poner el foco en las condiciones en las que se desarrolla y cómo se remunera el trabajo cultural. A través del materialismo cultural podríamos analizar qué licencias permiten el mejor ajuste entre cultura libre e industrias culturales sostenibles.

La hipotética abolición de la propiedad intelectual y/o generalización del copyleft no sería en absoluto anticapitalista ni aseguraría la cultura libre (como vimos que ocurrió durante la Revolución Francesa). Esta abolición sólo perjudicaría a las tradicionales industrias culturales y EEGG, beneficiando a nuevos capitalistas digitales que operan en internet. Están surgiendo nuevos monopolios en el seno de internet casi imposibles de sortear: hablamos de Amazon, eBay, PayPal, Apple o Google, y en el seno de estos monopolios persiste la cuestión de la explotación capitalista de la fuerza de trabajo, con o sin compra-venta de propiedad intelectual y derechos patrimoniales.

La propiedad de los medios de producción culturales, el impulsar ámbitos colectivos de defensa de los autores y el uso generalizado de licencias libres deberían ser las herramientas para desarmar el circuito industria-EEGG, y ser además la defensa ante los habituales parásitos de los productos culturales como era la popular Megaupload. Hay que cortocircuitar la explotación capitalista del trabajo cultural, ya que la mano invisible de Adam Smith tampoco va a funcionar bien en una internet idílica, autoregulada dentro de un nuevo mercado sin propiedad intelectual. Parafraseando a César Rendueles, hay que acabar con la ficción de internet como un espacio neutro -sospechosamente parecido al mercado- de individuos autónomos sin otra relación que sus intereses comunes. Internet no es un espacio autónomo de la explotación y la voracidad capitalista.


Notas

[1La sociedad de autores españoles (1899-1932) Raquel Sánchez García http://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=1036893

[4Publishing and Cultural Politics in Revolutionary Paris, 1789-1810 http://publishing.cdlib.org/ucpressebooks/view?docId=ft0z09n7hf;brand=ucpress

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