El trabajo capitalista: ese Alien alojado muy adentro

28 de marzo de 2016. Fuente: Madrid me Mata

Dejo aquí un texto escrito hace más de un año que no había visto la luz. Como es largo, quien quiera puede descargarlo en formato epub. Aunque el tema es bastante general las calles de Madrid se usan en él como muleta y -desde luego- tiene mucho que ver con la segunda parte del título del blog también: me mata.

Por Luis de la Cruz

Pasear Madrid para recordar de dónde venimos

El trabajo capitalista ¿existe otro acaso? En algún momento llegó a nosotros y ocupó todo, expandiéndose como un algodón al empaparse en sangre. Ocupó nuestros cuerpos y creció en nuestros vientres como un Alien. Como un tumor. Nos violó aupándose en formas anteriores de explotación del hombre por el hombre. Venció, y su triunfo consistió en que hoy pensemos que no hay otras maneras de desarrollar la vida. Para ello tuvimos que olvidar que fue una violación, que no llegó como una nube de gas que lo cubrió todo amablemente, que fueron las clases dominantes -con su policía, sus cárceles, sus leyes, sus colegios y sus jueces-, quienes abrieron la puerta para que entrara en tromba.

Por poner un ejemplo significativo, en el colegio o en el instituto hemos estudiado una y otra vez el Taylorismo. La ideología dominante traslada la idea de la llegada del cientificismo al mundo del trabajo y la producción y, en todo caso, de una etapa necesaria y hoy superada de alienación de los trabajadores fabriles. Pero ¿y las resistencias? ¿Nos hablaron en alguna clase de la oposición de los trabajadores –que las hubo- a las metodologías de Taylor?

Las huellas del proceso coercitivo por el que se nos obligó a trabajar en una fábrica antes, y en un call center o en una oficina hoy, aparecen ya borradas o, acaso, diluidas en la violencia sistémica, que sigue operando sobre nosotros de manera menos evidente para empujarnos a seguir girando en la rueda del capitalismo cual hámsteres estresados. Vamos a tratar de recordar algunas de las formas que se usaron a tal efecto, y para ello daremos un paseo por unos cuantos lugares de mi ciudad (Madrid) que trasladan ocultas las voces de aquellos antepasados cercanos a los que se hurtó su tiempo, se secuestró o se esclavizó para poner en pie el edificio social que hoy ya no conocemos como capitalismo sino como la vida.

De cómo el capitalismo conquistó el tiempo

Algo que sólo he podido aprender después de ser padre, es la complejidad de algunos conceptos formalizados por el ser humano que, una vez interiorizados, nos parecen de lo más intuitivos y naturales. Uno es el dinero como valor de cambio y recompensa por el trabajo ¿Han intentado explicárselo a una niña de menos de cuatro años en alguna ocasión? Otro es, sin duda, el del tiempo.

A mi hija le ha sido francamente sencillo entender los cambios estacionales (cuando se caen las hojas, cuando hace calor, cuando salen las flores, y así). También tiene muy claro cuando es de noche, y que es el momento del día en el que los niños suelen irse a dormir. Sin embargo, más allá de estos grandes pasos naturales, le es muy difícil -aún con cuatro años- entender lo que suponen los minutos, las horas…los años. Poco a poco, por los rigores de la escolarización, va atisbando, aún de lejos, las divisiones horarias establecidas para las diferentes tareas. Incluso comer puede esperar si en ese momento está construyendo una casita con materiales de desecho, como tanto le gusta hacer.

Representación del St. Monday inglés

Tal y como le pasa a mi hija, en las sociedades anteriores a la progresiva interiorización del capitalismo, la percepción del tiempo estaba muy ligada a los ciclos de trabajo agrícolas, las tareas domésticas o los momentos del día. En la medida en la que el trabajo es contratado y tiene una mayor vigilancia, el tiempo deja de pasar a costar. El invento y la extensión del reloj personal nos hablan de la difícil relación de la gente con el tiempo y el trabajo. A partir del siglo XVI existen relojes en iglesias y lugares públicos, pero hasta el siglo XIX los relojes eran objetos suntuarios, joyas de estatus utilizadas por las gentes de clase alta. Sin embargo, a medida que el trabajo entra masivamente en la fábrica y los tiempos de trabajo se hacen más precisos y sincronizados, el reloj de bolsillo se va extendiendo entre la clase trabajadora.

La expropiación del tiempo de los trabajadores se llevó a cabo a través de medidas coercitivas, que fueron desde adelantar el reloj de entrada a la fábrica a leyes o el uso de cuerpos policiales, como veremos más adelante. Además, se desarrolló todo un artefacto conceptual para legitimar el cambio, una nueva ética burguesa en la que la pereza era a la vez pecado e infracción perseguible. El pobre indolente se va convirtiendo a la vez en enemigo y sujeto susceptible de convertirse en mano de obra.

Tradicionalmente se nos ha explicado la industrialización como un proceso neutro orientado por los cambios en la tecnología. Las resistencias al cambio han merecido poca atención y, en todo caso, se han retratado como residuos conservadores. La resistencia más conocida, el ludismo, ha calado en el imaginario popular como una acción bárbara de freno del progreso.

Huelga de cigarreras en los años XX

Habitualmente paso por La Tabacalera, el centro social gestionado por vecinos y movimientos sociales de la glorieta de Embajadores, en Madrid, y pienso en mujeres luditas, muy en la vanguardia de su tiempo. La Fábrica de Tabacos fue uno de los grandes centros de trabajo del Madrid del XIX. Ocupaba entre 3000 y 6000 mujeres, dependiendo de los años, la mayoría de los Barrios Bajos (la zona que hoy identificamos con Lavapiés y Embajadores). Las cigarreras madrileñas fueron uno de los colectivos sociales más combativos del siglo XIX, protagonizando multitud de conflictos laborales a lo largo del siglo (en alguno de ellos tuvo que intervenir el ejército), y con reclamaciones tan avanzadas como guardería en el centro de trabajo o una biblioteca. Son también un ejemplo temprano de asociacionismo obrero y habría mucho que estudiar sobre la relación con el tiempo de unas trabajadoras que, además, eran amas de su hogar en las casas de vecindad (corralas) de Lavapiés. Una imagen muy alejada pues del sujeto conservador y retrógrado que nos vende la imagen del ludita. Sin embargo, ante los retrocesos en derechos adquiridos y ante la variación de sus ritmos de trabajo (su entrega a destajo y el carácter manufacturero del tabaco permitían adecuar los ritmos a las necesidades de su trabajo no remunerado en el hogar) protagonizaron destrozos de maquinaria que fueron reflejados en prensa como propios de mujeres irracionales y bárbaras.

Como ejemplo de las resistencias que los trabajadores plantearon a la interiorización de los nuevos tiempos de trabajo nos encontramos con la costumbre del San Lunes, un día festivo ficticio del calendario gregoriano que consagraba la costumbre popular de no acudir ese día al trabajo. “El lunes, ni las gallinas ponen”, reza un dicho popular mexicano que aludía a la versión lugareña del San Lunes.

Los historiadores han constatado que los empleadores tuvieron auténticos problemas en el siglo XVIII para contratar a gente una vez se había superado el umbral de la supervivencia. Se ha escrito de ello, sobre todo, para ciudades de temprana industrialización, como Birmingham, aunque debió ser un hecho en buena parte extrapolable a otros lugares. En trabajos a destajo, a medida que iba avanzando la semana y el dinero cobrado al final de la anterior iba desapareciendo, la taberna se iba vaciando y el tajo se llenaba de nuevo de trabajadores. La embriaguez y la costumbre informal de tomarse el lunes como un festivo fue un quebradero de cabeza para los capitalistas durante el XVIII y parte del XIX.

El lunes también se utilizó como día de reunión política. En Inglaterra los grandes mítines cartistas (un importante movimiento popular de la primera mitad del XIX) se llevaron a cabo en lunes. A medida que el vapor y la mecanización se van haciendo más presentes los tiempos se convierten en más invariables y el conflicto planteado informalmente por los trabajadores (a través de la entrada tarde a la fábrica o el absentismo de los lunes) se convierte en inasumible por los patronos. A partir de este momento se pone toda la carne en el asador para erradicar el San Lunes, con campañas en prensa, en la parroquia o con el chantaje del desempleo. En algunos sitios, como la ya mencionada ciudad de Birmingham, a cambio se obtuvieron concesiones, como la consideración de la tarde del sábado como festivo. Con todo, el San Lunes es rastreable en el ovillo de la historia, por ejemplo, en la costumbre, hasta bien entrado el siglo XX, de programar las huelgas el primer día de la semana.

De cómo se privatizó tiempo libre en la sociedad de masas

Plaza de toros de Tetuán de las Victorias

Una vez que el tiempo de los trabajadores se hizo dúctil y se retorció hasta poder ser encajado en los estrictos ritmos de la fábrica, le llegó el turno al tiempo de ocio que, ya en el siglo XX, se convertiría en una mercancía más.
Vuelvo a pasear por el colegio en el que cursé bachillerato. Siempre nos recordaban que está a orillas de lo que fue el Metropolitano, el célebre estadio de fútbol del Atlético de Madrid entre los años 20 y 60. También por la calle Bravo Murillo, en cuyo número 297 lucía hace tiempo una placa que indicaba que allí estuvo la plaza de toros de Tetuán de las Victorias. Quizá los toros no tuvieron el halo de modernidad del fútbol, pero fue la versión cañí de los espectáculos de masas. En aquella plaza, además, se celebraban con frecuencia combates de boxeo, bailes y toda suerte de espectáculos de pago para las clases populares.

Durante las tres primeras décadas del siglo XX asistimos en Europa y gran parte de América al nacimiento de la sociedad de masas. La incipiente producción masiva requerirá de un ensanchamiento de los mercados. Un fenómeno cuyo referente más claro encarnará Henry Ford, con su idea de producir Ford T para vendérselos a los mismos hombres que los ensamblaban. Aparecen los grandes almacenes, se generaliza el crédito al consumo…La sociedad consumista había llegado para quedarse.

En política emergen los grandes partidos de masas -particularmente los obreros- y los grandes sindicatos, que también jugarán un papel importante en la proliferación del ocio de masas.

El contrapoder obrero consigue institucionalizar la jornada laboral de ocho horas y la subida de los salarios. Estas conquistas, temidas en un principio por los capitalistas, se revelan para su asombro en una nueva vía comercial. Las sociedades urbanas emergen por encima de los umbrales de subsistencia, y las limitaciones horarias abren la espita a la comercialización del tiempo libre.

Desde los albores del siglo XIX empiezan a aparecer los jardines de recreo, espacios para pasear en los que solía haber espectáculos, y cuya entrada costaba dinero. Se trata de una diversión burguesa que poco a poco -como ocurrirá con el deporte- se irá trasladando a las clases populares en versiones más accesibles. Nunca antes la gente había tenido que pagar por pasear a la sombra de las arboledas.

A la tradicional verbena le nacen las ferias, en las que a los juegos y bailes tradicionales aparecen adosadas atracciones que trasladan al pueblo los ecos de la modernidad naciente. Junto al exotismo pretendidamente cosmopolita de mujeres barbudas, forzudos o echadoras de cartas, se hacen demostraciones de los artilugios que habrán de dominar el siglo XX: cinematógrafos, teléfonos, la electricidad…

La sociedad de masas trae consigo también el deporte entendido como espectáculo, profesional y de pago. Durante el siglo XIX el deporte empieza a generalizarse entre las élites. Es el momento, por ejemplo, en que nace la competitividad entre colleges ingleses, basada en competiciones deportivas. Así mismo, algunas corrientes educativas del momento, como la Institución libre de Enseñanza en España, pondrán en valor el contacto con la naturaleza y la práctica deportiva.

Durante los primeros años del siglo XX, las pocas publicaciones deportivas que existen dedican sus páginas a deportes aristocráticos como la esgrima, la hípica, el excursionismo o las carreras de automóviles. Poco a poco, va introduciéndose el fútbol, todavía como un deporte elitista para jóvenes universitarios. A medida que los obreros ganan en poder adquisitivo y tiempo libre, las mismas revistas van dedicando sus páginas al ciclismo, el frontón, las carreras de galgos -remedo popular de la hípica-, el boxeo o el cross, mucho más adecuadas a la forma de vida obrera.

Los años veinte son los años de la eclosión del deporte en España, y el momento en el que el fútbol se hace popular. Se construyen nuevos estadios, más grandes y cercados – el Metropolitano donde está mi antiguo colegio hoy, por ejemplo-. En un principio los aficionados más antiguos y adinerados imponen una distinción por clases basada en el precio de la entrada (es el momento de las fotos de chavales encaramados a las tapias), pero la lógica de abaratamiento de Henry Ford aplicada al fútbol y la llegada de la II República terminaron por convertir el fútbol en el deporte rey y en el gran acontecimiento de los hombres obreros en su jornada de descanso dominical.

El debate entre el profesionalismo y el amateurismo estuvo muy presente durante estos años, aunque a estas alturas está muy claro qué postura prevaleció. La imagen del futbolista como estrella, del brazo de una cupletista, ganó, poco a poco, la partida al sentido colectivo de los equipos.

Nacían equipos de barrio por doquier, también de empresa (el de la Ferroviaria de Madrid, muy arraigado entre la clase obrera del sur industrial, alcanzó gran predicamento). Abundaron las sociedades excursionistas populares, con viajes a la sierra madrileña, muy alejados del individualismo excursionista y aristocrático del XIX. Socialistas y comunistas vieron en el deporte una magnífica ocasión de encuadramiento obrero y de mejora de su hombre nuevo, y patrocinaron un sinfín de asociaciones deportivas.

Los festivales deportivos obreros se convirtieron en una tradición que debía haber culminado con la madre de todos ellos: las Olimpiadas Obreras de 1936, pensadas en el marco de la III Internacional como respuesta a la olimpiadas que transcurrirían en Berlín, bajo la atenta mirada de Adolf Hitler, y que registrará para la posteridad el objetivo de Leni Riefenstahl. Dichas olimpiadas no se llegaron a celebrar: debían haber comenzado el día siguiente al golpe de estado franquista.

Si la posición del comunismo fue más cercana al amateurismo que la del socialismo, la más crítica fue la de los anarquistas, que veían en el nuevo deporte, de origen burgués, la encarnación de los valores de la competitividad capitalista. Muy conocida fue su crítica al boxeo como práctica degradante, por ejemplo, y también sus preferencias por el contacto con la naturaleza ajeno a cualquier tipo de enfrentamiento, que fácilmente se puede rastrear en corrientes pedagógicas como las de la Escuela Moderna de Ferrer i Guardia, u otras.

De cómo la policía metió en vereda a las clases ociosas

Quienes vivan en Madrid, probablemente, habrán quedado muchas veces en Tribunal, a las puertas del Antiguo Hospicio de San Fernando. Hoy, en el edificio, está el Museo de Historia de Madrid, donde se podrá encontrar, sobre todo, mucho de la historia de la monarquía y de las clases dominantes de la ciudad. Curiosamente, poco podrá conocer el visitante de unas clases populares que ocuparon el edificio durante largo tiempo, cuando éste sirvió a sus propósitos originales.

El hecho de que dos de los distritos madrileños llevaran, siglos atrás, por nombre La Inclusa (entre Embajadores y Lavapiés) y Hospicio (el entorno de Fuencarral), da idea del peso social que las clases más desfavorecidas tenían en la época. Lo que, además, es poco conocido hoy, es el carácter represivo y de encuadramiento social que tuvieron estas instituciones benefactoras.

El hospicio de la calle de Fuencarral

En Madrid, después del motín contra Esquilache (1766), el hospicio se convierte en paso obligado para los pobres de Madrid, a quienes se obliga a presentarse allí para expulsarlos de la ciudad o recluirlos. A partir de ese momento se incrementan las rondas y recogidas de pobres, que vienen a trasladar a la política policial y a la reclusión la condena moral de la pobreza y la ociosidad. No es otra cosa, en el fondo, que una forma de inserción en el mercado de trabajo. De hecho, en el propio hospicio hubo varias fábricas (de paños, alfileres, una imprenta…), y las mujeres encerradas –muchas por vagabundear, lo que era lo mismo que estar en la calle- hubieron de coser atrapadas por cepo en las cárceles femeninas.

Este tipo de rondas fueron comunes en toda Europa y vienen a reforzar la idea que queremos trasladar aquí: el capitalismo no polinizó a las clases populares convirtiéndolas en clase obrera, fue la policía la que lo hizo valiéndose de grilletes.

De cómo el capitalismo se sirvió de los esclavos…hasta que le fueron útiles

En no pocas ocasiones se ha puesto de manifiesto la importancia de la mano de obra esclava en la fase que se ha descrito como de acumulación originaria del capitalismo. Los esclavos pusieron su fuerza de trabajo sí, pero además fueron capital, puesto que se convirtieron en mercancía. De la importancia del Asiento de Negros para la historia de España en tiempos del nacimiento del capitalismo mercantil sabemos mucho (contratos de privilegio entre la corona española y particulares en los siglos XVI y XVII para el tráfico negrero). Un negro no era una persona, era un objeto medido en la unidad pieza de india, que era un hombre adulto sano.

Sólo en 1860 se vendieron en Estados Unidos cuatro millones de personas por valor de unos 3.000 millones de dólares, lo que era más que la suma de todo el capital invertido en ferrocarriles y fábricas en el país durante el siglo XIX.

Esclavos cubanos

Como ejemplo de cómo la esclavitud entró en declive cuando las relaciones asalariadas fueron más rentables que el mantenimiento de los esclavos, y de cómo se utilizó la ley y la fuerza para empujar a los viejos esclavos hacia el trabajo asalariado, podemos poner la vista sobre nuestras últimas colonias.

En Cuba el decreto que sustituyó la esclavitud, en 1880, la cambió por la institución del Patronato, teniendo en realidad, la misma relación patronos y patrocinados que antes habían tenido amos y esclavos. La medida era transitoria y proporcionó a los esclavistas el tiempo necesario para crear la transición al mercado de trabajo libre. En realidad, los hacendados azucareros aceptaron el cambio de sistema y hasta lo adelantaron en dos años al plazo fijado –en 1886- sencillamente porque consideraron más satisfactoria la relación de salarios que la esclavitud.

Entre las contraprestaciones que obtuvieron los dueños de los ingenios cubanos estuvieron el favorecimiento de la inmigración blanca trabajadora (que, dentro de sus parámetros racistas, serían mejores trabajadores), la supresión de aranceles comerciales y el establecimiento de medidas coercitivas, similares a las que hemos visto sirvieron para obligar a la gente a ingresar en el trabajo capitalista en Europa. La obligación de trabajar por ley.

Los esclavos, según la Ley de Patronato para los antiguos esclavos, tenían la obligación de presentarse cada tres meses ante las autoridades locales y demostrar que estaban trabajando. Se crearon cuerpos de funcionarios y policías para velar por el cumplimiento de la ley. Estas medidas se mantuvieron después del periodo de transición bajo la excusa de la salubridad, los buenos hábitos sociales y en contra de la vagancia. Como vemos, los mismos aspectos morales que hemos visto funcionar antes como respaldo ideológico de la fijación al trabajo.

La abundancia forzada de mano de obra posibilitó una gran bajada de los jornales, que ocasionó que los trabajadores no llegaran a niveles de subsistencia, ocasionándose un aumento del bandolerismo.

Hoy abrir el grifo de casa podría hacernos recordar, si el hecho fuera más conocido, que la faraónica obra del Canal de Isabel II, que se hizo a mediados del XIX para traer el agua corriente a Madrid, fue en parte posible por el trabajo esclavo de quienes cumplían pena de prisión, y bajo la vigilancia armada del ejército. O podría hacérsenos presente simplemente pasando delante de un cartel de Dragados o cualquiera de las otras empresas constructoras que se beneficiaron del trabajo forzado de los presos, en muchas ocasiones políticos, durante el Franquismo.

A día de hoy la ONU calcula que existen unos 27 millones de esclavos en el mundo. Muchas de las personas que viven en situación de servidumbre lo hacen en el llamado Primer Mundo y dentro de prácticas de comercio capitalista. Clandestino pero capitalista.

Podríamos abundar en muchos más ejemplos sobre cómo se nos empujó a entrar en la rueda del trabajo capitalista, caminar por muchos más lugares, en Madrid o en cualquier ciudad del mundo, que ocultan su vinculación con el disciplinamiento que se llevó a cabo entre los siglos XVIII y XX. O podríamos pararnos a escuchar nuestras tripas y reparar en que el Alien sigue ahí, disimulando, más consciente de que podemos extirparlo de lo que nosotros mismos somos.


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