Marx sobre España
26 de diciembre de 2010.
Creo que sigue siendo verdad, como escribí en la década de los sesenta, que si la lectura de los artículos de Marx sobre España puede ser interesante para gentes de hoy es porque esos artículos ilustran bien su método, su estilo intelectual.
Manuel Sacristán Luzón
Análisis y pandereta
Creo que sigue siendo verdad, como escribí en la década de los sesenta [*], que si la lectura de los artículos de Marx sobre España puede ser interesante para gentes de hoy es porque esos artículos ilustran bien su método, su estilo intelectual [1] Pero también puede apetecer leerlos con menos voluntad de aprendizaje y más de entretenimiento, porque esos textos periodísticos (corresponsalías y artículos de fondo para la New York Daily Tribune escritos en 1854 y 1856) permiten ver un trasfondo de vivencia o experiencia de lo español hecho de tópicos comunes y agudas observaciones propias, de familiaridad con los motivos éticos y poéticos del Sturm und Drang schilleriano, del Goethe joven y del Goethe viejo, de la sensibilidad de la Joven Alemania para con la asonancia del romance castellano y de la del romanticismo alemán para con nuestro teatro barroco; todo lo cual añade su interés, entre la estética y la sabiduría de la vida, al valor de ejemplo metodológico que es, sin duda, lo principal de los escritos de Marx sobre España.
La sensibilidad despertada en Marx por las lecturas y experiencias dichas, no siempre muy elaboradas, revela una cierta afinidad con lo español, a menudo en contraste con un menosprecio, no menos tópicamente germánico-romántico, por gran parte de la literatura francesa, como en este pasaje de una carta a Engels (3-5-1854), muestra del gusto (buen gusto, todo hay que decirlo) del romanticismo alemán:
En mis ratos perdidos estoy estudiando español. He empezando por Calderón; de su Mágico prodigioso -el Fausto católico- Goethe ha aprovechado para su Faust no sólo ciertos trozos, sino incluso la disposición de escenas enteras. Luego -horribile dictu- he leído Attala y René de Chateaubriand y algunos trozos de Bernardin de Saint-Pierre; pero en español, porque en francés no lo habría aguantado.
La afinidad en cuestión tiene momentos curiosos, como cuando, refiriéndose a la guerra de las Comunidades de Castilla, Marx habla de Carlos I y aclara a su público norteamericano: “o Carlos V, como lo llaman los alemanes” (New York Daily Tribune [NYDT], 9-9-1854). Cuando se mete en la piel hispánica, Marx puede ponerse tan patético como un orador de 12 de octubre; así comenta, por ejemplo, la derrota de los comuneros:
Si, tras el reinado de Carlos I, la decadencia de España en los terrenos político y social exhibe todos los síntomas de larga y nada gloriosa putrefacción que caracterizan los peores tiempos del imperio turco, bajo el emperador mismo las viejas libertades fueron en fin de cuentas enterradas en un sepulcro magnífico. Ésta es la época en que Vasco Núñez de Balboa planta el pendón de Castilla en las costas de Darién, mientras Cortés lo hace en México y Pizarro en el Perú; la época en que la influencia española gobernó Europa y la meridional imaginación de los iberos se conturbó con visiones de Eldorados, caballerescas aventuras y sueños de monarquía universal (NYDT, 9-9-1854).
Y el atractivo de lo español no se limita a ese período brillante en el que “murió la libertad española”; también “la comprensión de todo lo que España ha hecho y sufrido desde la usurpación napoleónica [...] es uno de los capítulos más emocionantes e instructivos de toda la historia moderna”. Precisamente cuando habla de la guerra de la Independencia española se expresa Marx del modo más emocional, con acentos que recuerdan bastante los versos de Heine sobre Riego y Quiroga. La guerra de la Independencia es un “gran movimiento nacional” con “heroicos episodios”, una “memorable exhibición de vitalidad de un pueblo al que se suponía moribundo”. Y es muy notable que la acción de los ejércitos napoleónicos no sea fundamentalmente para Marx un modo de consumarse el ascenso de la burguesía, sino “el asalto napoleónico a la nación” (NDYT, 25-9-1854). “De un lado -escribe Marx con una convicción más bien sorprendente- estaban los afrancesados, y del otro la nación”.
Desde luego que no faltan entre los tópicos españoles de Marx los que reflejan la extrañeza del centroeuropeo frente a lo que él entiende como exuberancia meridional un tanto ridícula: “¿Dónde es más poderosa la imaginación que en el sur de Europa?”, se pregunta Marx (NYDT, 19-8-1854), y explica con ella desde el prestigio de los caudillos guerrilleros hasta la hinchazón de las proclamas militares (NYDT, 4-8-1854). Pero en su propia fantasía predominan imágenes proyectadas por una nostalgia de ese sur, no tanto la nostalgia goethiana de las tierras “en que florece el limonero” cuanto otra política y moral, la sentida por el labrador hidalgo que -“peculiaridad española”-, “pese a ser miserable y explotado, no tuvo el sentimiento de humillación oprobiosa que le amargaba en el resto de la Europa feudal” (artículo del 21-II-1854, no publicado por el NYDT).
Cervantes entre Homero y Shakespeare
Los gustos literarios de Marx eran, como es sabido, sólidos hasta rozar lo convencional. “Igual que a mis hermanas -recordaba su hija Eleanor-, me leyó todo Homero, los Nibelungos, Gudrun, Don Quijote y Las mil y una noches. Shakespeare era la Biblia de nuestra casa”. Y Lafargue cuenta en sus Recuerdos personales sobre Marx que los novelistas preferidos de éste eran Cervantes y Balzac. El principal crítico literario de la primera generación marxista, Franz Mehring, ha dejado una observación que permite ver en esos gustos literarios tan canónicos una motivación profunda y muy concorde con la personalidad intelectual de Marx. Mehring, en efecto, observó que todos los autores de cabecera de Marx -Homero, Dante, Shakespeare, Cervantes y Balzac- han sido “espíritus que han registrado de manera tan objetiva la imagen de una época entera que todo residuo subjetivo se disuelve más o menos, y a veces tan totalmente, que los autores desaparecen detrás de sus creaciones, en una oscuridad mítica”. Todos ellos, además, documentan prolija y profundamente estadios y procesos sociales. Don Quijote, en particular, es para Marx, como recuerda su yerno Lafargue, “la epopeya de la caballería moribunda, cuyas virtudes se convertirían en el naciente mundo burgués en objeto de burla y de ridículo”, pero que el Manifiesto comunista evocaba como “patriarcales e idílicas”.
Don Quijote es un personaje que se presta obviamente a la comprensión de Marx. Éste alude frecuentemente al hidalgo, y en varios registros, recogiendo su excentricidad anacrónica, recordando accidentes de su carácter y de su vida, y también aplicándole la clave completa de la concepción marxiana de la historia de Europa: como se desprende de su crítica del Franz von Sickingen de Lassalle, Marx entiende que la excentricidad patética de Don Quijote se debe a que para que una lucha como la suya, dirigida contra los poderes injustos de su época, tuviera alguna buena perspectiva, necesitaba “apelar [...] a las ciudades y a los campesinos, es decir, precisamente a las clases cuyo desarrollo significa la negación de la caballería” (Carta a Lasalle del 19-4-1859).
Mas la relación de Marx con Don Quijote -y con Cervantes- se establece también en algún plano menos teórico y más inmediato, imaginativo y propio de la simple sabiduría de la vida. Marx cita frecuentemente al Quijote y a Don Quijote en contextos así, nada teóricos, por ejemplo, comparando la guerrilla antinapoleónica con el caballero (NDYT, 30-10-1854), o contando (de memoria, para comentar la relación de la reina Cristina con Muñoz) la historia de la rica viuda que se volvió a casar con un simple mozo (NYDT, 30-9-1854). La última alusión de Marx a Don Quijote tiene otro tono: Marx se encuentra en Argel, ya enfermo de muerte, y escribe a Engels, el 1 de marzo de 1882, que vive “insomne, inapetente, con mucha tos, algo perplejo, no sin sufrir de vez en cuando accesos de una profunda melancolía, como el gran Don Quijote”. La alusión lo es sin duda al caballero cuerdo y moribundo para el que ya en los nidos de antaño no había pájaros hogaño; y se puede añadir a los varios indicios de la final frustración de Marx.
Historia y Sistema
Como otros estudios particulares de Marx -el de las guerras civiles en Francia, por ejemplo, o el de la comuna aldeana rusa-, los artículos sobre España muestran a un autor que maneja muy libremente su propio sistema teórico, y practica una ancha flexibilidad metodológica. Antes lo he observado a propósito de su descripción de la invasión napoleónica, completamente al margen de su modelo teórico, como “asalto a la nación” española. Marx se enfrenta con sus datos españoles en una actitud muy empírica, por un lado, y muy atenta, por otro, a las “circunstancias peculiares” del país, mientras que los esquemas interpretativos derivados de sus sistema son sólo un trasfondo de presencia nada imperiosa. A veces maneja vaguedades tópicas, más o menos pueriles, acerca de la peculiaridad española -como cuando afirma que el guerrillero español ha tenido siempre algo de bandido “desde los tiempos de Viriato” (NYDT, 9-9-1854). En los artículos de Marx sobre España es frecuente la afirmación de nexos explicativos que no son parte esencial de su modelo teórico, lo cual tiene su importancia para determinar cómo entendía Marx la función explicativa de su teoría, así como el alcance de ésta. Como en el caso aludido de la importancia que atribuye a la acción de validos y camarillas en la provocación involuntaria de insurrecciones, Marx se acerca siempre a los problemas que se propone desde planos que, con el léxico marxiano más consagrado, habría que llamar “sobreestructurales”: el político, el militar, el de la psicología nacional; de modo que las consideraciones de orden “básico” -sobre relaciones de producción, fuerzas productivas, clases sociales- aparecen (cuando lo hacen) sólo en última instancia, como marco general que contiene las condiciones de posibilidad de lo ya explicado “sobreestructuralmente”.
Así ofrece Marx explicaciones por causas político-militares que seguramente dejarán escépticos a muchos marxistas; por ejemplo, la explicación de la peculiaridad de las Cortes españolas por ciertas consecuencias de la supuesta “Reconquista”:
Ni los Estados Generales franceses ni el Parlamento medieval británico pueden compararse con las Cortes españolas. En la formación del reino de España se dieron circunstancias especialmente favorables para la limitación del poder real. Por una parte, las tierras de la península fueron reconquistadas poco a poco durante largas luchas contra los árabes y estructuradas en reinos diversos y separados. En esas luchas nacieron leyes y costumbres populares. Realizadas principalmente por los nobles, las conquistas ulteriores otorgaron a éstos un poder grande, mientras disminuía el del rey. Por otro lado, las ciudades y villas del interior adquirieron gran robustez interna por la necesidad en que la población se encontraba de fundarlas para vivir en comunidades cerradas como plazas fuertes, única manera de conseguir cierta seguridad frente a las continuas incursiones de los moros (NDYT, 9-9-1854).
Esa explicación concibe la Reconquista como la entendían los historiadores españoles más tradicionalistas y conservadores, como “una obstinada lucha de casi ochocientos años”, según escribe Marx en el artículo recién citado; pero lo más interesante del uso por Marx de conceptos así es su implicación metodológica: una gran libertad de la explicación histórica respecto del modelo teórico, el principio metodológico de proceder en la investigación según un orden inverso del orden de fundamentación real afirmado por la teoría.
Orientalismo español
Marx se interesa mucho por registrar peculiaridades españolas; a menudo parece que se divierta al hacerlo: los contrabandistas, observa, son la única fuerza que nunca se ha desorganizado en España (NYDT, 1-9-1854); la cesantía de funcionarios colocados por el gobierno que deja el poder “es quizá la única cosa que se hace deprisa en España. Todos los partidos se muestran igualmente ágiles en esta cuestión” (NYDT, 4-9-1854). Pero también ha intentado, más seriamente, reunir cierto número de esos rasgos peculiares bajo una categoría que los situara en su sistema: la categoría de orientalismo. En el artículo del 9 de septiembre de 1854 del New York Daily Tribune, Marx afirma que la semejanza de la monarquía absoluta española con las monarquías absolutas del resto de Europa es sólo superficial, y que en realidad la monarquía es “una forma asiática de gobierno”: “Como Turquía, España sigue siendo un conglomerado de repúblicas mal regidas con un soberano nominal al frente”. Esa naturaleza de despotismo oriental de la monarquía española explica, según Marx, la persistencia de la diversidad española en “derechos y costumbres, monedas, estandartes o colores militares” e incluso en sistemas fiscales. Pues “el despotismo oriental no ataca al autogobierno municipal sino cuando éste se opone directamente a sus intereses, y permite muy gustosamente a estas instituciones continuar su vida mientras dispensen a sus delicados hombros de la fatiga de cualquier carga y le ahorren la molestia de la administración regular”.
De todos modos, la acentuación de lo que él entiende como peculiaridades españolas -incluido el orientalismo- no lleva a Marx a pensar en categorías metafísicas referentes al “espíritu nacional”, ni tampoco a separar completamente los procesos españoles de los europeos. Por el contrario, más de una vez Marx cree ver en los hechos de España realizaciones representativas de rasgos generales de la historia europea moderna. Así, por ejemplo, tras escribir que en el golpe de Estado de O´Donnell de 1856 Espartero abandonó las Cortes, las Cortes abandonaron a los dirigentes burgueses, los dirigentes a la clase media y ésta al pueblo, Marx generaliza de este modo:
Esto suministra una nueva ilustración del carácter de la mayoría de las luchas europeas de 1848-1849 y de las que tendrán lugar en adelante en la porción occidental del continente. Existen, por una parte, la industria moderna y el comercio, cuyas cabezas naturales, las clases medias, son contrarias al despotismo militar; por otra parte, cuando empiezan su batalla contra ese despotismo, arrastran consigo a los obreros, producto de la moderna organización del trabajo, los cuales reclaman la parte que les corresponde del resultado de la victoria. Aterradas por las consecuencias de una tal alianza involuntariamente puesta sobre sus hombros, las clases medias retroceden hasta ponerse bajo las protectoras baterías del odiado despotismo. Éste es el secreto de los ejércitos permanentes en Europa, incomprensibles de otro modo para el futuro historiador (NYDT, 8-8-1856).
También la guerra española por la Independencia da pie a Marx para una de esas generalizaciones que sitúan la historia de España como historia de Europa. Marx expone que el movimiento independentista iniciado en 1808 parece “a grandes rasgos” dirigido contra la revolución, y no a favor de ella, pero que los principios que expresó e intentó imponer eran revolucionarios, y comenta:
Todas las guerras por la independencia dirigidas contra Francia llevan simultáneamente en sí la impronta de la regeneración mezclada con la de la reacción; pero en ninguna parte se presenta el fenómeno con la intensidad con que lo hace en España (NYDT, 25-9-1854).
Independencia y revolución españolas
Poca duda puede caber de que lo que ha motivado a Marx a estudiar y escribir sobre España es la agitación de la Vicalvarada: la participación popular en el pronunciamiento es la primera señal del despertar de los pueblos europeos desde la conmoción de 1848, que para Marx, naturalmente, fue más la derrota del pueblo trabajador que la consolidación de los estados nacionales burgueses. Los artículos escritos para la New York Daily Tribune, aunque todos fruto, al mismo tiempo, de la necesidad de ganar algo de dinero en circunstancias de mucha miseria y del interés por las perspectivas revolucionarias de España, se pueden dividir en dos grupos: meras crónicas de los acontecimientos a medida que se van produciendo (la Vicalvarada en 1854, al alzamiento de O´Donnell en 1856) y pequeños ensayos históricos y analíticos. Éstos son claramente el resultado de los estudios y las reflexiones de Marx con la intención de comprender los destinos de la “España revolucionaria”.
Sus estudios le convencen pronto de que España es un país mal conocido, acaso el peor conocido y juzgado de Europa, “salvo Turquía” (NYDT, 21-7-1854). “Los numerosos pronunciamientos locales y rebeliones militares han acostumbrado a Europa a considerar a España como un país colocado en la situación de la Roma imperial de la época de los pretorianos”. Pero ese juicio es un error superficial por el cual, observa Marx, Napoleón se llevó una amarga sorpresa. “La explicación de esta falacia reside en la sencilla razón de que los historiadores, en vez de descubrir los recursos y las fuerzas de esos países en su organización provincial y local, se han limitado a tomar sus materiales de los almanaques de la corte”. Si los historiadores hubieran atendido a las entrañas de la historia, y no sólo a las efemérides cortesanas, habrían podido identificar el verdadero enigma de la historia de España, “el singular fenómeno consistente en que tras casi tres siglos de una dinastía habsburguesa seguida de otra borbónica -cada una de las cuales se basta y se sobra para aplastar a un pueblo-, sobrevivan más o menos las libertades municipales de España, y que precisamente en el país en que, de entre todos los estados feudales, surgió la monarquía absoluta en su forma menos mitigada, no haya conseguido, sin embargo, echar raíces la centralización” (NYDT, 9-9-1854).
La explicación que Marx apunta del “singular fenómeno” español consiste esencialmente en aducir una serie de “circunstancias políticas o económicas” que arruinaron el comercio, la industria, la navegación y la agricultura en España, impidiendo que la monarquía absoluta española realizara la función estructuradora cumplida en Europa, la de terminar, sí, con los privilegios de la nobleza y el poder de las ciudades, pero a cambio de imponer “la ley general de las clases medias y el común dominio de la sociedad civil”. Pero, como queda dicho, precisamente ese fracaso de la monarquía española, o, propiamente, una de sus consecuencias, el mantenimiento de la descentralización y la dispersión medieval del poder, es la mejor explicación de la sorprendente eficacia de la resistencia española a los ejércitos napoleónicos. Y como la historia de la revolución española arranca, según Marx, de la guerra de la Independencia, la explicación de ésta es para él un primer paso en la comprensión de aquélla.
La España revolucionaria
La primera y grande ocasión de la revolución moderna en España estuvo, según Marx, al alcance de la Junta Suprema Central Gobernadora del Reino: “Sólo bajo el gobierno de la Junta Central fue posible fundir con las necesidades y exigencias de la defensa nacional la transformación de la sociedad española y la emancipación del espíritu nacional” (NYDT, 27-10-1854). La inoperancia revolucionaria de la Junta Central, paralizada, según Marx, por su formalismo y por la imposibilidad de dirimir la pugna entre sus dos alas (que Marx identifica con los idearios de Floridablanca y Jovellanos, respectivamente) selló al mismo tiempo su fracaso militar: “La Junta Central fracasó en la defensa de su país porque fracasó en su misión revolucionaria” (NYDT, 30-10-1854). (Dicho sea de paso, una tesis análoga fue la de la extrema izquierda marxista y libertaria durante la guerra civil española de 1936-1939, frente a la concepción predominantemente militar del gobierno republicano). En cambio, las Cortes de Cádiz no dispusieron ya de posibilidades revolucionarias; encerradas en un último rincón del territorio, las Cortes eran sólo “la España ideal”, mientras “la España real” se encontraba en las convulsiones de la guerra o estaba ya sometida por el invasor. “En el momento de las Cortes, España estaba dividida en dos partes. En la Isla del León, ideas sin acción; en el resto de España, acción sin ideas”. En conclusión, “las Cortes [...] fracasaron no por ser revolucionarias, como dicen autores franceses e ingleses, sino porque sus predecesores [o sea, la Junta Central] fueron reaccionarios y perdieron la verdadera oportunidad para la acción revolucionaria” (NYDT, 27-10-1854).
Marx simpatiza con los legisladores de Cádiz, sobre los cuales escribe con una epicidad no precisamente refinada desde el punto de vista literario, pero también con muy buena comprensión de la síntesis de tradición y revolución que intentaron aquellas Cortes. Marx percibe la raíz castiza de los de Cádiz: “Desde el remoto rincón de la Isla Gaditana, [las Cortes] se lanzaron a la empresa de fundar una España nueva, tal como hicieron sus padres en las montañas de Covadonga y Sobrarbe” (NYDT, 24-11-1854).
La Constitución de 1812 “surgió del cerebro de la vieja España monacal y absolutista, y precisamente en la época en que parecía totalmente absorta en su “guerra santa” contra la Revolución”, pero esa constitución precisamente será “estigmatizada por las testas coronadas reunidas en Verona como la invención más incendiaria del espíritu jacobino” (NYDT, 24-11-1854): así plantea Marx lo que llama “el curioso fenómeno de la Constitución de 1812”. (Como se ve, España es para Marx el país de los curiosos fenómenos).
El modo como Marx aclara este último curioso fenómeno es muy notable en un autor de los años cincuenta del siglo pasado: “La verdad es -escribe- que la Constitución de 1812 es una reproducción de los antiguos fueros, pero leídos a la luz de la Revolución francesa y adaptados a las necesidades de la sociedad moderna”. Al final de su análisis de la Constitución, escribe un juicio elogioso y competente:
Lejos de ser una copia servil de la Constitución francesa de 1791, [la Constitución de 1812] fue un producto genuino y original, surgido de la vida intelectual, regenerador de las antiguas tradiciones populares, introductor de las medidas reformistas enérgicamente pedidas por los más célebres autores y estadistas del siglo XVIII y cargado de inevitables concesiones a los prejuicios populares (NYDT, 24-II-1854).
Lo de las concesiones a los prejuicios populares se refiere principal y explícitamente al artículo 12 de la Constitución (“La religión de la nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica y romana, única verdadera. La nación la protege por leyes sabias y justas, y prohibe el ejercicio de cualquier otra”). El tenor de ese artículo chocaba con la antirreligiosidad del ultrafeuerbachiano Marx y, sobre todo, resultaba incoherente con su idea de la política religiosa propia de un estado genuinamente burgués, tal como él la concebía desde sus ensayos sobre la cuestión judía.
Marx reconstruye una tradición revolucionaria española continua desde la guerra de la Independencia, contrapuesta a la imagen de una España pretoriana, desconcertante escenario de insurrecciones inconexas e imprevisibles. Comienza esa historia con la intentona de Mina, la compone con Porlier, Richard, Lacy, Vidal, Solá, hasta llegar a Riego: “La conspiración de la Isla del León fue, pues, el último eslabón de la cadena formada por las ensangrentadas cabezas de tantos valientes desde 1808 hasta 1814” (NDYT, 2-12-1854). La revolución de 1820, que tanta importancia tuvo en la recomposición moral de la izquierda europea anterior a 1848, anima todavía un lenguaje conmovido en el Marx de 1854; pero, de todos modos, predomina en los escritos de éste sobre ella la voluntad de explicar su derrota. Y esa explicación le parece fácil: los liberales españoles de 1820 intentan una revolución burguesa, “más exactamente urbana”, en la que el campesinado es espectador pasivo de una lucha de partidos que apenas se le hace comprensible. Por eso, en las pocas provincias en que intervienen, los labradores lo hacen a favor de la contrarrevolución: “El partido revolucionario no supo cómo se tenían que articular los intereses de los campesinos con los del movimiento urbano” (artículo del 21-II-1854, no publicado por la NYDT).
En el pronunciamiento que ocasiona las primeras crónicas de Marx sobre España -el de O’Donnell y Dulce de 1854- es muy visible una característica importante de la historia revolucionaria española, a saber, la decisiva presencia del ejército en la política. Marx considera que esa peculiaridad española se explica por dos causas: en primer lugar, el Estado, en el sentido moderno de la palabra, es casi inexistente en la vida civil del pueblo español, esencialmente local y provinciana, y sólo está presente en el ejército; en segundo lugar, la guerra de la Independencia ha creado condiciones en las cuales el ejército resultó el lugar natural en el que se concentró la vitalidad de la nación. “Así pudo ocurrir -escribe Marx- que las únicas manifestaciones nacionales (las de 1812 y 1822) procedan del ejército; con ello, los sectores movilizables de la nación se han acostumbrado a ver en el ejército el instrumento natural de todo movimiento nacional” (NYDT, 4-8-1854).
Marx conoce también otras causas de la importancia política del ejército español. Cuenta entre ellas la institución de las capitanías generales, a cuyos titulares compara con los pachás turcos, el origen militar de todas las conspiraciones liberales de 1815-1818, y, sobre todo y más profundamente, la escasa fuerza civil de clases y grupos sociales sumidos en luchas decisivas:
El aislamiento de la burguesía liberal, que le obligó a emplear las bayonetas del ejército contra el clero y la sociedad rural; la necesidad en que se encontraron Cristina y la camarilla de emplear esas mismas bayonetas contra los liberales, igual que los liberales las habían usado antes contra los terratenientes; la tradición que se nutre de tantos precedentes, todas ésas son las causas que dieron a la revolución en España un carácter militar, y un carácter pretoriano al ejército (NYDT, 18-8-1856).
Ya al principio de sus estudios sobre España había notado Marx la “superabundancia de plazas y honores militares”, por lo cual “apenas uno de cada tres generales puede ser empleado en el servicio activo” (NYDT, 30-9-1854). Pronto entiende que ésa es una consecuencia de la situación pretoriana del ejército español.
Otra consecuencia, mucho más importante, es el creciente predominio de la orientación contrarrevolucionaria, conservadora o reaccionaria, en los pronunciamientos del ejército, la separación entre éste y “la causa de la nación” (NYDT, 4-8-1854). Marx piensa que entre 1830 y 1854 (período de la vida española que considera particularmente difícil) el ejército, aunque cada vez más poderoso políticamente, aplica de un modo mezquino su poder en zanjar rivalidades dinásticas y tutelar militarmente a la corte. Por último, le parece a Marx que en la insurrección de O´Donnell de 1856 se consuma la separación completa entre pueblo y ejército:
Esta vez [...] el ejército ha estado completamente solo contra el pueblo, o, más exactamente, sólo ha luchado contra la Guardia Nacional. Con otras palabras: ha terminado la misión revolucionaria del ejército español (NYDT, 18-8-1856).
Algunas de las últimas reflexiones de Marx sobre el golpe de 1856 pueden sonar, para un lector español de cien años después, como un turbador llamamiento a recordar el lema polvoriento y pasado de moda “Historia magistra vitae”; sean ejemplo de ello estas líneas del 18 de agosto de 1854:
En uno de los bandos -el ejército- todo estaba preparado anticipadamente; en el otro, improvisado; la ofensiva no cambió de campo ni por un momento. En el primer bando, un ejército bien equipado, moviéndose fácilmente en manos de sus generales; en el otro, unos jefes que van a pesar suyo hacia adelante, empujados por el ímpetu de un pueblo imperfectamente armado.
Manuel Sacristán Luzón
Notas:
[*] Sacristán se refiere a su prólogo a K. Marx-F. Engels, Revolución en España (1959), editado por Ediciones Ariel, Barcelona. El escrito está ahora recogido en M. Sacristán, Sobre Marx y marxismo, Barcelona, Icaria, 1983, pp. 9-23 (nota editor).
[1] Los escritos de Marx sobre España son once corresponsalías relativamente breves sobre la sublevación de O´Donnell y Dulce de junio de 1854; nueve artículos de fondo o pequeños ensayos sobre historia española, de los que el periódico para el que los escribía (como las corresponsalías), la New York Daily Tribune, no publicó más que ocho; dos corresponsalías más con ocasión del golpe de Estado de O´Donnell de 1856; y el artículo “Bolívar” de la New American Cyclopaedia, que es de 1858. También Engels escribió para la New York Daily Tribune artículos de asunto español: tres artículos de 1860 sobre la toma de Tetuán por O´Donnell, titulados “The Moorrish War”. Además de eso escribió sobre el ejército español para el Putnam´s Magazine (1855) y los artículos “Badajoz” y “Bidasoa” para la New American Cyclopaedia (1858). Pero el texto más importante e influyente de Engels sobre España es el conjunto de cuatro artículos titulado “Los bakuninistas en acción (Die Bakuninisten an der Arbeit)”, que se publicó en 1873 en el órgano de la socialdemocracia alemana Der Volksstaat. En el presente artículo se atiende sólo a los escritos de Marx sobre España.
Fuente. Rebelion