Artículo de Antonio Pérez a propósito del estreno de la película «Modelo 77»

Dos idiomas en las mismas cárceles

22 de septiembre de 2022. Fuente: Tokata

En el 70º Festival de Cine de Donostia-Zinemaldia, ha causado sensación la obra que la inauguró: Modelo 77, dirigida por Alberto Rodríguez, una película sobre la creación de la COPEL (Coordinadora de Presos en Lucha), descrita dentro de ese panorama general de dolor y rabia, motines y fugas masivas –no siempre exitosas– que rodearon la llamada ‘transición’. El corolario es llamativo: cuando, en 1977, el gobierno español se vio obligado a conceder una amnistía, ésta benefició a los presos políticos –y, de paso, firmó un infame punto final para los verdugos franquistas–, pero no se acordó de los, entonces, 8.000 presos sociales –mal llamados comunes. De aquella discriminación, tan cruel como arbitraria, surgieron las protestas más justas y más duras que han conocido las cárceles españolas contemporáneas. Y la COPEL fue su adalid. Véase el documental dirigido y producido en 2017 por algunos de sus antiguos portavoces, COPEL: una historia de rebeldía y dignidad.

Por Antonio Pérez

Los presos sociales

De las noticias, críticas y gacetillas que ha propiciado Modelo 77, se suele deducir que uno de sus méritos es que muestra la cara oculta de la sacrosanta transición. Así es pero no vamos a añadir nada a una conclusión avalada por los hechos –y censurada por los biempensantes y por los equidistantes. Nos centraremos en los presos sociales entendiéndolos como resumen, exponente y símbolo de la cultura de los desheredados.

Lo que primero queremos subrayar es que, para la sociedad hegemónica, tanto esa cultura ‘de la pobreza’ –que no es una cultura pobre, cf. infra–, como esos cautivos, no son entidades fáciles de entender puesto que los presos sociales no votan, no consumen y no van a misa… en definitiva, no les interesan. Lo cual es una simpleza pero es una perogrullada necesaria para frenar a ese imaginario colectivo que se ha despeñado por el abismo de la facilidad, de la buena conciencia y hasta del buenismo. Usando sólo el sentido común, podríamos preguntarnos: además de intentar explotarlos, ¿qué saben los que comen tres veces al día de los que no siempre comen? Nada, excepto si, en una rarísima crisis de moralidad, se refugian en el humanitarismo. Peor aún, este desapego (eufemismo) se inscribe en una historia social que arranca a finales del siglo XIX, cuando se popularizó en los ambientes marxistas –no en los anarquistas–, el fatídico término de lumpen proletariat –luego, lumpen a secas. Se pensaba que “si los lumpen suelen ser contrarrevolucionarios, no merecen ser reivindicados”. Y es un dato cierto, aunque sólo a veces. Los lumpen son así (repetimos, a veces) seguramente porque no creen en nada que surja de la sociedad dominante. Así sea a su favor.

Para matizar este prejuicio que dura más de un siglo, aportaremos dos datos opuestos:

a) por descontado que la revolución sandinista triunfó gracias a una fuerza organizada –el luego llamado FSLN– pero, como escribe alguien que la defendió activamente desde sus difíciles orígenes (vid O. Núñez, La revolución rojinegra, Managua, 2009), también triunfó gracias a la espontaneidad de los “vagos” (= marginales, delincuentes de poca monta)

b) en una larga carta anónima de los años 2000’s, un preso español demuestra ser el colmo de lo ‘políticamente incorrecto’. Confiesa su amor a su novia pero, ante la duda sobre su fidelidad sexual, añade que, en caso de enterarse, “sería capaz de matarte, ¿recuerdas aquella vez en el apartamento del mariquita cuando cogí la pistola y solté dos tiros en la cama porque te fuiste con un tío a fumar?”

Ni antes ni ahora, nunca fue fácil la entente cordiale entre políticos y sociales. A este respecto, por mor de neutralidad, citamos a un expreso político marxista-leninista (L. Puicercús. 2021. ¡¡No nos jodas, camarada!!; Queimada, Madrid) que –exceptuando a los anarquistas– es de los pocos memoriosos que menciona a los “comunes” aunque sea rara y vagamente y, desde luego, sin citar sus voces en jerga. Espigando en las anécdotas aportadas por varios otros expresos políticos, encontramos:

En octubre 1972, “en la Tercera Galería [destinada entonces a políticos y a sociales de ínfima peligrosidad], a los presos comunes les cerraban la celda por la mañana y tenían que estar todo el día tirados en el patio, con frío, calor o lluvia, dando vueltas y vueltas”; 1973, “En Carabanchel y en otras prisiones el vino funciona como moneda de cambio empleada por los presos políticos en sus pequeñas transacciones con los presos comunes”; 1973, “En aquellos años no existían las comunicaciones “vis a vis” como en la actualidad… cada tres o cuatro meses se les concedía a algunos presos, comunes generalmente y que habían observado buena conducta, una “comunicación especial”, que consistía en recibir la visita en el locutorio donde se comunicaba con los abogados.”; 1973, “Ver cine era casi un lujo en la prisión de Carabanchel (un evento único en esta prisión) Lo más curioso del caso es que era el único momento de nuestra vida carcelaria donde estábamos juntos políticos y comunes.” (nuestras negrillas); 1973, “En las películas sobre cárceles y presos comunes siempre salen a colación los cuchillos, “pinchos” u otros utensilios… El instrumento más clásico es la clásica cuchara que ha sido “trabajada” contra una pared para conseguir convertirla en un arma de defensa o ataque. Otras armas se han confeccionado con trozos de madera, cristal, cañerías o cualquier material similar. Sin embargo, mucho menos conocido el “corte de filtro”, el más asequible, rápido de confeccionar y con resultados, aunque menos espectaculares que un cuchillo normal, no por ello menos “sangriento”. Este “corte” era utilizado por los presos comunes para autolesionarse en situaciones extremas, para presionar que los llevasen al hospital y, en último caso, como arma para agredir a otros reclusos.”; 1973, “Para acceder a las celdas de castigo había que atravesar la Quinta galería. Me animó oír cómo las puertas de las celdas de los presos comunes eran golpeadas por sus ocupantes en señal de solidaridad y apoyo a los que estábamos siendo conducidos a “celdas bajas”.

En cuanto a otras prisiones, un acontecimiento excepcional: “Tres presos políticos y dos comunes internados en la prisión provincial de Basauri, en Bilbao, se fugaron el 10 de diciembre de 1976”. Jaén, febrero de 1974: “Aquel día tuvo lugar un cacheo por sorpresa, ya que en otras ocasiones éramos informador por los presos comunes del “Centro” administrativo.”; Jaén, 1974, “Otra de las tareas del censor consistía en controlar los exámenes que periódicamente pasaban algunos reclusos que estaban estudiando alguna carrera desde la prisión… contaba con la colaboración de algunos presos comunes de confianza de los funcionarios para controlar el normal desarrollo de las pruebas.” (nunca lo vimos así); Jaén, verano de 1974; “El penal de Jaén era de una construcción muy antigua y todo el alcantarillado estaba repleto de ratas… una de esas ratas arañaron a uno de los compañeros mientras dormía por la noche en su celda. Al día siguiente… la dirección de la cárcel encargó a una veintena de presos comunes que matasen el mayor número de ratas posible… Para aquella acción les facilitaron palas y escobas. Verlo para creerlo. Cientos de ratas aparecieron por los huecos de los retretes y fueron aplastadas, pisoteadas, muertas y descuartizadas por las palas de los presos.” (lamentamos que nuestra versión sea otra)

Resumen: sobre un total de 35.000 palabras, sólo se menciona a los ‘comunes’ (nunca usa presos sociales) en estos comentarios de ocasión. En efecto, como subrayábamos en negrillas, el cine en Carabanchel era “el único momento de nuestra vida carcelaria donde estábamos juntos políticos y comunes”.

Que sepamos, sobre la COPEL existen a la fecha dos trabajos académicos de muy distinta enjundia: César Lorenzo Rubio. 2005. La revolta dels comuns. Una aproximació al moviment per la llibertat del presos socials durant la transició. Universidad de Barcelona. Edición en castellano: Cárceles en llamas. El movimiento de presos sociales en la transición.2013. Virus ed., 440 pp. ISBN 978-84-92559-47-3. Y, Pablo Bravo González. Junio 2017. La coordinadora de Presos en Lucha –COPEL- como fenómeno sociohistórico (1976-1979) Una lectura antropológica a través de relatos de vida.TFM, Universidad de Barcelona. Además de la obvia diferencia entre una tesis doctoral y un Trabajo Fin de Master (TFM), desde el punto de vista bibliográfico, en su copiosa bibliografía, C. Lorenzo no cita a Bourdieu mientras que P. Bravo lo cita quizá demasiado. El primero entrevista a media docena de protagonistas e incluye transcripciones de otras entrevistas. El segundo, descansa más en los materiales ya publicados. Y, detalle significativo: ambos autores presentaron sus respectivos trabajos dentro del Departamento de Antropología, quizá en una suerte de continuación implícita de una de las tendencias antropológicas que hicieron furor en la segunda mitad del siglo XX; a saber, lo que Oscar Lewis definió como la “cultura de la pobreza” (término acuñado en 1959)

La jerga

Durante el tardofranquismo –y es probable que hoy-, buena parte del desencuentro entre presos políticos y presos sociales estribó en que los primeros desconocían el idioma de los segundos. Ese idioma al que, por pura indolencia, llamaremos jerga refleja la cultura de los delincuentes pobres –amén de los gitanos y otros pueblos minoritarios. Como marginales los ha habido siempre, la jerga tiene siglos de edad -durante el Siglo de Oro, se llamó germanía. Evoluciona constantemente de manera que, hoy, difícilmente la entenderían los manguis actuales. Sin embargo, Arturo Pérez-Reverte dijo descubrir sus entretelas en su discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua; lástima que sus informantes fueran deleznables y su invención, excesiva –la definió como el golfaray, inverosímil término pues golfo en el sentido de travieso maleante no se usa en las cárceles.

Un idioma que hunde sus raíces en siglos atrás y que ahora se nutre a diario de actualizaciones, no es fácil de dominar –dada la multitud de colombianos presos en España, los actuales glosarios de jerga incorporan colombianismos de uso corriente. Por ello, a quien quiera iniciarse, le sugeriríamos que comience con una transición, una antológica pieza corta redactada en lengua madrileña-cheli-quinqui-marginal salpicada con unas pocas voces de la jerga, indescifrables para los profanos, cf. Ramoncín, “A la hija del tendero”, en El País Semanal, nº 248, 10.enero.1982.

Sin embargo, el tópico de la jerga es muy popular. Durante los años de la Transacción –perdón, transición-, varios conocidísimos (entonces) periodistas publicaron varios diccionarios; por desgracia, carentes en general del menor cuidado histórico –muchos ni siquiera mencionaban la germanía que es un filón desaprovechado- o esmero filológico. Desde aquellas lejanas fechas, hay cientos de folletos y pasquines que se creen en la obligación de incluir como apéndice un glosario –llamarlo ‘diccionario’ o ‘vocabulario’ sería excesivo-, con unas pocas docenas de voces delincuenciales sin añadir etimologías ni precisar la fecha de su registro ni la caducidad de su uso –recordemos que la jerga es volátil. Ni, mucho peor, sin especificar el colosal aporte de la lengua romaní –de los rom, gitanos. Para frenar en escasa medida esa avalancha de “jerguistas”, en 1977 regalamos a unos amigos un vocabulario de unas 170 voces

(ver A. Pérez. 1977. “Pequeño diccionario de jerga, caliente o germanía (argot carcelario)”, pp. 83-92; en Los presos. C. Núñez y J. González. Dopesa, Barcelona) que habíamos recopilado ca. 1970 en la Tercera Galería de Carabanchel durante nuestra primera campaña. Partes de ese minúsculo aporte, las hemos visto reproducidas varias veces. Por ello, advertimos hoy que ya tiene medio siglo y que no está actualizado por lo que su utilidad es más histórica que práctica –salvo en las voces rom que aguantan el temporal pero que, para estudiarlas, es mejor acudir a algún buen diccionario de romaní.


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