Que 50 años no es nada
1ro de enero. Fuente: Por Sabino Cuadra Lasarte
Se veía venir…., pero no terminaba de llegar. Corría el mes de enero de 1975 y empezamos ya a hacer apuestas respecto a cuándo llegaría el día en el que cientos de miles de hisopos rociarían con champan aquella fecha. Hablo de la muerte de Franco, 20 de noviembre de 1975.
Quizás sea precipitado empezar a celebrar hoy, con casi un año de antelación, el 50 aniversario del fallecimiento del genocida, pero solo quien no padeció aquel vía crucis de décadas de tricornios, procesiones, brazos en alto y obligados NODOs sobre aquel intrépido cazador de ciervos, pescador de salmones y habilidoso golfista, puede creer que es mejor esperar a noviembre de este año para festejar aquel feliz día. Pues no, esto es como el chupinazo sanferminero, que hay que empezar a celebrarlo mes a mes, escalón a escalón, el uno de enero, dos de febrero, tres de marzo…, con cenas que entonan que el “ya falta menos”.
Las esperanzas no eran vanas. A sus 82 años se sumaba el hecho de que en julio de 1974 Franco había sufrido una tromboflebitis que motivó que en los corrillos oficiales y medios se comenzara a hablar de “las previsiones sucesorias”. Algo se cocía tras las bambalinas del Pardo y aquel potaje olía a quemado. Más tarde, en octubre de 1975, se anunció oficialmente que Franco había sufrido un infarto y la noticia sonó ya a misa de réquiem. Luego todo se precipitó: parálisis intestinales, problemas renales, trombosis venosa... Se dice que lo mantuvieron vivo-momia hasta el 20 de noviembre para hacer coincidir la fecha del deceso con la de José Antonio Primo de Rivera. Me lo creo todo.
El ambiente político general de 1975 no había ayudado a serenar la vida del enfermo, sino todo lo contrario. La marcha verde marroquí sobre el Sáhara, anunciada en abril de aquel año por Hasan II y materializada en noviembre, fue fuente de desasosiegos para quien seguía portando fajín de generalísimo de un Ejército de imperiales vocaciones que salió de aquel territorio con el rabo entre piernas. A ello se sumaba también la actividad de ETA, que hacía tan solo un par de años se había llevado por delante a su más fiel colaborador, Carrero Blanco y seguía actuando cada vez con más fuerza. Para terminar de rizar el rizo, la movilización social en contra de aquel régimen dictatorial y criminal seguía creciendo sin cesar.
Fiel a su ADN, Franco murió matando. Tras una farsa jurídico-castrense, cinco miembros de ETA y FRAP fueron condenados a muerte y fusilados el 27 de septiembre: “Txiki”, Otaegi, Baena, Sánchez Bravo y García Sanz. Fuertes movilizaciones de protesta recorrieron todo el Estado. En Euskal Herria una huelga general paralizó el país y los enfrentamientos duraron varios días. En decenas de países europeos y americanos los manifestantes se contaban por miles y en Lisboa se llegó a asaltar y quemar la embajada española. Franco sentenció: “Todo obedece a una conspiración masónica izquierdista en la clase política en contubernio con la subversión comunista-terrorista en lo social, que si a nosotros nos honra, a ellos les envilece”. Fue su último discurso, el 1 de octubre.
Pero aquello del contubernio judeo-masónico-comunista-terrorista, si bien servía para reunir a varios miles de personas en la Plaza de Oriente, bigotillo recortado ellos, traje y bolso ellas, no daba ya más de sí. Quienes movían los hilos de la banca, la industria, el comercio y el turismo habían comenzado ya a desmarcarse y preferían hablar de progreso, desarrollo, modernidad y Europa. Había que desatascar aquel régimen so peligro de que, de no hacerlo, podía reventar por cualquier esquina. En abril de 1974 había caído la dictadura salazarista en la vecina Portugal y la revolución de los claveles apuntaba cambios profundos. En julio del mismo año lo hacía la dictadura de los coroneles en Grecia y en diciembre el pueblo griego, en referéndum, decidió acabar con la monarquía y proclamar la República. A Sofía, la amada esposa del entonces príncipe Juan Carlos, le comenzaron a temblar las piernas y las herencias. También a su consorte.
Desde el interior del propio franquismo se comenzó a asumir la necesidad de reformar el régimen. Habían leído la novela El Gatopardo, de Giusepe Tomaso di Lampedusa: “Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tuto cambi”, o sea, “Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie”. La idea era buena pero, claro, para venderla hacían falta compradores.
A iniciativa del PCE, en 1974 se creó la Junta Democrática. En 1975, el PSOE impulsó la Convergencia Democrática. De su unión salió al año siguiente la Convergencia Democrática y de ahí la Plataforma de Organismos Democráticos. Allí comadrearon la mayor parte de las fuerzas políticas democráticas, nacionalistas y de izquierda existentes en el ámbito estatal. Mientras tanto, la ruptura democrática inicialmente defendida, travistió en ruptura pactada y finalmente se convirtió en un canto al consenso y la conciliación y en un mero acompañamiento crítico a la dinámica marcada por el gobierno de Adolfo Suárez.
De dejar pelos en la gatera se pasó a desprenderse de jirones enteros y el gato rupturista acabó completamente trasquilado. La República defendida trastocó en monarquía borbónica; la autodeterminación, en la España indivisible e indisoluble constitucional; la unidad territorial de Araba, Bizkaia, Gipuzkoa y Nafarroa, tornó en separación constitucional; la exigencia de responsabilidades por los crímenes franquistas, en generosa amnistía para sus autores; la defensa del laicismo, en un nuevo Concordato cueva de todo tipo de privilegios clericales….
Tras la muerte de Pinochet, Mario Benedetti escribió: “Vamos a festejarlo, vengan todos los inocentes, los damnificados, los que gritan de noche, los que sueñan de día, los que sufren el cuerpo.... Vamos a festejarlo, a no volvernos flojos, a no olvidar que éste es un muerto de mierda”. Y brindemos también mes a mes por lo que pudo ser y no fue, por aquella ruptura democrática que aún palpita.
Iruñea, 29 de diciembre de 2024
Sabino Cuadra Lasarte