Elogio del liberado (o sesgos de género, raza y clase en el activismo)
2 de septiembre de 2015. Fuente: Periódico Diagonal
Dentro de los movimientos sociales más asamblearios hace años que se llegó a un consenso ya inquebrantable: activismo y trabajo cultural son equivalentes e intercambiables. O, dicho de otra manera, jamás se debe cobrar por escribir, traducir, corregir, diseñar carteles, realizar páginas web o actuar en conciertos si es por la causa.
Por David García Aristegui
Desde la extrema izquierda se puede pagar un amplio abanico de cosas, desde la imprenta y la distribuidora a los barriles de cerveza y las cajas de Coca Cola, probablemente porque pagar a empresas expresamente capitalistas está, paradójicamente, mucho más asumido que remunerar (siquiera parcialmente) el trabajo que realizan compañeras y compañeros.
Este consenso se produjo más o menos a la vez que el gran giro teórico de la izquierda por el que, para teóricos y activistas, la lucha de clases ha pasado de explicar casi todo a no estar presente en la mayoría de discusiones políticas actuales, sepultada bajo el 99%, los movimientos que no son ni de izquierdas ni de derechas o "la gente".
En la actualidad, y salvo excepciones, sólo los colectivos feministas otorgan verdadera importancia a los temas de género. También salvo excepciones, sólo los colectivos de solidaridad con las personas migrantes se centran en luchar contra el racismo y la xenofobia.
Y, como reverso oscuro de todo esto, en la mayoría de movimientos sociales las personas de clase trabajadora o en una situación verdaderamente precaria son minoría. La composición de clase de los movimientos sociales muestra que universitarios radicalizados y todas las modalidades posibles de rentistas (hay muchas) son quienes tienen un papel determinante en colectivos de base.
Es como si nos hubiésemos tomado en serio las caricaturas que la derecha hace de la izquierda: un campo de experimentación donde niños y niñas bien se desfogan antes de insertarse en el mercado de trabajo, una suerte de rumspringa laica.
No siempre es así, por supuesto. Aunque ahora los focos mediáticos apuntan a otros lados, el movimiento antifascista es el aglutinador en los barrios populares de Madrid de muchos jóvenes de clase trabajadora, que tienen que sufrir en sus calles a pandilleros y grupúsculos de extrema derecha.
Y en el (de momento mediático) movimiento antidesahucios, donde se produce una curiosa inversión: si las asambleas están pobladas de una mayoría de migrantes de clase trabajadora, en los desahucios se ve más que nada a viejos y nuevos activistas, con la suficiente flexibilidad laboral y horaria para poder sumarse regularmente a este tipo de acciones.
En el resto de movimientos sociales, la inmensa mayoría de integrantes son de clase media, es decir, personas de un determinado nivel socioeconómico, con verdadera animadversión a los sindicatos y a los partidos al uso (no así a las estructuras de la llamada nueva política) y cuya atención suele centrarse en las cuestiones sociales más mediáticas y que, por tanto, mutan a una velocidad de vértigo. Consumimos movimientos sociales al igual que consumimos redes sociales.
Conviene recordar que Iñigo Errejón y todo su entorno se volcaron en la Coordinadora Antifascista en su breve resurgir mediático de 2006, para luego pasar a cuestiones más rentables políticamente.
¿Por qué sucede todo esto? ¿dónde está la clase trabajadora? Una de las razones determinantes puede ser que la precariedad estética o autoimpuesta es una cosa y la real otra.
La apariencia de precariedad, de ropa rota, veganismo y okupas, sólo se mantiene si se dispone de toneladas de tiempo libre y una situación familiar favorable. En los centros de trabajo (del telemárketing a la hostelería), el look activista es una causa más de despido, el veganismo se ve como una práctica de pijos y, aunque a nivel sociológico la percepción de la okupación ha cambiado mucho, la gente quiere seguir teniendo una casa en propiedad.
Las dinámicas activistas excluyen a la clase trabajadora: personas que en general tienen largas y extenuantes jornadas de trabajo, viven o trabajan lejos de donde se realizan las asambleas, están en paro y tienen dificultades para pagar un transporte público cada vez más caro o, simplemente, tienen hijos e hijas o tiene que cuidar de alguien.
Tiempo libre y colchón social parecen, en definitiva, las características determinantes para la entrada en el activismo actual, justo las características que escasean entre las personas obligadas a vender su fuerza de trabajo.
Con esta composición de clase es más comprensible el "todo vale" en el que se ha caído en las dinámicas activistas.
Excede el objetivo de este artículo la manera en la que históricamente se ha explotado sin miramientos a profesionales como abogados y médicos, ya que nos vamos a centrar en la explotación cultural, pero tiene que quedar claro que dentro de los movimientos sociales se producen muchos tipos de (auto)explotación.
Así las cosas, escribir, traducir, corregir, diseñar carteles, realizar páginas web o actuar en conciertos hay que hacerlo de manera gratuita, y los liberados (personas a sueldo) de las organizaciones más clásicas, como partidos o sindicatos, son el colectivo más denostado en la izquierda después de las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado.
Pero ha llegado el momento de repensar la crítica automática a los liberados sindicales, o al menos, analizar desde dónde viene, en un contexto en el que se desprecian las cajas de resistencia pero se admira cualquier crowdfunding.
Con mucho tiempo libre y colchón social es incomprensible que alguien reclame dinero por realizar tareas a tiempo parcial o completo para un determinado movimiento social. La crítica automática hacia las personas liberadas o la habitual caricatura del delegado sindical vago no son más que expresiones de lo que Owen Jones reflejó lúcidamente en su libro La demonización de la clase obrera.
Nos parece maravillosa una persona queer, poliamorosa, anticapitalista entregada a la causa y que da sablazos a las personas de su entorno y jamás paga nada porque no se vende al capitalismo. Nos horroriza la existencia de personas que, en sus empresas, prefieren renunciar a su carrera profesional (pocos altos directivos vienen del sindicalismo) y dedicarse a ayudar en horario laboral, y no en sus ratos libres, a mejorar un poco las condiciones laborales de quienes tienen cerca.
Vemos con simpatía y admiración a la clase media ociosa, burguesa, bohemia y aparentemente radical, y hacemos blanco de todas nuestras críticas a esa clase trabajadora reformista, hipotecada y monógama.
La composición de clase en los movimientos sociales tiene efectos evidentes: la Renta Básica y el cooperativismo son las estrellas, curiosamente dos temas nunca asumidos por los sindicatos.
Si comparáramos cuántas personas (y en qué situaciones dramáticas) pasan por locales sindicales y cuántas por centros sociales okupados, a lo mejor empezábamos a replantearnos muchas cosas sobre esas organizaciones supuestamente tan obsoletas como son los sindicatos.
Ir expulsando a la clase trabajadora de los procesos de cambio social y la estigmatización de sus sindicatos (por reformistas, por violentos, por patriarcales... todo vale) es otro éxito de la narrativa neoliberal.
Y qué mejor herramienta en este proceso para reforzar esta narrativa funcional al turbocapitalismo que aplicarla en la cultura en sentido amplio: ése y no otro es el origen de la llamada cultura libre.
De origen explícitamente neoliberal (Lawrence Lessig habla de cultura libre como libre empresa y libre mercado), el copyleft nos habla de cómo la cultura tiene que difundirse a la manera del software libre, es decir, sin derechos morales, restricciones ni, por supuesto, exigir ninguna retribución previa.
De nuevo, es obvio que únicamente personas con una situación privilegiada económicamente son las que pueden arriesgarse a regalar software, textos, canciones o audiovisuales y esperar que, de una u otra manera, alguien en algún lugar del mundo les remunere.
El propio Owen Jones denunció este proceso y cómo lo hemos interiorizado: "si eres periodista y eres autor, no puedes ser clase trabajadora".
Este despiste respecto al trabajo cultural es exótico en la historia de lo movimientos políticos y sindicales más fuertes. Como aclaraba siempre Salvador Seguí, el Noi del Sucre, "mi profesión es pintor. Soy ahora, además, periodista, y vivo de mis artículos y colaboraciones".
Que tomen nota todos los medios que no pagan las colaboraciones a las personas que escribimos en ellos. Aunque la lucha de clases se quiera ocultar, sigue operando. Así las cosas, pronto sólo rentistas y diletantes podrán permitirse escribir en los medios que remuneran a la imprenta pero no a quienes realizan los textos.
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