Palabras de Mao para entender a Suárez
26 de marzo de 2014. Fuente: Enric Juliana en La Vanguardia
La transición española no fue un acontecimiento mágico. Fue un episodio relevante de la Guerra Fría en el Sur de Europa ya entonces zona crítica del mundo. En el tablero de 1975, la alianza táctica de Estados Unidos con China para contener y debilitar a la URSS.
Mao Tse Tung le pidió a Gerald Ford presidente de los Estados Unidos de Norteamérica que acelerase el ingreso de España en la Comunidad Económica Europea para evitar el expansionismo soviético en el Sur de Europa, pocas semanas después de la muerte del general Francisco Franco. (Pekín, 2 de diciembre de 1975).
Puesto que estos días estamos asistiendo a una auténtica avalancha informativa sobre la figura de Adolfo Suárez, me parece especialmente pertinente recordar ese episodio, seguramente poco conocido, como necesario contrapunto a la Transición en Almíbar. El relato azucarado de aquellos años tiende a prescindir del contexto internacional, para enfatizar el carácter providencial de los acontecimientos que se sucedieron entre el 20 de noviembre de 1975, fecha de la muerte del general Franco, hasta el 24 de febrero de 1981, día en que comenzaron a gestionarse las consecuencias -realmente existentes- del fracasado golpe de Estado.
La transición española no fue un acontecimiento casi milagroso, como en ocasiones se nos intenta presentar. Fue un episodio de enorme calado, inserto en la Guerra Fría. Fue un capítulo más de la larga partida de ajedrez que disputaron el bloque occidental, liderado por Estados Unidos y organizado militarmente bajo el paraguas de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), y el bloque comunista, dirigido por la Unión Soviética con la ayuda de los países del Este de Europa engarzados por el Pacto de Varsovia, bloque que nunca consiguió que la República Popular China actuase como obediente satélite. A mitad de los años setenta, concluida la guerra de Vietnam (con derrota política y militar de los Estados Unidos) y aplastada por las armas la experiencia socialista chilena, el Sur de Europa se estaba convirtiendo en la principal zona de fricción entre los dos bloques.
El 25 de abril de 1974, la revuelta de los jóvenes oficiales del ejército portugués, cansados de la carnicería de las guerras coloniales en África (Angola, Mozambique y Guinea-Bissau) sorprendió a todo el mundo. Un golpe militar silencioso y pacífico -apenas hubo bajas- había depuesto al dictador civil Marcelo Caetano, sucesor de Antonio de Oliveira Salazar, abriendo un periodo constituyente tutelado por un Movimiento de las Fuerzas Armadas (MFA) claramente orientado a la izquierda. Portugal salía de una dictadura de más de cuarenta años, en los cuarteles militares las decisiones se tomaban en asamblea y el gobierno provisional procedía a una rápida descolonización de las posesiones en África. Posesiones estratégicamente decisivas en el África austral: Angola y Mozambique, junto con Guinea Bissau, las islas de Cabo Verde; Timor Oriental, en el archipiélago indonesio, y la posesión de Macao, en China. En Washington, el secretario de Estado Henry Kissinger no daba crédito a lo que estaba pasando y sopesaba la posibilidad de una intervención militar, puesto que Portugal formaba parte de la OTAN. Kissinger estaba convencido de que los sucesos de Lisboa estaban siendo directamente pilotados por el KGB soviético, ante la evidente simpatía de algunos jóvenes oficiales portugueses por el Partido Comunista.
El Movimiento de las Fuerzas Armadas, sin embargo, no era un bloque monolítico. Podríamos decir que se hallaba dividido en tres facciones. Los gonçalvistas, dirigidos por el teniente coronel Vasco Gonçalves, figura próxima al Partido Comunista, partidarios de una tutela permanente del MFA sobre los gobiernos democráticamente elegidos a fin de mantener vivo el programa renovador de la Revolución de Abril, corrigiendo a la izquierda el proceso constituyente. Los izquierdistas, cuya figura de referencia era el teniente coronel Otelo de Saraiva Carvalho, jefe del Comando Operacional do Continente (COPCON), con cuartel general en Lisboa, partidarios de una alianza militante entre el ejército y los partidos obreros para proceder a un cambio social de gran profundidad, bajo la consigna del “poder popular” (consigna bien conocida por el actual presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durao Barroso, entonces militante de un partido maoísta muy activo en Portugal: el MRPP, Movimento Reorganizativo do Partido do Proletariado). Y, en tercer lugar, el sector moderado, encabezado los capitanes Melo Antunes, principal ideólogo del movimiento militar en su arranque, y Vasco Lourenço. Los moderados abogaban por un escrupuloso respeto al proceso democrático y un paulatino regreso del ejército a los cuarteles. Los izquierdistas dominaban las fuerzas estacionadas en Lisboa. Los moderados controlaban las unidades acuarteladas en el norte del país. Con el recuerdo aún reciente del golpe militar en Chile, Kissinger llegó a sopesar un posible enfrentamiento de las fuerzas estacionadas en el norte con las tropas ubicadas en Lisboa. Un conato de guerra civil habría justificado la intervención de la OTAN en Portugal. A tal efecto se llegó a sondear la disponibilidad del Gobierno español para una acción militar por la espalda. Una incursión desde Badajoz a cargo de la División Acorazada Brunete. No estoy hablando de una fantasía. El Gobierno de Carlos Arias Navarro fue sondeado al respecto en 1975. Arias se mostraba favorable. España, ayudando a restablecer el orden en Portugal, al lado de Estados Unidos. Una ocasión de oro para la continuidad del Régimen. Franco, muy mayor, parece que no se mostró tan entusiasta. “Mejor será esperar. Si atacamos, los portugueses, que son muy orgullosos, se pondrán al lado de su Gobierno”, habría dicho el dictador en un rapto de inteligencia. La cuestión llegó a ser tratada en un Consejo de Ministros. Así lo aseguran los periodistas portugueses Bernardino Gomes y Tiago Moreira en un libro titulado Carlucci vs. Kissinger, os EUA e a Revoluçao Portuguesa. El libro cuenta con mucho detalle el enfrentamiento entre Kissinger y el embajador norteamericano en Lisboa, Frank Carlucci, sobre la vía a seguir para desactivar la revolución portuguesa.
- Frank Carlucci, embajador de EEUU en Lisboa
Carlucci, un diplomático con lazos muy estrechos con la CIA, fogueado en África (Congo y Tanzania) y en Brasil (tras el golpe del general Humberto Castelo Branco), era contrario a convertir Portugal en un segundo Chile, por el riesgo de provocar un auténtico incendio revolucionario en todo el Sur de Europa. Carlucci abogaba por una reconducción gradual del proceso revolucionario portugués, apoyando a los socialistas, con la colaboración de la Iglesia católica, especialmente influyente en el norte del país. En París, Bonn y otras capitales europeas se apoyaba su enfoque. Los socialdemócratas alemanes, austriacos y escandinavos y los gaullistas franceses eran contrarios a una acción de fuerza. El Sur de Europa tenía que ser tratado con cuidado. El efecto dominó podía ser peligroso.
Grecia, en el otro extremo del flanco sur, también estaba en gran tensión. Tres meses después de la Revolución de los Claveles en Portugal, la junta de los coroneles se había hundido en Atenas. En una acción aventurera para intentar perpetuarse en el poder, el régimen militar griego había decidido la anexión de la isla de Chipre. (Una década después, los militares argentinos harían algo parecido con las islas Malvinas, también con consecuencias catastróficas para ellos). Oficiales griegos y grecochipriotas organizaron un golpe de Estado contra el presidente de la república chipriota, el arzosbispo ortodoxo Makarios, personaje habitual en los telediarios de la época, gran artífice de la independencia de la isla, que había sido posesión británica hasta 1960. Makarios era pro helénico, desde la soberanía chipriota. Los militares de Atenas creían que la anexión de Chipre les reforzaría en un momento en que su autoridad estaba siendo seriamente contestada por las protestas sociales en Grecia. Los oficiales y soldados griegos destinados en la Guardia Nacional de Chipre asaltaron el palacio presidencial e intentaron detener a Makarios, que logró huir a Londres. Chipre es un gran portaviones en el Mediterráneo oriental. Una isla estratégica. Al cabo de unos días, los militares turcos invadían el norte de la isla. Antes de pertenecer al Imperio Británico, Chipre había sido posesión del Imperio Otomano y en la parte septentrional de la isla, donde se halla la vieja capital, Nicosia, es habitada por población de origen turco. Los paracaidistas turcos ocuparon el 38% de la isla, abriéndose un escenario prebélico entre Grecia y Turquía, países miembros de la OTAN y decisivos para el control del Mediterráneo Oriental. En Washington no daban crédito. Julio de 1974. La Junta de Atenas cayó, iniciándose una lenta democratización del país. Al cabo de unos meses, Makarios regresó a Chipre.
El hombre encargado de pilotar la transición griega, Konstantinos Karamanlis, viajó de París a Atenas a bordo de un avión de la presidencia de la República francesa, especialmente fletado por Valery Giscard d’Estaing. Karamanlis dirigió una democratización gradual orientada a controlar un posible renacimiento del Partido Comunista Griego, que había sido muy activo en la resistencia contra los nazis. Los periódicos españoles prestaron gran atención a la experiencia Karamanlis y se pudo de moda hablar de Fragamanlis, para referirse a Manuel Fraga como posible tutor de una democratización española fuertemente pilotada ‘desde arriba’.
A mediados de los setenta, como vemos, el flanco sur de Europa estaba en crisis. En Italia, el único país de la región con una democracia parlamentaria puesta en pie después de la derrota del fascismo en la Segunda Guerra Mundial, el Partido Comunista ya había superado el 30% de los votos y mordía los talones a la Democracia Cristiana. La fuerza social del PCI, el mayor partido comunista de Occidente, era tremenda y su pragmatismo constituía un interesante punto de referencia. En 1975, Kissinger mantenía un contacto constante con los ministros de Exteriores de Gran Bretaña, Francia y República Federal Alemana, James Callaghan, Jean Sauvagnargues y Hans Dietrich Genscher, respectivamente. En la primera reunión del cuarteto, el británico Callaghan llegó a vaticinar que en un corto periodo de tiempo Portugal, España, Italia, Grecia y quizás Turquía, podían estar en manos de gobiernos comunistas o participados por comunistas. Así lo cuenta la historiadora Encarnación Lemus en un excelente trabajo sobre el papel de Estados Unidos en la transición española. (Estados Unidos y la transición española, Ediciones Sílex y Universidad de Cádiz, 2011).
En septiembre de 1975 hubo un acontecimiento de fuerte impacto en Portugal. La embajada de España en Lisboa fue asaltada, desvalijada e incendiada por un grupo de jóvenes izquierdistas. El general Franco había firmado sus últimas sentencias de muerte. Angel Otaegui y Juan Paredes Manot Txiki, de ETA, junto con Ramón García Sanz, José Luís Sánchez Bravo y José Baena Alonso, militantes del FRAP, iban a ser ejecutados en España.
La tarde del 26 de septiembre, centenares de personas, la mayoría jóvenes, convocados desde las ondas de Radio Clube por un pequeño partido de extrema izquierda (la União Democrática Popular) se concentraron ante el Palacio de Palhãva, sede de la embajada, para protestar por los inminentes fusilamientos en España. Asaltaron la residencia, saquearon numerosos objetos de valor e hicieron una gran pira con muebles, cuadros y otros objetos. El edificio estuvo a punto de arder por completo. La policía y las fuerzas militares portuguesas tardaron en intervenir. La madrugada del 27 de septiembre llegaron al lugar unos blindados del Regimiento de Comandos y los soldados dispararon al aire. La noticia fue portada en muchos diarios del mundo. El Portugal revolucionario se estaba radicalizado. Años más tarde se supo que uno de los personajes que convocó la manifestación desde Radio Clube fue socio, años después, del embajador Carlucci en un negocio privado. La CIA estuvo detrás del asalto a la embajada española. Una fuente relevante de la diplomacia española me lo confirmó hace tres años en Madrid. Así transcribí su testimonio en el libro ‘Modesta España’ (2012): “Ahora que estoy jubilado, creo que puedo comenzar a contarlo, el embajador Carlucci estuvo detrás del asalto a la embajada de España en Lisboa. El incendio de la embajada fue un cortafuegos”.
El mes de noviembre moría el general Franco, tras la ofensiva marroquí sobre el Sahara español. Aquel mismo mes de noviembre, los moderados comenzaban a imponerse el el Movimiento de las Fuerzas Armadas portugués, con el nombramiento del general Ramalho Eanes como nuevo jefe de Estado Mayor. Carlucci estaba ganando la apuesta. A principios de diciembre, el presidente norteamericano Ford, acompañado de Kissinger, viajaba a Pekín para reanudar el acercamiento Estados Unidos-República Popular China que había iniciado Richard Nixon en 1972, en un audaz movimiento que fue conocido como la diplomacia del ping-pong.
China y la URSS se llevaban mal. Los dirigentes comunistas chinos nunca aceptaron ser un satélite de Moscú. La revolución china se había llevado a cabo mediante la movilización política del campesinado pobre, contra las tesis del marxismo ortodoxo que veían en la clase obrera industrial el principal e insustituible motor revolucionario. La fracción más prosoviética del comunismo chino, conocida por el nombre de los Veinticoho Bolcheviques, quedó en minoría desde los albores de la Larga Marcha. La URSS ayudó a los revolucionarios chinos, pero estos ganaron gracias a sus propias fuerzas. Mao Tse Tung jamás aceptó ser tratado como un satélite de Moscú, haciendo caso omiso a los consejos rusos sobre la conducción de la economía. Mao y Stalin mantuvieron las formas, pero no se fiaban el uno del otro.
Tras la muerte de Stalin, Mao entró en abierta colisión con su sucesor, Nikita Kruschev, al que consideraba débil y muy poco fiable. Mao acusó a Kruschev de haber pasado en pocas semanas del aventurerismo a la capitulación en la crisis de los misiles de Cuba en 1962. Pekín no aceptaba la guía de Moscú y los soviéticos consideraban que la estrategia del Gran Salto Adelante (aceleración de la industrialización china) era una auténtica locura económica. En 1969 se produjo un enfrentamiento armado entre los dos países en la zona fronteriza delimitada por el río Ussuri, en las proximidades de Mongolia. Una escaramuza por el control de un islote, en la que murieron varios soldados. En Europa comenzaron a proliferar pequeños partidos comunistas de orientación maoísta con un discurso muy radical.
En el comunismo chino, de raíz agraria, habitaban el pensamiento de Confucio y las enseñanzas de Sun Tzu sobre el arte de la guerra. La vieja dialéctica oriental. Nunca quedar aislado. Si es necesario, ser flexible como el tallo de un bambú. Tejer alianzas con el adversario, para retrasar una batalla desfavorable...
- Mao y Kissinger
Momento muy interesante. Al otro lado del pacífico, Henry Kissinger, poderoso secretario de Estado de la presidencia Nixon, buen lector de Metternich, ideólogo de Harvard y consejero de Seguridad Nacional desde 1955, ve en la crisis sino-soviética una excelente oportunidad. Estados Unidos ofrece a China el deshielo de relaciones y Pekín acepta. En 1971, Kissinger lleva a cabo una misión exploratoria y es recibido por Mao en Pekín. En paralelo, la selección estadounidense de tenis mesa es invitada a jugar en China. Nace la diplomacia del ping-pong.
En 1972, el presidente Richard Nixon se entrevista con Mao en Pekín y se sientan las bases del deshielo: restablecimiento de relaciones diplomáticas, la promesa norteamericana de reducir el apoyo a Taiwan y facilitar a la República Popular China presencia directa en el Consejo de Seguridad de la ONU (posibilidad que no se concretaría hasta 1979) y una evidente alianza táctica contra la URSS.
- Mao y Nixon
La presidencia Nixon se ve oscurecida por el escándalo Watergate, que concluirá con su dimisión en abril de 1974. En diciembre de 1975, Gerald Ford viaja a Pekín para mantener viva la entente con los comunistas chinos. Las actas de la reunión serán desclasificadas en el 2000 por la Administración norteamericana. En la reunión se aborda la situación en el Sur de Europa. Ford le dice a Mao que Estados Unidos está muy preocupado por la sucesión de crisis políticas y sociales en el flanco mediterráneo.
Ford: “Hay que reforzar el ombligo euromediterráneo, porque esa puede ser una de las zonas de expansión de la URSS”.
Mao: “Pero ustedes no condenaron a Franco en España.”
Ford: “Sí, es verdad, pero ahora apoyaremos al rey Juan Carlos y conseguiremos que España entre en la OTAN”.
Mao:”Sería bueno que España entrara en el Mercado Común. ¿Por qué no la acepta la Comunidad Económica Europea?
Interviene entonces Kissinger, presente en la reunión, junto al número dos chino, Chu En-Lai, y explica que los cambios en España todavía son considerados “insuficientes” por los europeos. España debe madurar.
Esta es el acta desclasificada con el contenido de la conversación Ford-Mao. (Gentileza del lector Augusto Soto).
- Acta desclasificada de la reunión Mao-Ford
(Si los jóvenes españoles que en aquellos militaban en partidos maoístas -Partido del Trabajo de España, ORT, Movimiento Comunista, OICE, Bandera Roja, esta última con un maoísmo más estilizado y bajo en calorías…- llegan a saber que dos semanas después de la muerte de Franco su admirado Mao abogaba por un rápido ingreso de España en el Mercado Común hubiesen tenido una gran decepción. Quizás no. El maoísmo se basaba en una extraña idolatría y posiblemente aquel giro habría sido interpretado como una gran audacia revolucionaria. ¡Mercado Común, ya!).
El diálogo Ford-Mao nos certifica que el tránsito de España a la democracia fue un proceso perfectamente enmarcado por la Guerra Fría. Sostengo desde hace años que no se puede entender la transición española sin tener en cuenta los poderosos condicionantes internacionales de la época. La transición no fue un episodio de realismo mágico en el que unos personajes providenciales hicieron posible que un país agarrotado por el recuerdo de la Guerra Civil se convirtiese en una democracia parlamentaria sin violencia y con violines de música celestial. Eso no es verdad. En la transición hubo violencia. En un libro titulado La transición sangrienta, el periodista Mariano Sánchez Soler contabilizó 591 muertos y miles de heridos entre los años 1975-1983 (víctimas del terrorismo, muertos en manifestaciones y altercados con la Policía, personas fallecidas en comisaría, víctimas de la guerra sucia al terrorismo…). La transición española fue un episodio muy importante del reajuste del espacio político europeo en la fase más álgida de la Guerra Fría.
Ella no resta mérito a la audacia, inteligencia o virtud de los grandes personajes del momento. Nunca nada está del todo predeterminado y los hombres y mujeres no son meros comparsas de un guión inexorable. En este sentido, el papel desempeñado por Adolfo Suárez fue muy importante. Suárez, joven cuadro del régimen franquista, surgido de abajo, audaz, ambicioso, simpático y fascinado por el importante papel de la televisión en una nueva fase política (durante unos años fue director del primer canal de TVE), aceleró la transición en un momento en el que el tapón inmovilista de los franquistas recalcitrantes podía haber provocado un verdadero estallido social y político.
Mao Tse Tung –Mao Zedong según la simplificación de la fonética china, adoptada en Occidente en 1979- sin duda habría aprobado el nombramiento de Adolfo Suárez González como jefe de Gobierno español en julio de 1976, ocho meses después de la importante entrevista en Pekín con Gerald Ford. Con el empuje de Suárez se sentaron las bases políticas del ingreso de España en el Mercado Común, en 1986.
No está de más recordarlo en este fin de semana dedicado a la memoria de Suárez. Muchísimas cosas han cambiado desde entonces, el mundo es otro, pero releyendo las actas de Pekín de 1975 la parábola española se ve más clara.
Esta misma semana, la prensa de Madrid ha destacado con interés otra noticia que habría hecho sonreír a la corte confuciana. Uno de los principales hombres de negocios chinos, el empresario Wang Jianlin, está a punto de comprar el edificio España, uno de los conjuntos arquitectónicos más representativos de la capital. Símbolo del desarrollismo franquista. Veinticinco plantas de 117 metros de altura, en el chaflán de la plaza de España con la calle Princesa. Una mole neobarroca levantada entre 1948 y 1953 por el arquitecto vasco José Maria Otamendi y su hermano mayor, Julián, ingeniero. Los chinos ofrecen 260 millones de euros al Banco de Santander.
- Edificio España en la Plaza de España de Madrid
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