ROCK AGAINST RACISM: cuando la sociedad se defiende con guitarras

30 de noviembre de 2016. Fuente: Palabra de Rock

Cuarenta años después del primer concierto que inició el movimiento social llamado Rock Against Racism (Rock Contra el Racismo), las causas que lo motivaron siguen plenamente vigentes. El movimiento, que tuvo lugar en el Reino Unido en los últimos años de la década de los setenta, consiguió hacer de la música un motor para la lucha social, movilizando a miles de personas de distintas razas y clases sociales contra el racismo cada vez más evidente en el país. Recuperamos la historia, y la pensamos a la luz de los nuevos movimientos y de la música reivindicativa de nuestros días.

Por Julen Figueras

¿Quién disparó al sheriff, Eric?

La mecha prendió en el mes de agosto de 1976. Eric Clapton estaba sobre el escenario del Birmingham Odeon, y había bebido de más, aunque no más que de costumbre. En una pausa entre canciones, balbuceó sus ya famosas palabras sobre la inmigración en el país: “Enoch tenía razón. Deberíamos echarlos a todos”. Enoch Powell, diputado conservador, había alcanzado popularidad casi una década antes, con un vomitivo discurso en el que abogaba por mantener Gran Bretaña blanca y por evitar que se convirtiera en una colonia negra.

A Enoch lo apartaron del poder poco después de su discurso, pero sus ideas racistas se abrieron paso en sucesivas elecciones. El Frente Nacional continuaba ascendiendo con su discurso abiertamente xenófobo, a la par que las agresiones a minorías raciales se intensificaban. Por eso, tras el arranque de sinceridad ebria de Clapton, la respuesta no tardó. El fotógrafo de rock y activista político Red Saunders escribió a varios medios la carta abierta que inició todo.

“Vamos, Eric, admítelo, la mitad de tu música es negra. Eres el mayor colonizador del rock. Eres un buen músico, pero ¿dónde estarías de no ser por el blues y el R&B? (…) Queremos organizar un movimiento de base contra el venenoso racismo en la música. Os animamos a que apoyéis Rock Against Racism”.

La carta, enviada por Saunders pero firmada por un puñado de activistas más, terminaba con una posdata punzante: “¿Quién disparó al sheriff, Eric? Seguro que no fuiste tú”. Tras un par de semanas, el mensaje recibió más de seiscientas respuestas y, para noviembre de ese mismo año, Rock Against Racism (RAR) estaba ya funcionando en el circuito de conciertos. Desde ese momento, y durante cinco años, el movimiento se desarrolló en conciertos y manifestaciones de diferente tipo. Cuando, en 1978, se organizó el Carnaval Contra el Racismo en la capital británica, el movimiento congregó a más de 80.000 personas.

Manifestación de RAR en Trafalgar Square, 1978. Foto: Sarah Wyld

Lejos de ser una organización robusta y centralizada con una hoja de ruta determinada, RAR se configuraba como una red solidaria de artistas, promotores, salas de conciertos y audiencia. Una red que se extendía, de forma no siempre ordenada, por toda la geografía británica. Aunque auspiciado por el Partido Obrero Socialista (SWP) y la Liga Anti-Nazi (ANL), el movimiento se concibió desde el comienzo como una red autónoma, apartidista, con el objetivo de aglutinar a personas de adscripciones y orígenes diferentes frente al ascendente racismo. La ausencia de unos márgenes bien definidos de lo que era y no era RAR jugaba más a su favor que en su contra, haciendo del movimiento algo flexible y apropiable por cualquier colectivo que compartiese agenda.

En esa red, cualquiera podía ser parte de RAR, bastaba con querer serlo y constituirse como tal. Surgieron así multitud de nodos, desde los barrios de inmigrantes (los más amenazados) hasta los pueblecillos más inhóspitos. Entre 1976 y 1981, Rock Against Racism fue el nombre con el que se celebraron cientos de conciertos de punk y de reggae en los que el contenido de la música no era tan importante como los espacios seguros que se creaban. Allí no habría agresiones ni consignas intolerantes, sólo gente diversa haciendo música en comunidad.

Hazlo tú misma

Uno de los principios que guió al movimiento RAR fue el del hazlo tú misma (do it yourself o DIY), extendido en el punk y en los movimientos de base desde los que RAR emergió. Haciendo fortaleza de la escasez de recursos con que contaban, aguzaron la imaginación como necesidad y como principio. Así, casi sin advertirlo, RAR creó una estética propia, mezcla heterodoxa influenciada por el constructivismo soviético y el pop-art norteamericano.

Cartel de uno de los carnavales promovidos por RAR y la ANL.

Durante meses florecieron panfletos, cuartillas, pancartas y hasta una revista propia, la Temporary Hoarding, que complementaban lo que pasaba sobre las tablas. En lugar de contratar a compañías de diseño y distribución, RAR puso a las personas a hacer por sí mismas, apartándolas del papel de espectadoras. En contraste con las campañas teledirigidas que se popularizarían años después, en Rock Against Racism los límites los ponían quienes participaban en él. Todo era posible, siempre desde el placer y el disfrute del hacer en común.

Cuando le preguntaban por ello, David Widgery, uno de los promotores de la iniciativa, afirmaba: “Las formas en las que se encuentra el placer o el entretenimiento son las mismas que llevan a encontrar la identidad sexual y política”. Se trataba, por tanto, de romper la división ficticia que se encuentra entre la alta y baja cultura, entre el compromiso y el disfrute, entre la política y la música popular.

De esta forma, el movimiento de Rock Against Racism promovió en Gran Bretaña una política del día a día, localizada y corpórea. A través de conciertos y manifestaciones, de carnavales y festivales, RAR buscaba pasar de una cultura del consumo y entretenimiento a otra que entendiese que el ocio puede ser tan político como lo que más. En pocas palabras, se trataba de tomar las calles, ocupar la cultura de masas y la música pop, porque es ahí donde está la vida real.

Este discurso no se quedaba en el panfleto o en las letras de alguna canción: se materializaba en las actividades y performances de las personas participantes en el movimiento. No era raro encontrarse a mujeres, asiáticos y negros compartiendo espacios con los blancos que habían dominado tradicionalmente el espacio público. De esta forma, no sólo se promovían los espacios mixtos y el mestizaje, sino que se exorcizaba todo intento de las nuevas generaciones nazis de co-optar la música popular y el descontento social.

No sólo rock, no sólo racismo

El nazismo británico que avanzaba a finales de los setenta no tenía como único objetivo aterrorizar a inmigrantes. Entre sus víctimas estaban también mujeres, pobres u homosexuales. Por eso mismo, la diversidad por la que abogaba RAR no trataba sólo de combatir el racismo, sino también la homofobia, el clasismo y el sexismo. Al fin y al cabo, todas ellas eran manifestaciones de un mismo proyecto de exclusión.

Logo de 2Tone: blanco y negro, blancos y negros.

De la misma forma, RAR no se limitaba al rock. De hecho, su lema apuntaba mucho más lejos: “reggae, soul, rock and roll, jazz, funk y punk: nuestra música”. Quizá por la agenda política que guiaba a RAR, la mayoría de bandas que se unieron al movimiento venían del punk y del reggae. Si el punk era la expresión de una juventud desencantada de visiones políticas variadas e incluso incompatibles, la expansión del reggae era efecto del colonialismo que la propia Gran Bretaña había practicado en el Caribe. Entre los nombres que destacaron en los conciertos de Rock Against Racism, se pueden encontrar los de The Specials, The Clash, Stiff Little Fingers, The Ruts o Sham 69, entre otros muchos. En el caso de The Specials, el compromiso político se materializaba también en la propia formación, mezcla de blancos y negros, que dio pie al renacimiento del ska bajo el nombre de 2 Tone.

¿Y el rock clásico? En parte por los prejuicios de activistas que escuchaba con mejores oídos a bandas de punk y reggae, en parte por el desinterés de las bandas de rock clásico, progresivo y heavy metal de la época, los sonidos más duros quedaron fuera del mapa. Nada de lo que sorprenderse, en todo caso, teniendo en cuenta que, en contraste con las letras y actitud punk, las del rock clásico volvían la mirada hacia el hedonismo y la fantasía principalmente.

El punk tenía, además, características que favorecían su apropiación por las masas. En tanto que género que se oponía de forma insistente al virtuosismo técnico de las bandas rock de estadios, cualquier persona en la audiencia podía hacer su propia banda de punk. No hacía falta saber cantar o tocar bien un instrumento, bastaba con tomar el micrófono. Así, no era necesario que la juventud recurriera a un género musical existente: éste podía ser creado sobre la marcha.

A diferencia del rock clásico, tendente a la mitomanía y al entretenimiento espectacular, el punk buscaba tirar abajo la barrera entre público y artista, hacer a la audiencia parte del concierto. Acabar con los ídolos para poner a la gente a hacer por sí misma. De alguna forma, el punk era la materialización de ese principio del “hazlo tú misma” que impregnaría todo el movimiento.

Los restos de Rock Against Racism hasta hoy

Tras cinco años de música y activismo en las calles, RAR se diluyó en 1981. En el camino, contribuyó a desenmascarar el fascismo del Frente Nacional, reduciendo su presencia política hasta la marginalidad, si bien parte de su agenda acabó siendo adoptada por el nuevo gobierno de Margaret Thatcher. Un resultado decepcionante sólo si excluimos sus efectos sobre la sociedad británica de las siguientes décadas.

En un momento de malestar social, cuando la balanza se podría haber desequilibrado en contra de las minorías, RAR contribuyó a que ser antirracista fuese aceptable y deseable. A través de sus conciertos y manifestaciones, se logró normalizar las relaciones entre razas. Puede que no atrajera a tanta gente negra y asiática a los espacios públicos, pero desde luego hizo lo posible por dejarles la puerta abierta. Aunque hoy en día esté ya normalizado, el de Rock Against Racism fue el primer momento en que artistas y bandas tomaron una posición explícitamente política, haciendo igualmente de la música una herramienta para la política.

Como un rayo en mitad de la noche, Rock Against Racism pasó rápido. Tampoco estaba destinado a durar para siempre: el movimiento escapó del peligro de convertirse en un movimiento rutinario y no peligroso atándose a un momento y lugar concretos donde sus acciones tuvieron el mayor efecto posible. Entrados los ochenta y más allá, los ecos de Rock Against Racism se materializaron en otros movimientos e iniciativas con más o menos éxito.

Red Wedge fue un intento de artistas como Billy Bragg y Paul Weller de instrumentalizar la música para aupar al partido laborista al gobierno. En contraste con la política apartidista de RAR, la agenda de Red Wedge venía demasiado marcada por los objetivos institucionales. En ese sentido, el poder transformador de las clases populares quedaba reducido al voto. Un modelo que sería repetido hasta nuestros días y del que artistas como Bono, Bruce Springsteen o el propio Weller han abusado hasta la saciedad.

Los primeros años del siglo XXI vieron la reproducción más fiel de RAR a través de Love Music Hate Racism (LMHR), un movimiento nacido en respuesta al ascenso -de nuevo- de un partido de carácter marcadamente racista, el British National Party. LMHR, que cogía su nombre de un lema de RAR, contó en sus conciertos con bandas como The Libertines o Babyshambles. Sin embargo, quizá por apoyarse demasiado en un movimiento desaparecido veinte años atrás, o por no contar con un equivalente cultural al punk hacia el que LMHR pudiera recurrir, el movimiento se descafeinó en una exaltación de la multiculturalidad sin incidir de forma directa en las relaciones de poder que seguían amenazando a las minorías.

Finalmente, y de forma más notoria, el Live Aid (y su secuela en el nuevo milenio Live8) inauguró otra manera de actuar políticamente. La macrocelebración de solidaridad de Bob Geldof ha pasado a la historia como un evento mucho más potente que cualquiera de los demás, pero también de efectos más vacuos. En su intento por situar a África en el mapa de la pobreza, Geldof no buscó en ningún momento crear un movimiento que pudiera hacer frente a las causas de la pobreza: bastaba con paliar sus consecuencias. Si Rock Against Racism trataba de aterrizar la política en la vida cotidiana, en el disfrute popular y en las salas de conciertos, lo del Live Aid era espectáculo al cuadrado, teatralizar una solidaridad entre pueblos que se parecía más a la caridad que a la acción efectiva. No es casualidad que, en esa búsqueda de lo espectacular, el cartel lo conformaran artistas como Queen o U2 en lugar de bandas africanas que viviesen la miseria en sus carnes.

Live Aid: 95% espectáculo, 5% compromiso

Rock para combatir el racismo en nuestros días

Aunque Rock Against Racism contribuyó a la desaparición del Frente Nacional, el racismo en sus múltiples formas sigue avanzando. Aunque sea bajo una crítica a la multiculturalidad, a la precariedad laboral o la inseguridad ciudadana, la agenda racista, homófoba y sexista sigue teniendo demasiados seguidores y representantes políticos, tanto en los Estados Unidos como en Europa. ¿Qué hace la música al respecto?

Poco. Si bien es cierto que hay artistas que, individualmente, han levantado su voz frente a los atropellos de la nueva derecha reaccionaria, parece que faltan mimbres para reeditar algo comparable al movimiento británico de los últimos setenta. Hay, sí, un montón de conciertos benéficos, pero son casi siempre una réplica en pequeña escala del modelo Live Aid, y no una búsqueda por crear un circuito musical políticamente comprometido. Otros, como los que Bon Jovi o Bruce Springsteen han protagonizado en los EE.UU. en apoyo al partido demócrata, son poco más que un gancho para cambiar la orientación de un voto.

Aunque no es posible reproducir un movimiento de hace cuarenta años en la coyuntura política actual, Rock Against Racism sentó precedentes para pensar la acción política desde la música. Una acción que tenga en cuenta lo que sale por los bafles, pero que también ponga en el centro a quien interpreta la música, a quien la escucha, los lugares en los que la música es interpretada, y sus efectos. ¿Cómo sería un movimiento así en 2016?

Al igual que se han creado redes de solidaridad popular en distintas partes del Estado para dar apoyo a las capas sociales empobrecidas, un movimiento musical comprometido buscaría la creación de un circuito de confianza que contase con artistas y promotores, con salas y con público. Hay ya esbozos de algo parecido en algunas ciudades, algunos promotores comprometidos, espacios autogestionados y minifestivales para el apoyo mutuo. En 1976, todo empezó con Clapton y una carta al director.

Las fiestas locales de más de un municipio, como el de Pamplona o Vallecas, están pavimentando el camino para los eventos lúdicos que busquen la diversión libre de agresiones. Encontrar y fomentar espacios así, abriéndolo a minorías que puedan tomar parte activa, es otro de los pilares básicos para un movimiento robusto. Todo el mundo debe ser bienvenido.

No faltarán -nunca lo hacen- los partidos políticos que busquen apuntarse un tato. En ese sentido, la firmeza de las experiencias del ciclo de movilizaciones del último lustro (15M, Occupy, Syntagma) dan pistas sobre la importancia de mantener una agenda independiente, tanto de políticos como de músicos de renombre que puedan robar el protagonismo a las bases. Desde abajo se construye mejor.

¿Y la música? Hace falta, claro, música, pero no tiene por qué ser necesariamente subversiva. Basta con que sea apropiable, que hable a la sociedad de esta década, no a la de hace cuatro. Lo que funcionó en los setenta puede ser ahora completamente fútil. Hoy, el movimiento puede tener banda sonora de rock, o punk, o reggae, pero también de hip hop o de techno. Puede ser Nacho Vegas o Melendi, pero también Moby o Beyoncé. O todo a la vez.

Y, sobre todo, no nos olvidemos de disfrutar. La política en la música no tiene por qué ser aburrida ni oscura. En las revoluciones también tiene que poderse bailar.


Referencias:

  • Frith, S., & Street, J. (1992). Rock Against Racism and Red Wedge: from music to politics, from politics to music, en Rockin’ the boat: Mass music and mass movements, R. Garofalo (ed.)
  • Goodyer, I. (2009). Crisis music: the cultural politics of rock against racism. Palgrave.
  • Rachel, D. (2016). Walls come tumbling down. The music and politics of Rock Against Racism, 2 Tone and Red Redge. Pan MacMillan.

El autor, Julen Figueras, es un apasionado de la música, de la política, y todo lo que las atraviesa. Aunque el rock pueda con todo, disfruto tanto con el soul como con el blues, con el metal como con el pop. Abogado del diablo. Defensor de pleitos pobres. Todavía empeñado en encontrar esperanza en el rock y en la palabra como armas para la subversión.
Si no quema, no es arte.

También escribe sobre música y feminismo para Pikara Magazine.

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