La esclavitud: el capítulo olvidado de la Historia de España

20 de junio de 2020. Fuente: CTXT

Apellidos ilustres y grandes fortunas españolas se forjaron con la lucrativa y olvidada trata de personas entre África, la península y América.
Cervantes comparaba Sevilla con un “tablero de ajedrez” y Lope de Vega llamaba a las negras y mulatas “los lunares de Sevilla”. Velázquez y Murillo tenían esclavos negros como ayudantes en sus talleres. El padrastro del Lazarillo de Tormes era un hombre negro –Zaide–, de origen esclavo. Quevedo escribió un poema sobre la boda de dos esclavos en el que ya relacionaba a los negros con la suciedad, el pecado y lo demoniaco. Goya pintó a su musa, la Duquesa de Alba, con su “Negrita”, una niña que había comprado sólo para concederle la libertad. Incluso Sancho, en El Quijote, propone la idea de importar esclavos africanos a España para luego darse a la buena vida. La realidad multirracial, y esclavista, en España fue algo más que un hecho anecdótico.

Por Beatriz Hernánpino

La historiografía española, bastante cegada con grandes hazañas bélicas y otras conquistas, no había mostrado mucho interés por esto hasta los años ochenta. Y después quedó reservado a un grupo de estudiosos. En el imaginario colectivo, en la cultura general, en los libros de texto, el pasado multirracial español sigue olvidado. No es algo aislado de la literatura del Siglo de Oro o posterior, ni que los pintores o cronistas de la época quisieran dar un toque exótico a sus producciones. Es Historia de España.

Probablemente, para una sociedad que durante siglos presumió de la supremacía espiritual católica, la esclavitud fue una mancha que se intentó borrar encarecidamente. El antropólogo Ángel Baldomero Espina Barrio es uno de los mayores expertos en el tema. En un trabajo sobre la trata de esclavos en en el siglo XVI en Medina del Campo (Valladolid), alude al interés de la historiografía española en “mejorar la imagen de un imperio que había sido difamado por una injusta leyenda negra y que procuraba mejorar su autoconciencia oponiendo una también falaz leyenda blanca”.

Olvidar nuestro pasado esclavista y multiétnico no es circunstancial ni caprichoso: blanquea nuestro mestizaje cultural y genético. Y sin duda, subestima la gran contribución económica que supuso la esclavitud. La trata de esclavos financió en gran medida el desarrollo industrial de Cataluña y el País Vasco en la segunda mitad del siglo XIX con la llegada de grandes capitales del tráfico negrero a manos de los indianos venidos de América.

No somos responsables de la Historia, pero sí de cómo la recordamos. Así llegamos a 2020: sin haber abordado ningún tipo de debate público acerca del pasado esclavista de nuestro país. España y Portugal son los únicos países europeos que no han tratado su responsabilidad histórica en el comercio de seres humanos. Así llegamos a 2020: con una aparente amnesia en el sistema educativo español, sin aceptar nuestra herencia multirracial y como sociedad que no se percibe racista.

El racismo

Para alguna gente puede resultar una novedad ver negros por las calles, pero la verdad es que apenas hemos estado 200 años sin ellos. La inmigración que hemos vivido en los últimos 20 años es una repetición, de distinta manera y en menor número, de lo que ya ocurrió. La desconfianza o desinformación de la clase trabajadora que ve al inmigrante como un competidor son algunas de las razones actuales para el racismo y la xenofobia en nuestro país. Instituciones como Amnistía Internacional o SOS Racismo denuncian que se producen en España unas 200 agresiones físicas racistas al año, sobre todo perpetuadas por grupos neonazis o de ultraderecha. Pero por lo general, el racismo es mucho más sutil.

Negro era –y es– una palabra baúl que servía para africanos subsaharianos, pero también para moriscos, mulatos, guanches y gitanos. Se engloba a todos con el eufemismo aséptico de morenos. Separaba lo blanco de todo lo demás, a pesar de las dificultades fenotípicas para perfilar eso de la raza española. Lo novedoso a partir del siglo XVI es la alusión al color de piel, en lugar de la discriminación territorial, cultural o religiosa como venía pasando en las trifulcas medievales entre el cristianismo y el islam. El hecho biológico de ser negros –de no ser blancos– venía a decir que eran esclavos por naturaleza, convirtiendo la palabra negro en sinónimo de esclavo durante cuatro siglos.

El proceso de racialización que se lleva a cabo durante la esclavitud moderna viene muy ligado al de deshumanización. La condición “no humana” de los esclavos se fue relacionando con el color de su piel, hasta el punto de que ya no importaba si la persona era esclava o no. En la negritud está el estigma, pues la ascendencia no-blanca queda indeleble e imposible de borrar.

La esclavitud fue moneda de uso corriente a lo largo de toda la Historia. En España, la primera vez que aparece escrita es con la legislación romana, pero se supone que ya existía de mucho antes. Aristóteles admitía que había causas justas para esclavizar pues “cuando uno es inferior a sus semejantes se es esclavo por naturaleza”. Estos hombres y mujeres, lo mejor que podían hacer era someterse a la autoridad de un señor. Se convierten en esclavos los cautivos de guerras o los que tenían deudas y los nacidos de madre esclava, exponía en el siglo XIII Alfonso X El Sabio en el documento de las Siete Partidas.

Las ideas del racismo científico europeo, una pseudociencia vigente hasta el siglo XX, determinaba que las capacidades intelectuales y morales del individuo venían dadas genéticamente. Defendían la superioridad de unas razas sobre otras. Era la corriente racista más segregacionista y fue aplicada en los países anglosajones, sobre todo EE.UU., Sudáfrica y Reino Unido, que consideraban el mestizaje una impureza de sangre. En España, esta corriente tuvo ciertas dificultades porque la pureza se definía más bien en contraposición al moro o al judío, es decir, por linajes de origen religiosos. Ramiro de Maeztu, en su libro Defensa de la Hispanidad, confirmaba esta idea de que “la raza para nosotros está constituida por el habla y la fé”, aunque igualmente consideraba inferiores a todas las razas no-blancas que conformaban la Hispanidad.

Durante los primeros años del franquismo, el psiquiatra Antonio Vallejo-Nájera, propuso ideas de higiene racial para mejorar la raza española que le llevaron a ser conocido como el Menguele español. Más adelante, en los años setenta, se divulgó el ‘extraño’ caso de la presencia de descendientes de esclavos en la provincia de Huelva, especialmente en los pueblos de Gibraleón, Niebla, Palos o Moguer. Como si fuese un descubrimiento y no hubieran estado ahí durante siglos. El artículo denunciaba la situación de miseria en la que vivían y su discriminación.

La esclavitud en España

A partir del siglo XV y XVI, con la colonización de América, comienzan cuatro siglos de sistematización de uno de los negocios más lucrativos de la historia: el tráfico de esclavos. La esclavitud se constituye como la base del sistema económico, pues la mano de obra esclava hace que la rentabilidad de los negocios se dispare, ya que no hay costos de salarios. De esto se enriquecen europeos y criollos americanos, en estrecha colaboración con los esclavistas africanos que los suministran y es financiado por los grandes centros de la época: Londres y Ámsterdam.

En el triángulo formado entre África, Europa y América se transportó, según las cifras legales y los cálculos más conservadores, a unos 12 millones de personas en contra de su voluntad. Fue uno los primeros atisbos de la globalización. El negro era una mercancía legal de la que el gobierno colonial español recaudó grandes rentas fiscales en todos sus puertos. Sin contar con el comercio de contrabando, unos dos millones de esos hombres, mujeres, niños y niñas, fueron a parar a los dominios del Imperio Español. Tanto a los territorios de ultramar como a la España peninsular. A los fondos recaudados en estas empresas negreras se debe el despegue industrial de Europa y Estados Unidos; a la sangrienta pérdida de población joven se debe parte de la miseria de África; de la racialización y explotación de los cuerpos esclavizados deviene la desigualdad social del continente americano, tanto Norteamérica como América Latina y el Caribe.

En las escaleras de la Catedral de Sevilla se anunciaban las cualidades de los esclavos. Era el segundo mercado de esclavos más importante de Europa, después de Lisboa. De todos ellos, según decían, los negros eran los menos propensos a escaparse. Y eso se pagaba. También valían más las mujeres, pues podían criar más esclavos y además ser concubinas del amo. Comprar personas era una inversión segura: además de ser dueño del trabajo del esclavo también lo era de la persona, del ser humano en sí mismo, de su historia y de sus descendientes.

Se calcula que en el momento álgido en ciudades como Sevilla, Cádiz, Málaga o Barcelona había entre la población más de un 10% de esclavos. En Sanlúcar de Barrameda, entrada del Atlántico al Guadalquivir camino de Sevilla, de unos 1.000 habitantes 400 eran esclavos. También había esclavos en el resto de España. Se utilizaban mayoritariamente para el servicio doméstico y eran un símbolo de prestigio. A menudo al final de su vida, los amos y señores otorgaban la carta de libertad a sus esclavos, como señal de buena fé, para salvar su alma ante Dios. Las cifras de personas esclavas en la península fueron disminuyendo, hasta desaparecer, en la misma medida en que el número de esclavos en las colonias de ultramar crecía de forma desorbitada.

Dos años después de la Revolución Francesa, en 1791, llega a las colonias francocaribeñas de Saint Domingue (Haití) la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. En la isla, dedicada a la producción de azúcar, había 500.000 esclavos, 34.000 mulatos y 27.000 blancos. En ese momento, algo más de la tercera parte de los ingresos franceses provenían del trabajo esclavo de Saint-Domingue. La revolución burguesa no había incluido a los esclavos. No eran parte de ese universal. En 1804 Haití consigue su independencia de Francia: es el segundo país americano independizado –después de EE.UU.– y se constituye como la primera república negra. Esto hace que se tambaleen los cimientos del colonialismo europeo, pues su riqueza provenía de la explotación de las poblaciones esclavas.

El derrumbe de la industria azucarera francesa hace que la cubana florezca más y sea insaciable de esclavos. En 1817 Reino Unido fuerza a España a condenar el tráfico de esclavos. Los negreros pasan de ser “exitosos comerciantes” a “traficantes ilegales”. España no cumple su compromiso. Los barcos dejan de pasar por Europa: van directos de África a Cuba. Hasta 1837, veinte años después, la esclavitud continúa siendo legal en la península. Es el último país de Europa que la prohíbe. Aunque sigue vigente en ultramar: en Puerto Rico se abole 1873 y en Cuba hasta 1886 no se liberan a las últimas 25.000 personas esclavizadas.

Con la iglesia hemos topado

La forma en la que se implantó en España la esclavitud, y su consecuente ideología, el racismo, muestra la gran contradicción de la Iglesia Católica. Pues mientras repudiaba el maltrato a los indígenas americanos, no condenaba en absoluto la esclavitud africana. Es más, casi todas las órdenes religiosas tenían esclavos propios. Aunque, eso sí, les daban el descanso dominical. A diferencia del indio, el negro no es súbdito de los Reyes de España y por lo tanto podía ser esclavizado de acuerdo a la ley.

Bartolomé de las Casas, uno de los primeros defensores de los Derechos Humanos, viaja a la corte de Castilla en los albores de la Conquista, para denunciar la esclavitud a la que están sometidos los nativos americanos. Isabel La Católica, casi en su lecho de muerte, advierte de estos abusos y los acoge en su seno como súbditos. “Como personas libres y no como siervos”, escribían sus cronistas. Pero no es hasta cuarenta años después que su nieto Carlos I, persuadido por relatos horripilantes que le llegan desde la Indias, promulga las Leyes Nuevas. De esta manera sitúa a los “aborígenes bajo la protección directa de la Corona”. Estas leyes no significaron que los indígenas no fueran sumidos en regímenes de servidumbre similares a la esclavitud. Especialmente en las zonas mineras de mayor altitud sobre el nivel del mar “donde los negros no servían”.

Las huellas

“La forma de llamar a la tierra pisando el suelo del flamenco viene de África”, contaba el director Miguel Ángel Rosales en una entrevista para El País durante la promoción de su documental Gurumbé. Una película que intenta rescatar parte de esa influencia silenciada que los esclavos africanos ejercieron sobre la cultura andaluza y española. Pues no desaparecieron por arte de magia, sino que se incorporaron a la sociedad y hoy somos herederos de esa memoria. Sin duda faltan investigaciones para entender las profundidades del impacto cultural y genético de nuestras huellas recientes.

“Estamos activando una parte de la historia silenciada intencionadamente. Las culturas cristiana, judía y musulmana siempre han sido las oficiales, pero hay que agregarle dos para hacer justicia; la negra y la gitana. No es casualidad que se hayan callado porque son las de abajo y por la vergüenza de la negritud vinculada a la esclavitud, pero llevan aquí siglos”, apunta el catedrático de Antropología y miembro del colectivo Asamblea de Andalucía, Isidoro Moreno. Portador de un apellido que solía estar asociado a descendientes de esclavos negros.

La responsabilidad histórica

Leopoldo O’Donell, antes de llegar a ser presidente del Gobierno, de ser capitan General en Cuba y de tener una calle en Madrid, se enriqueció con el tráfico negrero. Josep Xifré, primer presidente de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Barcelona, embrión de La Caixa, también forjó su capital a partir del negocio de la trata. Juan Manuel Manzanedo llegó a Cuba como sirviente y acabó amasando una gran fortuna como traficante. Después reinvirtió ese dinero en la promoción del prestigioso barrio de Salamanca en Madrid. Eusebi Güell, antes de ser mecenas del icónico Antoni Gaudí, recibió la herencia de su padre Joan Güell i Ferrer, hecha en torno al comercio de seres humanos.

Son algunos de los ejemplos de las fortunas españolas derivadas del tráfico de esclavos. Apellidos hoy en día ilustres que ligan la actualidad política y financiera española con la lucrativa y olvidada trata de personas. Dejan de manifiesto el éxito de la acumulación de capitales por desposesión de los oprimidos y de la necesidad de revisar los relatos de la Historia.


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