El blindaje penal de la bandera española: notas sobre un despropósito
22 de mayo de 2008.
Con la polémica sobre injurias a la corona todavía viva, la condena a 31 meses de prisión a Francesc Argemí, el joven independentista catalán que descolgó una bandera española en Terrassa, ha reabierto el debate sobre la protección de las instituciones y símbolos del Estado. Los defensores de la sanción a ‘Franki’, entre los que han despuntado algunos conspicuos dirigentes del Partido Popular, señalan que la protección reforzada de la bandera española es necesaria para garantizar la convivencia y la unidad nacional. También sostienen que quienes atentan contra ella son “radicales” que no expresan ideas sino que incurren en actos de “incitación a la violencia”. Este tipo de juicios, sin embargo, oculta hechos e incurre en dobles raseros difíciles de soslayar.
Gerardo Pisarello/Jaume Asens
El más evidente es que la bandera española, al igual que la unidad del Estado, no se encuentran desprotegidas sino celosamente blindadas por el sistema político. En primer lugar, por lo que el británico Michael Billing ha llamado el “nacionalismo banal”. Este tipo de nacionalismo pocas veces es admitido por quienes lo ejercen. No obstante, opera a través de mecanismos cotidianos como la presencia de los símbolos del Estado en edificios oficiales, monedas, competiciones deportivas o sencillamente en el vocabulario asumido acríticamente por medios de comunicación, políticos y personajes públicos, entre otros. En segundo lugar, por el propio aparato coactivo estatal. Según la ley de banderas de 1981, la insignia española es signo de “unidad e integridad de la patria”. La preservación de estos valores es la finalidad que la Constitución española encomienda al ejército en su artículo 8, un precepto sin parangón en el ámbito europeo que reproduce casi sin modificaciones el artículo 38 de la Ley Orgánica del Estado franquista. También son éstos los bienes jurídicos que protege el delito de ultraje a la bandera. No por casualidad, este tipo penal se encuentra sintomáticamente situado junto al de “ofensas a España”, y sus orígenes pueden rastrearse en la Ley de seguridad del Estado franquista, de 1941. Esta normativa fue profusamente utilizada para perseguir los llamados actos de traición espiritual a la Nación española, como las proclamas de “vivas” o “mueras”; las primeras, generalmente, referidas a Euskadi, Cataluña o Galicia, y las segundas, a España.
En teoría, también las banderas autonómicas gozan, en la actualidad, de protección jurídica. En la práctica, no obstante, los únicos agravios perseguidos, presentados como desórdenes públicos y sancionados de manera ejemplar, son los relacionadas con la bandera bicolor. Toda la jurisprudencia del delito hace referencia a ultrajes a la nación española o al sentimiento de su unidad indivisible. En cambio, los grupos de extrema derecha que ultrajan símbolos catalanes o vascos, a menudo de forma disruptiva, rara vez suelen tener problemas con la justicia.
La asimetría es evidente y la propia ley da pie a que se produzca. En 2002, el Partido Popular impulsó un pacto con el PSOE que asegurara la presencia en la Plaza Colón de Madrid de una bandera española de casi trescientos metros cuadrados en un mástil de cincuenta metros de altura. El objetivo era que el ejército la izara, entre otros actos, durante el onomástico de Juan Carlos I y el día de la Hispanidad, hasta hace poco conocido como Día de la Raza. De esa manera, se intentaba reflejar el “lugar preferente y de honor” que la ley de 1981 reserva a la bandera española en relación con cualquier otra autonómica, que nunca “podrán tener mayor tamaño” (artículo 6).
Los intentos de minimización de los símbolos autonómicos se extienden igualmente a otros con importante carga histórica, como los republicanos. El republicanismo, como el independentismo, son idearios políticos considerados legítimos por el propio sistema constitucional español. A pesar de ello, el Ministerio Fiscal solicitó recientemente una severa pena de prisión para el activista madrileño Jaume d’Urgell, quien, en un acto simbólico de “restitución democrática”, sustituyó en un edificio público la bandera rojigualda por una tricolor. Hace poco, también, la Guardia Civil irrumpió en un local de Izquierda Unida en Medina Sidonia, Cádiz, para incautar una bandera republicana por su supuesta “inconstitucionalidad”. Todo esto mientras la bandera franquista –la que lleva el escudo con el águila de San Juan incluida- ondea sin mayores molestias en manifestaciones de la Iglesia o de la derecha política, así como en la fachada de locales regentados por nostálgicos de la dictadura.
En un contexto así, presentar la críticas a lo que la bandera española representa como gratuitas manifestaciones radicales que incitan a la violencia resulta un reduccionismo pueril. Más bien, dichas críticas son la reacción al uso prepotente y no pocas veces violento de un símbolo que, aunque remozado, sigue representando para muchos una herencia del régimen franquista. La utilización de la bandera como arma arrojadiza por parte de la derecha más recalcitrante no hace sino confirmar esta percepción. Basta con la esperpéntica exhibición del peñón de Perejil o recordar las arengas patrioteras de Mariano Rajoy cuando pedía “sin aspavientos, pero con orgullo” sacar a las calles las banderas rojigualdas para “celebrar” el 12 de octubre.
En 1989, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos consideró, en el caso Johnson v. Texas, que la quema de la bandera por razones políticas debía entenderse como un ejercicio simbólico de libertad de expresión y no como un acto de incitación a la violencia. Hasta el muy conservador juez Antoni Scalia suscribió el fallo, que el juez William Brennan motivó con un argumento decisivo: las críticas a la bandera, incluida su quema, debían admitirse precisamente porque la bandera de los Estados Unidos pretende, ante todo, ser un símbolo de libertad. Desde entonces, los sectores conservadores han intentado de manera infructuosa impulsar una reforma constitucional de la Primera Enmienda que desactivara este precedente. Cuando se coteja esta realidad con la española, los interrogantes son inevitables: ¿qué simboliza una bandera que necesita dotarse de una coraza institucional y penal tan desmesurada? ¿Qué torna tan grave, como cantaba George Brassens, el pecado de no “seguir al abanderado”?
Gerardo Pisarello es profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona.
Jaume Asens es miembro de la Comisión de Defensa del Colegio de Abogados de Barcelona
Fuente: Rebelión