Realidades del Bicentenario

15 de febrero de 2011.

A partir de 2010 comenzaron las celebraciones bicentenarias de los procesos de independencia en América Latina. Gobiernos de todos los colores aprovechan la ocasión para revivir relatos del pasado que legitimen las naciones –y sus políticas– de hoy. ¿Qué y cómo celebran los gobiernos de izquierdas? ¿Qué hay que celebrar? Aportamos una reflexión desde Argentina.

Memoria e Independencia de América Latina

Artículo de Miguel Mazzeo, escritor y militante del Frente Popular Darío Santillán, publicado por Diagonal

En los festejos del Bicentenario argentino, en 2010, desde el Gobierno nacional y desde algunos sectores del Estado se apeló a los sentimientos nacionales de las clases subalternas y se propuso una idea de nación más inclusiva. Lo que tuvo su correlato en unos festejos relativamente descentralizados y en la apelación a una simbología y unas representaciones que excedían con creces los horizontes del populismo más ramplón.

Sin embargo, no se puso en discusión una idea no burguesa de lo nacional: no se planteó la posibilidad de una sociedad horizontal, una nación democrática y popular incompatible con el capitalismo, con una sociedad estructurada jerárquicamente y con la nación burguesa. Aunque suene a aguafiestas, a refutación de leyendas o a simple ‘entercamiento’, la participación popular estuvo signada en buena medida por identidades de espectadores y consumidores, por lo tanto ni siquiera puede afirmarse que la misma transparentó inequívocamente un recurso gubernamental y sistemático a la movilización controlada.

En algún sentido –del orden de lo no aparente–, se perpetúa una situación de impotencia y apatía popular. Es innegable que continúan operando los procesos de electoralización y clientelización de las clases subalternas que afectan la conformación de espacios de intersubjetivación política: lo medular de la política de los ‘90, pero con otro discurso y con otra estética.

De este modo, unas realidades materiales, sociales y políticas que en aspectos sustanciales desmienten el abandono de una matriz favorable a los grupos económicos más poderosos, o que desmerecen la puesta en marcha de una estrategia capaz de inculcarle equidad a la economía, conviven con una simbología y unas representaciones que, en parte, remiten a lo antiimperialista y hasta a lo anticapitalista.

El kirchnerismo no ha conspirado abiertamente contra el proceso de politización social que tuvo en diciembre de 2001 su momento más radiante, al tiempo que lo ha delimitado con precisión, inhibiendo la participación creadora y autónoma de los trabajadores y el conjunto de las clases subalternas. Se aprovechó de ese proceso de politización social y lo amplió, pero en un sentido mediado, controlado, adaptado a requerimentos más limitados y ‘evolucionarios’.

Continúa operando la clientelización de las clases subalternas, lo medular de la política de los ‘90, pero con otro discurso y otra estética

La ideología neopopulista remozada es plenamente funcional a esta estrategia de politización social limitada y participación tutelada ya que contribuye a delinear un enemigo antinacional y antipopular –que es, en efecto, enemigo, antinacional y antipopular– sin dejar de ser compatible con otros sectores de las clases dominantes, con la burocracia sindical, etc.

Con las garantías que ofrece un contexto histórico favorable, el kirchnerismo ha contribuido a conformar una conciencia subjetiva –en particular en ámbitos de la militancia popular– que, o bien no percibe las contradicciones más rotundas, negando, claro está, una dimensión de la realidad; o bien estiliza conciliadoramente la realidad.

Aunque pueda sonar a paradoja, esta estilización conciliadora se nutre de la confrontación con algunas franjas de la sociedad civil burguesa y con la politización –parcial– de la sociedad civil popular, por eso es eficaz.

El kirchnerismo se ha caracterizado por recuperar la subjetividad de las ausencias pero no por restaurar materialidades, alimentando así un conjunto de fetichismos y cárceles mitológicas. Se arrebatan banderas al movimiento popular para marchar con ellas un corto trecho, tomar el primer desvío.

Los festejos del Bicentenario transparentaron una estrategia que tiende a la incorporación de las clases subalternas desde lo simbólico, al tiempo que promueve su suplantación por la vía de la representación, la incorporación subordinada o su exclusión lisa, llana, en otros planos: materiales, sociales y políticos, más específicamente en lo que hace a la cuestión del poder.

Lo que vemos es una simulación de incorporación, una política que promueve las teatralizaciones de hechos y tradiciones anticoloniales, populares, y hasta socialistas, al tiempo que evita que las mismas se conviertan en una fuerza política autónoma y en un conjunto de praxis consecuentes.

Se nos hace difícil dejar de considerar la posibilidad de que las imágenes de Tupac Amaru II, José de San Martín, José G. Artigas, Simón Bolívar, Emiliano Zapata, Eva Perón, Ernesto Che Guevara, Salvador Allende, etc., devengan superfluas y decorativas e inocuas desde el punto de vista social. Que degeneren en folklore, en relictos extravagantes.

Ese panteón de referentes simbólicos, rescatado desde la conciliación de clases, corre el riesgo de la mistificación, de la religión-opio, de la anulación. Tal panteón no sirve para actualizar, sólo se limita a conmemorar, por lo tanto sus aptitudes para conjurar el olvido son escasas. Existen condiciones para que esa simbología parcialmente revolucionaria, puesta en circulación en el Bicentenario, sea tolerada como preciosidad literaria o folklórica para anular sus posibilidades de devenir fundamento de la nacionalidad argentina.

Notamos una profunda escisión, una negación de las afinidades electivas de esa simbología. Por lo tanto, el relato histórico oficial, más allá de lo cercano y apreciado que nos pueda resultar, no da cuenta –como decía Walter Benjamin– de la histórica preparación de la miseria que embarga a las clases subalternas, y por lo tanto no proporciona armas al pueblo para cambiar la situación actual.

La homogeneidad a la que apela la simbología patriótica oficial está exhausta y extrapolada. Al mismo tiempo, la difusión de esa simbología también puede –y debe– considerarse como una clara señal de la autonomía relativa del Estado y como expresión de la diferencia entre poder del Estado y poder de clase y de complejidad de las mediaciones entre el Estado y las clases sociales. Las memorias del nacionalismo y del socialismo revolucionarios sólo pueden recuperarse desde una práctica y una perspectiva anticapitalista, y desde una narrativa homóloga al mundo, al continente y al país del 2010.

El universo teórico y práctico del poder popular refiere a una cultura política diferente –y superadora– del nacionalismo populista y la izquierda tradicional.

La difusión oficial contribuyó a masificar un imaginario histórico que presenta elementos imprescindibles de cara a un proyecto popular, radicalmente transformador, y que además supo interpelar el idealismo democrático de ciertos sectores de la sociedad argentina.

Ahora bien, que esos elementos dejen de ser puro pasado o componentes de una ideología que resiste y se integren a una concepción del mundo proto-hegemónica, sostén de un proyecto popular genuino y de largo alcance, depende de las fuerzas populares, no del Gobierno. Los mejores componentes de ese imaginario podrán ganar nuevos contenidos si se convierten en instrumentos de lucha, si son ‘vividos’ con parámetros diferentes a los oficiales.

Otros enlaces para el debate: No nos han descubierto por Héctor José Arenas, Asociación Guaiaie


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