"Lucro Sucio" parte I

27 de diciembre de 2009.

Nuevo libro de Joseph Heath, uno de los autores del temible "Rebelarse vende": "El segundo problema que origina el estado imperante de analfabetismo
económico en la izquierda es que lleva a la gente de buena
voluntad a desperdiciar incontables horas promulgando o haciendo
campaña a favor de planes y políticas que no tienen ninguna
oportunidad razonable de éxito o que, en realidad, es poco probable
que ayuden a sus pretendidos beneficiarios".

Introducción a "Lucro Sucio", de JOSEPH HEATH

PDF original de Taurus

Estaba en el instituto cuando se estrenó la película Blade Runner.
Es difícil explicar a la gente ahora por qué la película ocasionó tanto
impacto en el público de ese momento, o cuán profundamente revolucionó
el género de la ciencia ficción. Todavía recuerdo la sorpresa
que sentí al ver la primera imagen panorámica de la futura
ciudad de «San Ángeles», en la que toda la fachada de un rascacielos
mostraba una enorme pantalla de vídeo con un anuncio de una mujer
japonesa que sonreía mientras tomaba pastillas. Enormes dirigibles
cruzaban el cielo nocturno, con molestos reflectores y una retumbante
banda sonora anunciando la emigración extraterrestre
(parecía que el objetivo no era tanto animar a la gente a que se fuera
del planeta como espantarla).
¿Por qué resultaba esto tan impactante? Porque era la primera
vez que alguien sugería que podría haber anuncios en el futuro, o
peor aún, que podría haber más en el futuro que en el presente.
¿Holocausto nuclear? Seguro. Todo el mundo suponía que iba a
haber una apocalíptica guerra nuclear. ¿Pero anuncios? Eso es deprimente.
La ciencia ficción en ese momento estaba dominada por distopías
del futuro: Galáctica, estrella de combate estaba ambientada poco
después de la casi aniquilación de la raza humana por robots renegados;
Espacio 1999 sucedía después de que unas catastróficas explosiones
desplazaran a la Luna de su órbita; El planeta de los simios no
era, desde luego, sino el planeta Tierra, varias generaciones después
de la aparentemente inevitable guerra nuclear. Pero no importa lo
deprimente que fuera la visión del futuro, se suponía en general
que, en el futuro, ya no estaríamos comprándonos y vendiéndonos
cosas los unos a los otros. Se veía el capitalismo, con todos sus estridentes
complementos, como un simple paso en el camino hacia un
nivel más alto de civilización.

En la vieja serie Star Trek había un claro rechazo del capitalismo
como un estado primitivo de la evolución social humana. Esto se
entendía normalmente por el lado cómico, como cuando los miembros
de la Enterprise transmitían señales a la superficie de algún planeta
más atrasado y se quedaban atónitos al oír que un comerciante
alienígena reclamaba algo llamado «dinero». Lo más cercano al capitalismo
que vimos fue en la primera película de La guerra de las galaxias,
cuando Obi-Wan Kenobi y Han Solo establecían un precio de
17.000 «créditos» por contratar el Halcón Milenario. Pero incluso entonces,
en la famosa cantina de Mos Eisley, donde la escoria de la
galaxia se reunía para beber e intrigar, había varias omisiones importantes.
No sólo no había ningún tipo de publicidad en el bar,
sino que tampoco parecía haber ninguna marca. Habíamos llegado
a creer que en el futuro las personas sólo beberían una sencilla y
tradicional cerveza, no Jedi Lite.
Estas omisiones eran muy características de la ciencia ficción de ese
tiempo. Hubo dos cosas que los escritores de ciencia ficción casi nunca
consiguieron anticipar, justo al final de la década de 19701. La primera
era el impacto que la tecnología de la información tendría en la vida
cotidiana. Generalmente se suponía que el desarrollo de la tecnología
mecánica sería la fuerza más poderosa para el cambio en la sociedad
humana: los robots, no los ordenadores, serían los grandes protagonistas.
La segunda principal suposición fue que el mercado se desvanecería.
Nadie podía creerse que, en el siglo XXI, todavía estaríamos
viviendo en una anticuada economía capitalista. Existía la idea casi
universal de que el futuro sería una especie de socialismo postescasez,
no un capitalismo de la información a gran escala.
Si a la gente le costaba pensar que estaríamos todavía viviendo en
una economía capitalista en el siglo XXI, imagínese lo difícil que le
resultaría creer que tendríamos todavía exactamente los mismos debates
sobre los pros y los contras del mercado. Efectivamente, si uno
mira el estado de la cuestión en el momento de la muerte de Karl
Marx y lo compara con el del día de hoy, llegará fácilmente a la conclusión
de que los debates no nos han llevado a ninguna parte. Las
personas pueden haberse resignado más frente al mercado que hace
cien años, pero no necesariamente se sienten más cómodas con él.

Por tanto, ¿qué podemos hacer ante esa inesperada persistencia del
capitalismo?
John Kenneth Galbraith observó una vez, con respecto al capitalismo
norteamericano, que «en principio la economía no le gustaba
a nadie; en la práctica satisfacía a la mayoría»2. Detrás de esta observación
se encuentra la típica descripción del crecimiento económico
y la reducida escasez material. A las personas no les gustaba el concepto
de una economía de mercado, pero tenían que admitir que
era un buen medio de llevarse el pan a la boca. Sin embargo, la gente
nunca ha dejado de sentir inquietud y desconfianza. Un reciente estudio
de psicólogos de la ética mostraba que una importante mayoría
de los estadounidenses pensaba que es una actitud inmoral para
los negocios subir los precios en respuesta a la escasez (por ejemplo,
cobrar más por los paraguas cuando está lloviendo)3. Pero, dado que
la subida de precios en respuesta a la escasez es la principal ventaja
del sistema económico capitalista, esa intuición moral es una prueba
evidente de que los seguidores del libre mercado tienen un problema
de relaciones públicas.
Efectivamente, todo el mundo tiene algunas intuiciones morales
que son implícitamente, si no explícitamente, anticapitalistas. Por
ello, siempre se ha ganado dinero intentando complacer el sentimiento
anticapitalista popular (Hollywood hace esto de forma bastante
implacable, principalmente idealizando «los buenos viejos
tiempos», cuando la vida era algo más que sólo dinero). Contra esta
marea de opinión popular, ¿quién está dispuesto a defender el libre
mercado?

Probablemente la campaña más constante contra el anticapitalismo
popular la hayan hecho los economistas. Según la opinión
generalizada, en realidad las personas no se encuentran cómodas
con los mercados porque no los entienden. La solución sería
más educación, o, más específicamente, más clases de economía.
(Bryan Caplan, un economista de la George Mason University, ha
sugerido recientemente que los votos de las personas que carecen
de una formación básica en economía deberían tener menos peso
en las elecciones)4. De ahí la sagrada reputación de la Introducción
a la Economía, el curso que inicia a los estudiantes «en el modelo»,
o el modo de ver las cosas que hace del capitalismo, no sólo un arreglo
aceptable, sino el mejor de los mundos posibles.
Desde luego, no todo el mundo va a la universidad, y no todo el
mundo hace el curso de Introducción a la Economía. Para aquellos
que no lo han hecho, hay estanterías llenas de libros de «economía
popular», como El economista en pijama, o El economista camuflado, o
La economía al desnudo. Piense en ellos como en el curso de Introducción
a la Economía de los pobres. En cada caso, el objetivo es presentar
«el modelo», ya sea como una parte o un todo, para aquellos
que no han accedido a la versión del libro de texto.
Este libro es diferente. No me interesa vender a nadie las virtudes
de la empresa privada. No quiero hacer una lectura fácil de las maravillas
del libre comercio o de las maldades de la intervención del
Gobierno. Porque, en esencia, comparto el malestar que la mayoría
de la gente siente ante el sistema capitalista. Y me gustaría ver que
descubrimos algo mejor de lo que hay ahora.
Sin embargo, también pienso que la economía es importante,
tan importante para los críticos del capitalismo como para sus defensores.

Además, creo que los críticos del capitalismo no han
aprendido bien las teorías económicas. Marx comprendió claramente
la economía «ortodoxa» de su tiempo, pero, en parte debido
a su influencia, muy pocos izquierdistas o «radicales» teóricos pueden
decir lo mismo. Quizá la gente esperara que todo este rollo del
capitalismo explotara pronto, de modo que no fuera necesario
aprender nada sobre las matrices de producción de Leontief o los
teoremas del hiperplano separador o cualquiera de los otros pertrechos
que, en opinión de los economistas, son esenciales para la comprensión
del precio de la leche.
Hay dos desafortunadas consecuencias de todo esto. Primero, la
mayoría de la gente de izquierdas es incapaz de reconocer los argumentos
basura que todos los días recitan de memoria los conservadores
para apoyar sus puntos de vista. Por ejemplo, un argumento
común contra las reducciones de emisiones de gases de efecto invernadero
es señalar que hacer eso reduce la tasa de crecimiento, y que
el crecimiento crea empleo; con lo que luchar contra el cambio climático
causará desempleo. Esto es lo que se llama un argumento non
sequitur, en el que la premisa no consigue proporcionar ninguna razón
para creer la conclusión. Sin embargo, los ecologistas responden
a este argumento no riéndose y señalando a la persona que lo hizo,
sino aduciendo algún otro conjunto de consideraciones. («Pero ¿qué
ocurre con los beneficios de evitar la inestabilidad climática?» o «¿Qué
ocurre con los trabajos que se crearán desarrollando una nueva tecnología
verde?»). Como resultado, la «economía» acaba siendo como una chistera de donde la gente de derechas saca conejos para defender
la política que quieren, incluso cuando esa política no se basa en
ningún conjunto coherente de principios económicos. (Lo mejor, y,
con diferencia, lo más habitual, es la sugerencia de que los impuestos
no permiten «estimular» la economía. A veces me pregunto si los
economistas que favorecen esta falsa creencia —como una ficción
conveniente, sencillamente porque no les gustan los impuestos— han
tenido dificultades alguna vez para conciliar el sueño porque se
sentían culpables del atraso que están produciendo a la causa de la
ilustración de la gente en temas económicos).

El segundo problema que origina el estado imperante de analfabetismo
económico en la izquierda es que lleva a la gente de buena
voluntad a desperdiciar incontables horas promulgando o haciendo
campaña a favor de planes y políticas que no tienen ninguna
oportunidad razonable de éxito o que, en realidad, es poco probable
que ayuden a sus pretendidos beneficiarios. Considérese, por
ejemplo, La toma, un documental sobre trabajadores de cooperativas
en Argentina producido por Naomi Klein y Avi Lewis. Aunque
el material resulta bastante conmovedor y alguna de las secuencias
es extraordinaria, los acontecimientos de la película se presentan
dentro de lo que sólo se puede describir como un vacío intelectual.
Klein y Lewis ni siquiera se molestan en explicar rasgos básicos
sobre cómo esas cooperativas se estructuran y financian, y mucho
menos sobre cómo se supone que funciona una economía
organizada de esa manera. Pero presentan el movimiento como
una «nueva economía» y como una «alternativa al capitalismo global
». Nada hace pensar, viendo la película, que existe una extensa
literatura económica sobre el asunto de las cooperativas —escrita
tanto por socialistas como por no socialistas— que se remonta a
hace más de un siglo y plantea serias dudas acerca de la posibilidad
de estructurar una economía sobre esas bases. En vez de recurrir a
Argentina, Klein y Lewis habrían sacado más provecho de una visita
a su biblioteca local. Desgraciadamente, están tan enamorados
de su ethos activista —la toma de fábricas, las confrontaciones con
la policía, etcétera— que ni siquiera se preguntan si las personas
implicadas se enfrentan a molinos de viento.
El acto reflejo de la gente de izquierdas cuando se enfrenta a una
cuestión económica es cambiar de tema. Consideremos, por ejemplo,
el argumento económico contra el reciclado de papel5.

La gente dice que reciclar es una manera de «salvar árboles», pero, en la
práctica, tiene exactamente el efecto opuesto. ¿Por qué hay tantas
vacas en el mundo? Porque la gente come vacas. No sólo eso, sino
que el número de vacas en el mundo depende directamente del número
de vacas comidas. Si la gente decidiera comer menos carne de
vaca, habría menos vacas. Pues lo mismo sucede con los árboles. No
se utiliza madera de «árbol centenario» para producir cartón y papel,
los árboles que se cogen para fabricar nuestro papel son un cultivo
industrial, como el trigo y el maíz. Así que una manera de incrementar
el número de árboles plantados es que consumamos más
papel. Además, si arrojásemos el papel usado a un antiguo pozo de
mina, en vez de reciclarlo, estaríamos colaborando, en realidad, con
la captura de CO2: sacamos carbón de la atmósfera y lo enterramos
en el suelo. Esto es exactamente lo que tenemos que hacer para combatir
el calentamiento global. De modo que reciclar papel es malo
para el planeta, en numerosos sentidos. Es lógico reciclar aluminio
(como sugiere el hecho de que es rentable). Pero ¿por qué reciclar
papel?
Es posible que haya una respuesta coherente a esta pregunta, pero
nunca la he visto. La mayoría de los ecologistas se centran en que el
reciclado reduce la deforestación a corto plazo, pero ignoran las consecuencias
a largo plazo de disminuir los incentivos a la reforestación.
La gente suele cambiar de tema, censurando que las explotaciones
forestales promuevan el monocultivo, criticando las prácticas de talado
de árboles o quejándose por el despilfarro de la sociedad de consumo.
Claramente lo que falta es una sencilla pero convincente línea
de razonamiento que defienda las prácticas en contra de la objeción
«económica». De nuevo, eso no significa que no haya argumentos,
sólo que nunca los he oído. Lo que he visto es una multitud de maneras,
cada vez más ingeniosas, de cambiar de tema.

«La economía sufre el acoso de más falacias que ningún otro
objeto de estudio del hombre». Ésta es la frase de apertura del clásico
de Henry Hazlitt Economía en una lección, un libro que hoy día
es tan valioso como cuando fue publicado en 19466. El hecho de
que esto siga siendo verdad es, en cierto sentido, un triste reflejo
del estado del desarrollo intelectual de nuestra civilización. El libro de Hazlitt consta de una discusión sobre veinte razonamientos
extraños que generalmente se utilizan en el debate político, todos
basados en falacias económicas. Lo que hace que su lectura sea
desalentadora es el hecho de que al moderno lector del siglo XXI
todavía le son familiares la mayoría de esos argumentos, dado que
las ideas centrales siguen disfrutando de una aceptación popular
prácticamente inalterada. (Sólo unas cuantas afirmaciones falaces,
fundamentalmente sobre los precios de los productos agrícolas,
han perdido su fuerza).

Todavía resulta fundamental el libro de Hazlitt para todo aquel
que esté interesado en conocer la historia de las subidas y las bajadas
en el mundo económico. Pero también tiene sus fallos. El problema
central es que Hazlitt es un defensor incondicional del libre mercado.
Tiende a considerar a cualquiera con algún recelo hacia las virtudes
del capitalismo desenfrenado como a alguien que se debe a intereses
siniestros o, sencillamente, como a un estúpido. Ni una vez en todo el
libro contempla la posibilidad de que alguien pudiera tener una legítima
preocupación moral sobre cómo funciona el mercado.
El resultado es un fracaso a la hora de valorar la importancia de las
dudas razonables sobre el sistema capitalista que pueden tener los individuos.
Por tanto, resulta poco probable que alguien con tales dudas
preste mucha atención a los argumentos de Hazlitt. Al rechazar las profundas
convicciones morales sobre la justicia social que tiene la gente
argumentando un racionalizado interés personal o sencillamente estupidez,
es poco probable que muchos se muestren receptivos al argumento,
y mucho menos que éste genere una buena disposición a seguir
algunas líneas bastante abstrusas de razonamiento económico. Pero de
nuevo, ésta es la estrategia teórica que Hazlitt emplea.
La mayoría de los divulgadores de la economía han seguido esta
estrategia de Hazlitt. Los economistas constantemente lamentan el
hecho de que haya tanto desconocimiento económico. Pero los
principales intentos de comunicarse con la gente fuera de la profesión
se han visto marcados por una indiferencia tan profunda hacia
el lector —y, en particular, hacia su sensibilidad moral— que han
fracasado ampliamente en sus propósitos. Al leer la mayoría de las
obras de economía «popular», es fácil quedarse con la impresión de
que te están timando vilmente.

Es una pena, porque el fracaso a la hora de tratar estas preocupaciones
morales subyacentes es una de las razones fundamentales
para el mantenimiento de tantas de las falacias que Hazlitt diagnostica.
Las propuestas económicas que condena están, en su mayor
parte, motivadas por una preocupación por la imparcialidad, o la
justicia social. En vez de reconocer la legítima preocupación moral
subyacente mostrando, sin embargo, cómo el remedio propuesto
fracasará a la hora de conseguir los resultados deseados, Hazlitt acumula
desdén sobre las preocupaciones y las propuestas. El resultado es
un completo fracaso de comunicación. La gente no acepta los argumentos
porque encuentra las premisas —por no mencionar la línea
global del razonamiento— moralmente repulsivas. Y de ese modo
las falacias persisten.


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