Jeremy Bentham: sociofobia y utopía - I

15 de enero de 2012.

El testamento de Jeremy Bentham (1748-1832) establecía que su cadáver fuera diseccionado en el transcurso de una clase de anatomía para, a continuación, ser momificado, vestido con sus propias ropas y sentado en una cabina de madera denominada “auto-icono”. El cuerpo de Bentham se conserva en el University College de Londres, donde sigue expuesto al público.

No así su cabeza, que no salió bien parada del proceso de embalsamamiento y fue sustituida por una reproducción de cera. Durante algún tiempo, se conservó a los pies de la momia el cráneo original de Bentham, con los ojos de cristal que, según cuenta la leyenda, el fundador del utilitarismo eligió personalmente y solía llevar en el bolsillo de su chaqueta. Pero cuando se convirtió en instrumento recurrente de las bromas estudiantiles –en una ocasión apareció en una taquilla de una estación de tren escocesa– las autoridades universitarias pusieron la cabeza a buen recaudo.

Prólogo a Jeremy Bentham, Panóptico (Madrid, Círculo de Bellas Artes, 2011) - César Rendueles

Esta extravagante rebelión benthamiana contra las formas funerarias establecidas es significativa. Cuestiona la recepción dominante del utilitarismo como un proyecto de corto alcance metafísico, cercano a ese pragmatismo ingenuo que asociamos al mundo de los negocios pequeñoburgueses. Tras dedicar su vida a la reforma social, Bentham no se privó de una intervención radical post mortenque cuestionaba una de las grandes sedimentaciones civilizatorias. Al fin y al cabo, la ritualización del trato con los cadáveres es un elemento casi universal del paso de lo crudo a lo cocido. La aparición de ceremonias de enterramiento se ha considerado tradicionalmente un hito clave del proceso de hominización. La ruptura de Bentham con las costumbres funerarias de su tiempo deja clara su pertenencia a ese universo de pensadores y políticos que a finales del siglo XVIII vieron la historia y la naturaleza humana abiertas ante sí. Es pariente cercano de aquellos saint-simonianos que vestían chaquetas con botones por la espalda a fin de obligarse a solicitar ayuda para abrocharlas y, así, fomentar la fraternidad. La diferencia, claro, es que una parte substancial de la doctrina benthamiana ha pasado a nuestro medioambiente ideológico. La escuela neoclásica de economía se inspiró directamente en Bentham y la herencia del utilitarismo es meridiana en cualquier manual de economía convencional. Eso por no hablar de su inmensa popularidad entre el progresismo burgués ruso, francés y, muy especialmente, ibérico. Durante el trienio liberal, Bentham mantuvo una fluida relación con las Cortes españolas y en Portugal el Parlamento llegó a ordenar la impresión de sus obras. Por eso Bentham es siempre un compañero de viaje incómodo para el liberalismo ya no sólo económico sino también político: nos recuerda que la economía de mercado, la democracia representativa, el estado de derecho o el trabajo asalariado se parecen más a los falansterios que a estructuras antropológicas, como los sistema de parentesco, con milenios de antigüedad.

La propuesta mortuoria de Bentham no consiste en una renuncia sin más a las convenciones establecidas. No pidió que su cuerpo fuera arrojado a un vertedero. Primero el cadáver debía ser tratado objetivamente como carne muerta para, a continuación, proceder a una reformulación perfeccionada de los usos funerarios. Se trata de una especie de parodia macabra del elemento central de todo el sistema benthamiano, la búsqueda de un grado cero de la sociabilidad desde el que reconstruir el vínculo comunitario sobre bases más racionales. Bentham reconoce la naturaleza gregaria del ser humano, pero desconfía profundamente de esa viscosidad antropológica característica de la fraternidad natural, en la que el vínculo social es indiscernible de relaciones de dependencia personal, supersticiones, pasiones desenfrenadas y falsa conciencia.

El núcleo duro del utilitarismo benthamiano es la idea, relativamente frecuente en su contexto filosófico, de que todo acto humano debe ser juzgado según el placer o el sufrimiento que reporta, con el objeto de lograr la mayor felicidad para el mayor número. Bentham consigue convertir este lugar común eudemonista en una fuente de transformaciones políticas radicales. Aunque el cálculo hedónico benthamiano no se compromete con un proyecto político concreto, tampoco es una apuesta meramente procedimental. No se limita a proponer diques garantistas, como la separación de poderes, a la espontaneidad política. Bentham alienta una auténtica ortopedia pública, un mecanismo activo de intervención sobre el vínculo social natural que corrija sus taras comunitarias.

El panóptico

Durante toda su vida, Bentham estuvo profundamente interesado en la innovación tecnológica, tanto material como social. Hay un estrecho parentesco entre el proyecto de un pannomion –un código legal coherente y completo basado en principios utilitaristas–, las comunidades utópicas owenianas en las que Bentham llegó a invertir su dinero, y otros inventos más prosaicos que merecieron su atención: un frigidarium para conservar la comida, tubos de comunicación para conectar las oficinas del Home Office, un modelo de billete infalsificable… En este continuo se inserta el panóptico, una iniciativa de ingeniería social a la que Bentham dedicó grandes esfuerzos intelectuales y económicos.

En 1786 Bentham visitó en Crimea a su hermano Samuel, un conocido ingeniero que había sido contratado por el Príncipe Potemkin para modernizar la industria naval rusa. Las continuas insubordinaciones de los trabajadores especializados que había contratado llevaron al hermano de Bentham a idear un sistema de vigilancia que mejorara la disciplina. Dispuso a los obreros a su cargo en un edificio circular desde cuyo centro podía supervisar todas sus tareas. Bentham apreció inmediatamente el potencial de esta innovación organizativa y las posibilidades de adaptarla a otros usos, como asilos, fábricas, hospitales, escuelas, casas de pobres y, por supuesto, prisiones. El resultado es El panóptico, o La casa de inspección, un texto epistolar compuesto de veintiún cartas dirigidas a un interlocutor anónimo. El texto se publicó en 1791 en Dublín y, poco después, en Londres, con el añadido de un amplio postfacio que incluía gran cantidad de detalles técnicos. El panóptico tuvo una repercusión muy limitada entre el público inglés y ni siquiera se llegó a distribuir comercialmente. En la Francia revolucionaria corrió mejor fortuna gracias a la adaptación que hizo Pierre Étienne Louis Dumont, uno de los principales difusores de la doctrina benthamiana.

La obra describe el funcionamiento de un establecimiento de vigilancia –señeramente una prisión– de planta circular. Las personas supervisadas habitan celdas individuales dispuestas a lo largo de la circunferencia del edificio, mientras los vigilantes ocupan un torreón de vigilancia ubicado en su centro. Una serie de dispositivos arquitectónicos –juegos de distintas alturas, pasillos de vigilancia, celosías, sistemas de contraluz, tubos de comunicación…– permiten que los guardianes observen a los prisioneros sin ser vistos. Además, Bentham proporciona detalles acerca de la organización de la cárcel, con especial atención al régimen laboral de los internos y a las ventajas económicas de su sistema. El panóptico debía ser económicamente viable y no sólo autofinanciarse sino convertirse en fuente de beneficios.

La clave tecnológica del panóptico es la permanente y perfecta visibilidad de los prisioneros que, en cambio, nunca saben en qué momento están siendo observados desde el edificio central de vigilancia. La incertidumbre que provoca esta exposición total genera los mismos efectos que una supervisión perfecta con unos costes mínimos. A menudo se describe El panóptico como la fantasía enfermiza de un autor afecto al despotismo. Pero lo cierto es que Bentham se muestra muy interesado por limitar las oportunidades de abuso de poder. El panóptico aspira a facilitar la vigilancia de los propios carceleros por parte tanto de inspectores profesionales como de cualquier ciudadano que desee visitarlo. Debe estar “abierto de par en par a los ojos de los curiosos: ese gran comité abierto del tribunal del mundo”. El resultado es una serie de espejos de dos vistas donde la coerción se genera con un mínimo de violencia, sencillamente a través del flujo unidireccional y sin fricción de la información.

Bentham se empeñó en llevar a la práctica personalmente el panóptico. En Francia se acogió con entusiasmo la iniciativa, pero quedó truncada cuando en 1792 una insurrección popular derrocó el gobierno municipal de París. En Inglaterra, Bentham dilapidó su fortuna tratando de impulsar el proyecto: contrató a arquitectos que diseñaron el edificio, compró un terreno donde erigirlo y porfió hasta conseguir que el Parlamento aprobara una ley que le autorizaba a administrar una prisión… Fue en vano, la iniciativa no llegó a buen puerto. En 1802 todavía se publican dos cartas bajo el título de Panopticon versus New South Wales en las que Bentham exponía las ventajas de su modelo carcelario frente a la política de deportación a Australia de los reos ingleses, pero al año siguiente Bentham aceptó definitivamente su fracaso.

En la segunda mitad del siglo XVIII el debate en torno a las prisiones ocupaba un lugar relevante en la agenda política europea. Al fin y al cabo, el año cero de la sociedad moderna está marcado por el asalto a una famosa cárcel: La Bastilla. Hoy se recuerdan, sobre todo, las intervenciones ilustradas que critican las malas condiciones de las cárceles o la crueldad de los castigos (el tratado de Beccaria se traduce al inglés en 1767 y tuvo una amplia difusión). No obstante, una preocupación central de casi todos los autores que se ocuparon del tema fue aumentar la eficacia de las prisiones y reducir sus costes. En términos generales, todas las propuestas de reforma están dirigidas a regular una situación generalizada de desorden y arbitrariedad. A principios del siglo XVIII las cárceles eran, básicamente, una reproducción a pequeña escala de la sociedad.

El desorden y el descuido eran las características fundamentales de la prisión del siglo XVIII. Raramente resultaba sencillo distinguir a los criminales de los visitantes […]. La cárcel parecía una especie de albergue con una clientela heterogénea. Algunos de sus inquilinos llevaban una vida desahogada, mientras otros estaban sumidos en la miseria. Había pocas demostraciones de autoridad. […] Los carceleros toleraban amplias dosis de autogobierno por parte de los internos, que a menudo desarrollaban elaboradas reglas y procedimientos para mantener el orden entre ellos. Las mayores cárceles tenían tribunales que escuchaban quejas, imponían multas, y resolvían las disputas que surgían en su comunidad. El orden de la prisión reflejaba el de la sociedad en un grado sorprendente. […] En la mayor parte de cárceles no se hacía ningún esfuerzo por regular la jornada del prisionero. Algunos trabajaban, pero por iniciativa propia y para su propio beneficio; a otros se les permitía mendigar.  [1].

El panóptico es una utopía. Propone una intervención rupturista sobre esa sinécdoque de la sociedad que eran las prisiones tradicionales. Pero el panóptico no es una cárcel, sino un dispositivo general con numerosas aplicaciones (fábricas, hospitales, escuelas, manicomios…). De hecho, Bentham subraya que si elige la cárcel para ejemplificar el panóptico es porque es allí donde más difícil resulta su aplicación y, por tanto, si resulta exitosa, quedará demostrada su adecuación a otros fines más ambiciosos: “¿Qué diría si mediante la gradual adopción y diversificada aplicación de este principio, viese un nuevo estado extenderse sobre el rostro de la sociedad civilizada? La moral reformada, la salud preservada, la industria reforzada, la educación generalizada, las cargas públicas aligeradas, la economía asentada, por así decirlo, sobre una roca, el nudo gordiano de la Ley de Pobres no cortado sino desatado, todo gracias a una simple idea arquitectónica”.

(seguirá en la segunda parte)


Relacionado: Wikileaks: Del abate Barruel a Jeremy Bentham



Notas

[1Randall McGowen, “The Well-Ordered Prison. England, 1780-1865”, en Noval Morris y David J. Rothman, The Oxford History of the Prison, Oxford University Press, 1995, pp. 78 y 82.

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