Lo que el menú de Díaz Ayuso ha puesto sobre la mesa
12 de mayo de 2020. Fuente: CTXT
El coronavirus abre hoy los telediarios, pero la obesidad es también una pandemia. Y es, en palabras de la OMS, uno de los problemas de salud pública más graves del siglo XXI. Sigilosa, progresiva, precursora de múltiples patologías, es una de las primeras causas de muerte prevenibles del mundo. La pandemia de la obesidad afecta a millones de personas. Los casos se han triplicado en las últimas cuatro décadas, y ni España ni los niños son inmunes. Da igual qué estudio miremos: los porcentajes son demoledores; en nuestro país, más del 40 % de los niños tiene sobrepeso u obesidad. Si nos centramos en la población de entre 5 y 19 años, ocupamos el 4.º puesto de Europa, tal como arroja el informe The heavy burden of obesity de la OCDE, publicado en 2019. Es esto, y no una pizza, lo que está en la base del problema.
Por Laura Caorsi
En estos días hemos visto el impacto del coronavirus en el sistema sanitario, y es probable que en un futuro cercano veamos también el de la obesidad. De cumplirse las previsiones de la OCDE, esta supondrá el 10 % de nuestro gasto sanitario en los próximos 30 años. “La obesidad como epidemia y como ’enfermedad de enfermedades’ es una realidad a la que nos enfrentamos desde hace tiempo y que, lejos de detenerse, avanza peligrosamente hasta amenazar nuestro sistema universal de salud con un importante aumento del gasto sanitario para paliar los problemas derivados de ella”, advertía hace pocos meses el director científico del CIBEROBN, Carlos Diéguez.
- Uno de los menús de la Comunidad de Madrid
A diferencia de lo que ocurre con el coronavirus, los niños son las personas más vulnerables en la pandemia de obesidad. De hecho, desarrollan a edades tempranas enfermedades de adultos, como la hipertensión arterial o la diabetes tipo 2, ambas graves e incapacitantes. Además, tienden a mantener el sobrepeso conforme van pasando los años. “Hay que tomar medidas desde todos los estamentos implicados y hacerlo desde ya —sostenía Diéguez—. Políticos, educadores, médicos, investigadores, industria alimentaria y agentes sociales en general, deberemos trabajar coordinados para revertir esta realidad de proporciones epidémicas”. Entre sus propuestas destacaban dos: “los menús escolares equilibrados controlados por nutricionistas” y “la educación alimentaria integral para padres e hijos”. Exactamente lo contrario a lo que hemos visto en Madrid durante las últimas semanas.
Esto explica por qué el menú ofrecido por la Comunidad de Madrid a 11.500 niños desde que se decretó el estado de alarma generó tanto malestar entre los profesionales de la salud pública, sobre todo a los especialistas en nutrición. Pero no lo explica todo. No explica por qué un plan así pudo abrirse paso a mediados de marzo, ni por qué se ha sostenido desde entonces hasta hoy sin que el grueso de la población se llevase las manos a la cabeza. Para entender esto —y el calado del problema— es necesario analizar la defensa que hizo Díaz Ayuso de este menú.
Diez cosas para tomar nota
Este discurso pone sobre la mesa 10 cuestiones que bien merecen una reflexión:
1. El peligro de usar el comodín de un día es un día. “No creo que sea un problema que a un niño le den una pizza”. Cualquier persona, incluidos los profesionales sanitarios, podría estar de acuerdo con la frase. El asunto es que hablar de “un niño” y “una pizza”, así, en singular, es falso. La realidad son 11.500 niños comiendo a diario —y durante 7 semanas— menús poco saludables. La singularización, además de quitarle importancia a esta realidad, genera cierta empatía. ¿Por qué? Porque se apoya en la idea de que “un día es un día”, la vieja trampa al solitario que nos hacemos los adultos ante los excesos cotidianos.
2. Vida sedentaria y alimentación hipercalórica casan mal. “Pops fritos de pollo”, “hamburguesas de pollo con patatas fritas”, “enrollados de queso y jamón york”, “Coca-cola”… Los platos y bebidas que componen los menús tienen gran densidad calórica (esto es, muchas kilocalorías en relación al peso del alimento) y, además, son pobres desde el punto de vista nutricional. Estas propuestas alejan a los niños de una alimentación saludable mientras que los conducen peligrosamente hacia la autopista del sobrepeso y la obesidad. La rapidez con que se ven estos efectos aumenta en un contexto de confinamiento donde la vida sedentaria es la constante.
3. Todo el mundo tiene derecho a una alimentación saludable. La apuesta por estos menús le arrebató a miles de niños en situación de vulnerabilidad la garantía —y el derecho— de recibir al menos una comida saludable al día. Esto se agrava con el cierre de los comedores escolares, un lugar importantísimo de educación nutricional y de transmisión de valores gastronómicos, donde se aprende a comer en compañía. Este discurso obvia la destrucción de otros hábitos saludables, como el ejercicio físico, las relaciones personales o la relación con la comida.
4. Fomentar la comida como evasión no puede ser una política de salud pública. “Un niño jarto de estar en casa agradece una pizza”. En esta construcción se le otorga a la pizza industrial la capacidad de evadirnos de una realidad que no nos gusta. Recurrir a la comida como escape o como refugio abre la puerta a los desórdenes alimenticios y los trastornos de la alimentación, como el del atracón o el de la bulimia. Estos problemas no solo impactan en la salud física, sino que también afectan a la psicológica y la emocional. Y cuesta mucho corregirlos.
5. Vigilar la calidad, cantidad y frecuencia de consumo. Una pizza puede ser sana o poco sana, según qué ingredientes se le pongan, en qué cantidad y con qué frecuencia se coma. La pizza, en esencia, tiene cabida en un estilo de alimentación mediterráneo: comparte rasgos con el pan tumaca, el dakos griego o la bruschetta italiana y puede ser una receta saludable. El problema empieza cuando sustituimos los ingredientes que hacen de ella un buen plato por otros que son de peor calidad nutricional; cuando alteramos las proporciones y nos entusiasmamos, por ejemplo, con el jamón york o el queso. El problema empieza, en suma, cuando empeoramos una receta, pero mantenemos intacto su nombre.
6. Los hábitos alimentarios se construyen (y también se destruyen). Las personas nos acostumbramos a comer de una manera, y seguir ese patrón dietético nos resulta especialmente fácil cuando los platos son ricos en grasas, azúcares y sal. Esa combinación nos resulta muy placentera y, si se perpetúa en el tiempo, acostumbra a nuestro paladar a un tipo y un nivel de sabores a los que cuesta mucho renunciar. ¿Cómo apreciar el sabor de unos calabacines o unas zanahorias cuando nos hemos habituado al de los platos ultraprocesados?
7. Basta ya de la falsa dicotomía de esto o nada. La contraposición “pizza o nada” es falsa, al menos en un país como España. Como recordaba en estos días el doctor en Ciencia y Tecnología de los Alimentos, Miguel A. Lurueña, en nuestro entorno, por fortuna, existen numerosas opciones para alimentar adecuadamente a los niños. El Alto Comisionado para la Lucha contra la Pobreza Infantil recoge en este documento los modelos que se han implementado en otras comunidades autónomas. Además, existen empresas expertas en restauración colectiva y servicio de catering que se dedican a la alimentación infantil. Y que cuentan con nutricionistas.
8. Se puede estar malnutrido sin estar pasando hambre. La idea de “mejor algo que nada” admite también sus matices. Para una semana de extrema urgencia podría valer, pero no para seis, para ocho o para diez. No solo por el hábito adquirido y el efecto acumulado, sino porque un menú como el que ha estado en debate genera malnutrición. “La malnutrición no solo comprende los estados de inanición o escasez, sino todos aquellos supuestos en los que la alimentación no cubre las necesidades nutricionales, tanto por defecto como por exceso”, dicen desde el Colegio de D-N de Madrid.
9. El error de mezclar churras y merinas. “Les apuesto lo que quieran a que el niño se comía primero la pizza y, ya contra su voluntad, después la ensalada”, sostiene la presidenta de la Comunidad de Madrid. Esta contraposición, además de torticera, dibuja un arco gastronómico muy pobre. Ni la pizza es sinónimo de comida basura ni la ensalada es sinónimo de salud. Y así como existen las pizzas estupendas, también existen ensaladas olvidables. Dicho esto, una ensalada no es, probablemente, la presentación idónea para que los niños coman verduras.
10. Las instituciones públicas deben cubrir la falta de formación nutricional de las familias. Hay infinidad de combinaciones posibles para ofrecer un plato sano a los más pequeños, pero tienen que aproximarse a sus gustos y conquistar su paladar. En términos de sabor y textura, una hoja de lechuga no puede competir con una hamburguesa, un rebozado o unas patatas fritas. Pero una tortilla de calabacín, unos guisantes con jamón o una tempura de verduras igual sí. Desde luego, lograr que un plato sano les resulte atractivo y les guste requiere una intención, un saber y un plan. Y tiempo más que dinero. Lo mínimo que podría esperarse de un menú institucionalizado es que cumpla con estas consignas.
Las instituciones públicas tienen el deber de velar por el bienestar y la salud de toda la ciudadanía, con independencia de su edad o sus recursos económicos. Sin embargo, la apasionada defensa de unos menús tan pobres nutricionalmente revela la escasa importancia que le dan a la alimentación como pieza clave de la salud. Cuesta creer que una comunidad autónoma que presume de montar un hospital en un día para proteger a su población no pueda articular redes de catering, proveedores y personal de comedores escolares para cuidar a sus niños en un tiempo razonable.
Además, las instituciones pueden contar con especialistas en todos los niveles para mejorar su gestión. Sin embargo, y pese a que la mala alimentación está detrás de las principales enfermedades crónicas, lo sucedido en la Comunidad de Madrid nos habla de una falla estructural: España es el único país de la Unión Europea que no tiene dietistas-nutricionistas en su Sistema Nacional de Salud en la mayoría de las comunidades autónomas. Esto explica también por qué ha costado tanto entender cuál es el problema y dónde está el eje real del debate.
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