La Eskalera Karakola: un cuarto de siglo amasando feminismo

7 de mayo de 2023. Fuente: Pikara

Este espacio colectivo, transfeminista y autogestionado es un lugar físico y es también su recorrido y todo lo que ocurre a su alrededor, en las intersecciones de sus múltiples alianzas. En sus más de dos décadas de vida, la Ekka se ha convertido en un referente radicalmente transformador.

Por Laura Gaelx Montero

“La Eskalera Karakola es un espacio colectivo, transfeminista y autogestionado de Lavapiés (Madrid) que nació en 1996 como kasa okupada por y para mujeres. Desde entonces, ha estado en constante transformación. En la actualidad alberga diversos proyectos (grupos de consumo, de empleadas de hogar, autodefensa, activismo loco, radio, salsa queer, club de lectura en inglés, entre otros) impulsados por un deseo de compartir espacios y vidas, de pensar en conjunto, de desafiar y reinventar el mundo desde una mirada feminista. Continuamos siendo un cruce de caminos y aspiramos a ser un espacio seguro mediante la revisión de nuestros privilegios y la alegría de pensar juntas en el mundo que queremos construir”.

Una revista brasileña sobre prácticas autogestionadas nos ha pedido un párrafo breve explicando qué es la Eskalera Karakola. Hicimos un buen trabajo de síntesis. Pero a esta descripción le falta algo fundamental para entender este espacio: las personas que lo habitamos y la percepción particular de lo que ha supuesto para cada una de nosotras. Así que voy a tratar de transmitirlo entremezclando recuerdos y conceptos propios con los de cinco compañeras a quienes pedí que compartiesen conmigo, con vosotras, qué supone este espacio en sus vidas.

La Ekka (como la llamamos de forma abreviada) es, en esencia, una obra coral y en constante transformación. Hay muchas Ekkas, pero todas están en Lavapiés. Es un espacio físico (dos locales separados por unos cuantos metros de acera en los bajos de un edificio de protección oficial) y es su recorrido (pensamiento, acciones, cambios, conflictos, idas y venidas). Pero también es todo lo que ocurre a su alrededor, en las intersecciones de sus múltiples alianzas. Se gestiona a través de una asamblea mensual de diversos colectivos, aunque también acuden personas de forma independiente (porque son la Ekka) y hay personas que no vienen nunca a las asambleas que también, por supuesto, lo son. Por ejemplo, las trabajadoras domésticas que solo libran los domingos, o los cisvarones que desde hace algunos años participan en ciertas actividades, pero no en la asamblea ni lista de correo, espacios de toma de decisiones que se mantienen reservados para mujeres, bolleras y personas trans.

Cuando se habla de la Karakola, una de las primeras palabras que surge es siempre, inevitablemente, la de referente. Referente del feminismo autónomo, autogestionado, al margen de los partidos. Referente, también, del movimiento okupa y de la historia de los centros sociales. Allá por 1996 un grupo de feministas y lesbianas okuparon una antigua tahona en el barrio de Lavapiés, uno de los epicentros del movimiento asociativo madrileño. Con una particularidad: la gestión y el acceso a ese nuevo CSO (centro social okupado) era exclusivamente para mujeres. Algo que —al menos que sepamos— no había ocurrido hasta entonces en el Estado español.

Yo, entonces, tenía 15 años y no vivía en Madrid. Así que nunca he temido que las vigas enmohecidas del obrador de pan abandonado se desplomasen sobre nuestras cabezas, ni he visitado ese mítico altillo oscuro, al que se accedía por esa aún más mítica escalera de caracol. Pero sí he ascendido por cinco de los estrechos escalones que la componían y que, a caballo entre la genealogía y la nostalgia, mantenemos en el local actual transformados en el acceso a una sencilla plataforma para la DJ.

Durante esos primeros años, la Eskalera Karakola se convirtió en un espacio de creación de pensamiento y acción al que no nos gusta definir como puntero o vanguardista (aunque, tras referente, sean las siguientes palabras que acuden a la boca cuando hablamos de esta primera etapa de la Ekka) sino como radicalmente transformador, que se cuestionaba todos y cada uno de los aspectos de la realidad desde un feminismo autónomo y encarnado.

El futuro es ahora

Pero la radicalidad de la Ekka va mucho más allá. En 2005 se convirtió en el primer centro social de Madrid —de nuevo, que sepamos— en negociar y obtener, como salida al desalojo del local okupado, la cesión de un espacio propiedad de la Empresa Municipal de Vivienda a cambio de pagar una mensualidad, por debajo del precio de mercado, pero no tan simbólica. Por encima de las formas puras, se primó la necesidad de mantener el espacio vivo, abierto, activo. Desde entonces, pagamos el alquiler y los suministros, pero eso no nos quita ni una pizca de radicalidad o fantasía. Permanecer, en un mundo tan voluble, donde muchos proyectos autogestionados son flores de una noche, durante casi un cuarto de siglo es, en sí mismo, una profunda muestra de radicalidad.

Y la clave —quizá, es solo una hipótesis— se encuentre en el acuerpamiento. Un concepto generado desde los feminismos del Abya Yala, emparentado con aquello de que lo personal es político y que en la Karakola practicamos desde antes de saber nombrarlo. Sin negar los conflictos, las dificultades y el cansancio —que los hay— en la Ekka se da un gusto generalizado por encontrarse, por hacer cosas juntas, ya sea un domingo de limpieza general o una jornada de debate para revisarnos los privilegios. No existe la falsa distinción —a qué tiranía de falta de estructuras nos puede llevar esa pretensión— entre activismo político y relaciones personales.

Kate Millet visitó La Ekka. / Foto cedida

Aunque, en este terreno, también ha habido transformaciones: de esa primera asamblea formada por un grupo de personas unidas por densos lazos de relación, dentro y fuera del espacio de la Karakola, hemos pasado a una asamblea de gestión a la que acude una representante de cada colectivo. De proyectos con una gran proyección pública, (como Precarias a la deriva) o actividades que atraían a mucha gente nueva (como las cañas de los viernes o el brunch, devenido en puchero, de los domingos) hemos pasados a colectivos más atomizados, cuyas principales acciones son internas. No obstante, la sensación de afinidad dentro de la diversidad y, lo que es más importante, de confianza absoluta, se mantiene.

Las personas con las que comparto ahora (desde hace ya unos diez años) el espacio somos algo así como una tercera ola de habitantes de la Karakola. O segunda. O cuarta. No está muy claro. Pero todas nos acercamos cuando su fama ya precedía al proyecto. En algunos casos, traspasando fronteras. Y, unánimemente, la sensación asociada a esos primeros contactos es la de haber encontrado un espacio feminista accesible, abierto, seguro. Un punto de partida. Un lugar cómodo. Durante muchos años, si querías hacer activismo feminista aterrizado, inclusivo e intereseccional, esta era tu única casa.

De kasa de mujeres a espacio transfeminista

Porque, aunque no nos guste la idea de vanguardia, es innegable que la Ekka se adelantó a muchos debates. O, más bien, asumió como propio, en la teoría y en la práctica, un feminismo al que apellidamos primero queer y luego interseccional. Un feminismo inclusivo que convirtieron a la Ekka en un espacio de socialización seguro, para todo el mundo, independientemente de su identidad u orientación sexual, expresión de género, color de piel, situación administrativa o capacidades motoras.

Para algunas, supuso casi un shock descubrir que, fuera de la Ekka y sus alrededores, había espacios que se denominaban feministas, pero solo aceptaban algunas formas muy determinadas de ser mujer, mientras que excluían a otras, para poder refugiarse dentro del paraguas del sujeto de la reivindicación feminista. Para no dejar lugar a dudas, y mientras a nuestro alrededor arreciaba un debate que creíamos cerrado, en 2016 pintamos sobre el cierre rojo de la ventana un precioso mural que nos define como casa pública transfeminista.

Antigua fachada de La Ekka. / Foto cedida

Por supuesto también hay problemas y, de cuando en cuando, estalla algún conflicto. Conflictos que nunca evitamos y de los que siempre intentamos aprender. Es inevitable en cualquier grupo o proyecto humano. Sobre todo, en uno que se cuestiona todo, que se repiensa, que revisa sus privilegios y persigue horizontes utópicos. A veces, el proceso de toma de decisiones se alarga en el tiempo hasta límites insospechados. A veces, esa decisión que tanto costó cerrar, se vuelve a abrir unos meses después, sin que nadie sepa muy bien por qué. A veces, no está muy claro ni siquiera cuál es la decisión. En la Eskalera Karakola, decíamos, no creemos en la dicotomía cartesiana y amasamos los conceptos sin prisa, hasta hacerlos digeribles, los cocemos en el horno común, los deglutimos lentamente y los introducimos en nuestros cuerpos materiales, concretos y diversos.

En proceso de construcción

Las obras han acompañado este espacio desde sus inicios. En su sentido más literal y tangible, la Eskalera Karakola ha sido un taller de aprendizaje del oficio de albañilería (y fontanería, cerrajería, electricidad…) sin parangón. Para hacerla habitable, la tahona okupada requería de mantenimiento constante. Pero es que la cesión de un espacio por parte de la autoridad municipal tampoco significó un aburguesamiento en este sentido. Los dos locales en los bajos de un edificio de protección oficial, a escasos metros del emplazamiento original, fueron entregados “de obra”, en bruto. Hormigón desnudo por los seis costados, sin suelos ni instalaciones de ningún tipo.

Convertirlos en los locales tan acogedores, accesibles, cómodos y adaptados a nuestras múltiples necesidades que yo ya conocí debió de ser un proceso de lo más empoderante, pero también agotador. De hecho, cuando unos diez años después tocó hacer obras de nuevo, y tras debatirlo largamente en asamblea, decidimos que, en esta ocasión, pagaríamos a otras personas para realizarlas. La motivación, las circunstancias, las energías eran otras. Pero el proceso fue igualmente estimulante.


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