Los de en medio
27 de agosto de 2013. Fuente: Los de en medio
Los desgraciados son egoístas, malvados, injustos, crueles y menos capaces de comprenderse entre sí que los tontos. La desgracia no une, sino que separa a los hombres; e incluso en aquellos casos en que, al parecer, los seres humanos deberían estar ligados por un dolor análogo, se cometen muchas más injusticias y crueldades que entre gentes relativamente satisfechas. (Anton Chéjov)
Por Ernesto Castro.
Stupid bourgeois people, like the ones who write in newspapers, say that four million unemployed means an angry, assertive workforce. It doesn’t. It means at least four million other very frightened people. (Neil Kinnock)
Resulta curioso que el debate veraniego sobre la composición de la clase obrera en España (iniciado por Pablo Iglesias y el Nega) esté guiado por la lectura de un librito tan británico como es Chavs. El editor de Capitán Swing me transmitió hace tiempo la estupefacción de los presentadores anglosajones ante el rotundo exitazo de la publicación. «La presentación fue muy bien. Los ejemplares se vendieron como rosquillas. El corresponsal de The Guardian no daba crédito.» Y es que Owen Jones retrata una realidad muy suya. Chavs versa sobre la guerra cultural de clases desde la perspectiva de quienes llevan perdiendo la batalla por el reparto de lo sensible desde los años 80, esto es, de lo visible y de lo audible en los mass media: los pobres que ni quieren ni pueden pertenecer a la middle class. Gran Bretaña siempre ha tenido una sociedad clasista y una cultura elitista, pero nunca ha habido un discurso que haya triunfado tanto como la peculiar combinación tatcherista, que primero bautiza a todo quisqui como clase media, luego desbarata los mecanismos de defensa colectiva y por último responsabiliza a las comunidades de los delitos individuales. Un triángulo ideológico definitivo.
La novedad de Margaret Tatcher estriba en pasar a la ofensiva desde arriba, renunciando al elitismo conservador tradicional, colonizando la mentalidad de los subalternos, reforzando la apariencia mediática del «We Are All Born Equal» mientras el gobierno garantiza la perpetuación de las desigualdades existentes. Una estrategia política que comienza a penetrar en España con Felipe González, cuya reconversión industrial anticipa la acomodación neolaborista de Tony Blair & co., con una importante diferencia: la sociedad franquista nunca tuvo apariencia de clase (he aquí una tesis discutible: hablo de la forma, no del fondo). De hecho, los discursos clasistas estaban combinados con los discursos nacionales hasta tal punto que la Segunda Restauración Borbónica termina vendiéndose más como reconciliación de las Españas que como oportunidad política para la clase media, cuyo liberalismo se supone fuera de duda. La Transición no tuvo necesidad de unas Malvinas para garantizar la unidad nacional, no solo porque el ejército tuviera cara de pocos amigos y el Sahara Occidental no valiera un mísero maravedí, sino también porque no necesita más derrotas un pueblo vencido por las armas para permanecer juntos en el miedo.
¿Tuvo Franco cara de clase? De ningún modo. No fue elitista la cultura oficial del Régimen. A fin de cuentas, un gobierno despótico no tiene necesidad de aparentar, dada la cruda verdad de su dominio, a diferencia de las clases dominantes en los países democráticos, cuya superioridad política y cultural está siempre puesta en jaque por la irremediable plebeyización de los productos de consumo, necesitando por tanto dosis añadidas de distinción. La tarea cultural del franquismo consistió, por el contrario, en convencer a media nación vencida. Podemos contemplar los resultados en programas como Cine de Barrio: elevar el lumpen gitano hasta la condición de estandarte musical de una sociedad civil enredada en amoríos y despolitizada hasta la medula, así como sublimar las pasiones cainitas a través de los partidos de fútbol o de las corridas de toros, y un infinito etcétera demagógico fueron las políticas culturales aplicadas por nuestros queridos verdugos, más necesitados de populismo que de modales caballerescos.
Que este imaginario gitano, ibérico y taurino perviva sobre todo entre los canis no resulta nada extraño teniendo en cuenta que el PSOE y su tecnocracia felipista dieron por ganada la batalla por la hegemonía ideológica de centro-izquierda, que quizá nunca fuera con ellos, concentrando sus esfuerzos culturales en reformar la escuela hacia el laicismo, sin llegar a conseguir mucho, y en promover a golpe de talonario que cada Comunidad Autónoma tuviera su Museo de Arte Contemporáneo («Nada más escuchar la palabra cultura extienden un cheque en blanco al portador», que denunciara Rafael Sánchez Ferlosio). Entre los frutos del elitismo subvencionado de extremo centro se cuenta la pervivencia de una mentalidad autóctona impermeable ante las exposiciones del MNCARS cuyos valores culturales entroncan con las tonadillas de mis abuelos, las cuales hablan de un modelo familiar muy definido, solo que con Rafa Mora y el Tuenti de por medio. No será hasta la década de los 2000, con la conversión de La Movida en genuina religión secular, que los poqueros devienen el objetivo del escarnio mediático, vistos como gente sin futuro que hace el tonto ante las cámaras de Cuatro, por contraposición a la elite cultural hipster, cuyos valores culinarios, ecológicos y musicales nadie toma en serio, pero pintan mejor en pantalla.
Hasta aquí las consideraciones que podemos realizar en la estela de Owen Jones. Que todo esto tenga la más mínima relevancia política resulta bastante dudoso, máxime sabiendo que la dinámica electoral de izquierdas y multitud de movimientos sociales no descansan sobre alguna suerte de retórica clasista, sino más bien sobre el concepto de justicia social que manejan —hasta el límite del engaño propio— aquellos estratos medios que prefieren socializar sus ganancias vía impuestos estatales, manu militari y todos por igual, antes que recurrir a una caridad de dudoso tufillo redentor. Ahí están la mayoría de los votantes de ERC, ICV y CUP que también vendrían a pertenecer, según los cajones de sastre del CIS, a la dichosa clase media que todos somos. Así pues, quizá sea el momento de debatir menos sobre la clase obrera y su composición sociológica, un problema escolástico en muchas ocasiones, y desmentir con mayor énfasis algunos juicios exportados sin cuidado desde Londres sobre los de en medio.
Los de en medio quizá sean clasistas en Inglaterra. En España, por el contrario, el problema de la mayoría intersticial quizá consista en pensar como los de abajo y actuar como los de arriba, como manda la envidia cochina colectiva hispana, cuando en verdad vendría bien hallar un término medio, aunque sea para acabar de una vez por todas con la farsa del mileurista que se piensa pobre y se quiere rico, si es que quedan todavía salarios de 1.000 euros; no las tengo todas conmigo.
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