Cuando las ciclistas cambiaron de marcha
11 de julio de 2018. Fuente: Pikara Magazine
¿Sabías que en el primer grupo de ciclistas que subió al Tourmalet sin bajarse de la bici había una mujer, Marthe Hesse? O ¿que desde 2009 no hay Tour femenino? O ¿que Robin Morton, la primera directora de un equipo masculino profesional, pudo participar en el Giro de Italia tras el voto del resto de directores? Ander Izagirre repasa la historia de las ciclistas, y recuerda que los medios han hablado más de las azafatas en el ciclismo que de las propias deportistas.
El Tour de Francia ofreció un premio especial: cinco monedas de oro para el primer ciclista capaz de escalar el Tourmalet sin bajarse de la bicicleta. Era 1910, el año en que la carrera se atrevió a entrar en los Pirineos, aquella región de montañas salvajes, tormentas, avalanchas y osos. Unos meses antes, cuando los organizadores anunciaron el recorrido, una cuarta parte de los inscritos borró su nombre.
Octave Lapize, ganador de aquella etapa de 326 kilómetros y cinco puertos, llegó a la cima del Aubisque caminando por la pista pedregosa, arrastrando su bicicleta y, en cuanto vio a uno de los organizadores, le gritó la primera gran sentencia para la leyenda del Tour.
- ¡Asesinos! ¡Son ustedes unos asesinos!
La historia dice que Gustave Garrigou eligió un piñón más grande que sus adversarios, para pedalear ligero y coronar el Tourmalet sin echar pie a tierra. Él fue el primero en conseguirlo. Se ganó las cinco monedas.
Pero ya existía un precedente. Un precedente embarazoso para los organizadores, porque entre las cuatro personas que de verdad habían sido las primeras en superar el Tourmalet sin bajarse de la bici aparecía una mujer: Marthe Hesse.
Y lo habían hecho de una manera que descafeinaba la épica con la que el Tour quería venderse: utilizaron un desviador y un cambio de marchas, una novedad tecnológica que, según los organizadores, convertía el ciclismo, ese deporte de hombres brutos, en un “ejercicio adecuado para inválidos y mujeres”.
Ocurrió el 18 de agosto de 1902. Desde la ciudad de Tarbes, 43 ciclistas recorrieron un circuito que incluía dos subidas al Tourmalet, una montaña en la que muy pocos ciclistas se habían aventurado todavía. El evento lo organizó el Touring Club de Francia para probar las innovaciones de las marcas de bicicletas: llantas de acero, aluminio y madera; neumáticos de distintos compuestos; cuadros más ligeros; horquillas y manillares con diseños diferentes… y, sobre todo, los cambios de marchas. Hasta ese momento los ciclistas usaban un plato único y un piñón único, y tenían que arreglárselas para pedalear en el llano y en las cuestas con ese único desarrollo.
En aquella prueba de 1902, Marthe Hesse usó una bicicleta Gauloise con un plato y tres piñones que le permitían avances de 5,85, 4,10 y 2,75 metros por pedalada. Gracias a esos desarrollos ligeros, tres hombres y ella fueron los únicos capaces de subir el Tourmalet sin echar pie a tierra.
La noticia, como querían los fabricantes de bicis con desviadores, tuvo mucho eco. Los carteles publicitarios de la época mostraban a mujeres pedaleando airosas con su cambio de marchas, coronando sonrientes las montañas más terribles, mientras dejaban a su espalda a unos hombres derrengados.
A los organizadores del Tour no les hacía ninguna gracia. Su objetivo no consistía en facilitar la vida a los corredores sino en complicársela al máximo: prohibidos los entrenadores y los asistentes en carrera, prohibido recibir bebida y comida de manos de nadie, prohibida la asistencia mecánica, prohibido el cambio de ropa durante la etapa. Así que los cambios de marchas, ese invento que permitía escalar montañas hasta a las mujeres, no le gustaban nada a Henri Desgrange, patrón del Tour: “Sigo pensando que los cambios sólo son interesantes para los mayores de 45 años. ¿No es mejor ganar por la fuerza pura de los músculos que por un artificio como el desviador? Nos estamos volviendo blandos. Los experimentos así son interesantes… para nuestros abuelos. A mí dadme un buen piñón fijo”.
El Tour, siempre tan conservador, no permitió el uso del cambio hasta 1937. Ni la presencia de mujeres en la caravana del Tour masculino hasta la década de 1980 -ni como masajistas, entrenadoras o asistentes: nada, prohibido, todas las mujeres fuera del recinto, salvo las azafatas que dan flores y besos-.
Como ciclistas, apenas hubo amagos: en 1955 se celebró un primer Tour femenino de cinco etapas, ganado por la inglesa Millie Robinson, que no tuvo continuidad porque al propio organizador Leulliot le parecía que “las mujeres no saben demarrar, pedalean tranquilamente como si fueran de compras, hablan demasiado”. La prensa deportiva se burló del intento, mandó a sus fotógrafos a sorprender a las ciclistas cuando terminaban las etapas y se cambiaban de ropa, y se opuso a la repetición de la prueba. El propio diario L’Équipe celebró el fracaso: “Ha triunfado el sentido común. Las mujeres se deben conformar con las competiciones que ya se celebran y con el cicloturismo, que se corresponde mucho mejor a sus posibilidades musculares”.
Alfonsina Strada corre el Giro
Menospreciaban las “posibilidades musculares” de las ciclistas, pero no podían impedir que la bicicleta les sirviera para aumentar sus posibilidades vitales. Fue el primer vehículo propio para muchas mujeres, el que facilitó una autonomía masiva, incluso hubo anunciantes que la vendieron como un vehículo útil contra los acosadores. La fábrica de bicicletas de Saint-Étienne publicó un cartel publicitario en el que una mujer vestida de rojo pedaleaba sonriente y veloz, perseguida en vano por un chico que corría tras ella. El fabricante explicaba que “una chica joven en bicicleta puede escapar fácilmente a los acechos de los adolescentes, incluidos los más atléticos, si van a pie”.
La libertad que proporcionaba la bicicleta puso nerviosos a unos cuantos moralistas. Denunciaron que las ciclistas abandonaban sus tareas del hogar para salir de excursión por su cuenta -sin hombres que las llevaran y las trajeran-, que se vestían como los hombres deportistas -se quitaban los corsés, sustituían las faldas por pantalones o, aún peor, por pantaloncitos que dejaban las piernas a la vista-, y adoptaban posturas impúdicas: a horcajadas sobre el sillín, como criaturas lujuriosas, arrastradas a la histeria -es decir, a los orgasmos- y a la infertilidad.
De Alfonsina Strada dijeron barbaridades. Fue la única mujer que compitió con los hombres en una gran carrera como el Giro de Italia –y en otras pruebas tan importantes como el Giro de Lombardía, que disputó dos veces, contra los mejores ciclistas internacionales, y lo terminó las dos, cosa que no consiguieron ni la mitad de los participantes-. Strada, costurera, hija de una familia campesina que sobrevivía en la miseria, estableció en 1911 un récord mundial femenino de la hora (37,192 kilómetros) que duró casi tres décadas, y dominaba las pocas carreras de mujeres que se disputaban en Italia.
En 1924, visto que las figuras de la época no iban a participar en el Giro de Italia, los organizadores le permitieron tomar la salida: la veían como una atracción pintoresca, un reclamo para el público. Los periódicos le dedicaron artículos entre la admiración y la burla, entre el escándalo y la condescendencia, circularon viñetas y caricaturas machistas, y muchos espectadores se arremolinaban en las cunetas para ver, silbar y hasta insultar a aquella mujer que pedaleaba con las piernas al descubierto.
En el Giro las etapas eran salvajes: los ciclistas salían de madrugada para recorrer 250, 300, hasta 415 kilómetros del tirón, pedaleaban 12, 15, 17 horas, tenían que apañárselas para buscar comida y reparar las averías. Empezaron 90 participantes. Tras la séptima etapa, Alfonsina Strada ocupaba la posición 43, a casi tres horas del líder: era última, porque 47 ciclistas ya se habían retirado. En la etapa siguiente, con montañas, tormentas, averías y caídas, Strada llegó con un retraso de casi cuatro horas, fuera del tiempo máximo, y quedó eliminada. Los organizadores le permitieron continuar en carrera pero sin figurar ya en la clasificación. Con un sufrimiento atroz, agotada, malherida, desmoralizada, Strada aguantó hasta el final en Milán, adonde solo llegaron 30 ciclistas clasificados, y ella, con un retraso acumulado de 28 horas. La recibieron con ovaciones, dio una vuelta de honor al velódromo Sempione, le entregaron un ramo de flores enviado por el rey de Italia y un sobre con el dinero recaudado por sus admiradores: una fortuna. En los meses siguientes le llovieron los contratos para correr en los velódromos de media Europa. Al final de su trayectoria sumó docenas de triunfos, 36 de ellos en carreras contra hombres.
En 1925, Strada quiso inscribirse otra vez en el Giro, pero los organizadores la rechazaron. Aquel año volvían a competir las figuras, ya no necesitaban reclamos pintorescos, el fascismo había establecido definitivamente su dictadura y el país no estaba para moderneces con las mujeres, destinadas a ser amas de casa y a procrear en abundancia para aumentar urgentemente el número de italianos. El Almanacco della donna italiana decía que las mujeres solo debían practicar ciclismo “en su forma turística, con límites muy modestos, sin lanzarse nunca a pruebas de resistencia”. Y la Stampa Sportiva: “No tenemos ninguna simpatía por las viragos, esas mujeres que hacen 200 kilómetros del tirón en bicicleta, que bogan como remeros. ¿Acaso está bien que nuestras jovencitas, futuras esposas y futuras madres, practiquen un deporte así? Eso no es un ejercicio adaptado a la estructura de la mujer, es acrobacia femenina: nos oponemos tajantemente”. El dictador Benito Mussolini atacó incluso a la maglia rosa, la camiseta que distinguía al líder del Giro de Italia, porque consideraba que ese color era adecuado para las bragas de las señoras, no para vestir a superhombres.
Alfredo Binda, que justo a partir de 1925 ganó cinco Giros y tres campeonatos del mundo, tronó en un congreso internacional de ciclismo contra quienes permitían carreras femeninas, y remató con un “los hombres en bicicleta, las mujeres en la cocina”. Hay un busto de Binda en el santuario ciclista del Ghisallo, en Lombardía, justo delante de la iglesia. Binda no sabe que dentro del templo, donde se acumulan maillots y trofeos de los mayores campeones de la historia, colgaron la bici de Alfonsina Strada, y que hoy es una de las más buscadas y fotografiadas por quienes visitan el lugar.
Hacia la profesionalización
Hubo grandes ciclistas antes que Strada. En Estados Unidos, las mujeres competían en los velódromos desde 1879. Hélène Dutrieu fue la primera campeona del mundo en pista en 1896, la primera plusmarquista de la hora, además de la primera piloto que transportó a un pasajero en un avión. Annie Londonderry dio la vuelta al mundo en bicicleta en 1895.
Hubo grandes ciclistas después. En la década de 1950, la ultrafondista británica Eileen Sheridan consiguió que los patrocinadores le pagaran igual que a los hombres. Aparecieron figuras legendarias, con sus aventuras y desventuras: la belga Yvonne Reynders, multicampeona mundial, se ganaba la vida repartiendo carbón en bici con un remolque; la holandesa Leontien Van Moorsel, ganadora de dos Tours de Francia, sufrió anorexia y se recuperó para proclamarse campeona del mundo; Jeannie Longo coleccionó títulos franceses y mundiales durante 32 años, con la sombra del dopaje. En 1984, la estadounidense Robin Morton fue la primera directora de un equipo masculino profesional: lo dirigió durante el Giro de Italia, pero como la presencia de las mujeres estaba prohibida en las carreras europeas, los demás directores votaron para decidir si ella podía asistir a las reuniones técnicas y conducir su coche. La aceptaron. Ese mismo año se disputó el primer Tour de Francia femenino que merecía ese nombre, con quince etapas y triunfo de la estadounidense Marianne Martin. Laurent Fignon, el vencedor del Tour masculino aquel año, declaró que a él le gustaba más ver a las mujeres haciendo otras cosas.
A partir de 1984, el Tour femenino se celebró con interrupciones, cambios de nombre y poco presupuesto, hasta que desapareció en 2009. Cuatro años después, la campeonísima holandesa Marianne Vos encabezó una campaña y una recogida de firmas para que se recuperara. Christian Prudhomme, director de la prueba, dijo que sería interesante celebrar una carrera para mujeres, pero que el Tour ya era una maquinaria enorme y que no se podía ampliar más. A cambio, en 2014, el mismo domingo en que los hombres terminaron el Tour en París, a las mujeres les organizaron una carrera de trece vueltas por los Campos Elíseos. En 2017, la ampliaron a dos días: una etapa montañosa en los Alpes y una contrarreloj en Marsella. En 2018 volverá a tener una sola etapa: el 17 de julio, otra vez en los Alpes.
Mientras tanto, ha tenido más repercusión el debate de las azafatas que el de las corredoras. En 2017, el Tour Down Under, en Australia, fue la primera gran carrera que dejó de contar con azafatas para entregar trofeos y dar besos en el podio, las sustituyó por chicos y chicas ciclistas, y argumentó que las mujeres debían participar como deportistas, no exhibiendo su cuerpo. Fue imitada por otras pruebas importantes, como la Vuelta a España, la Volta a Catalunya o la Vuelta al País Vasco, pero el Tour de Francia decidió mantenerlas.
El Tour sólo es una parte del ciclismo. En los últimos años, las mujeres han dado pasos firmes hacia la profesionalización. En 2016 se creó el World Tour, un circuito de carreras internacionales a semejanza del de los hombres, al que se han ido sumando equipos con patrocinadores potentes, buenos entrenadores y buen material. Sin embargo, las ciclistas del World Tour ni siquiera tienen un salario mínimo establecido, y muchas de ellas mantienen trabajos parciales o dependen del apoyo económico de su familia. Las mejores del mundo sí ganan buenos sueldos –siempre muy por debajo de los mejores hombres-, pero falta un buen trecho para la profesionalización completa. Faltan retransmisiones por televisión, audiencias, patrocinadores, carreras.
En el pelotón se han levantado voces contra la Unión Ciclista Internacional (UCI), a la que acusan de esforzarse poco en la promoción del ciclismo femenino. Todavía resuena la carta de despedida de la británica Nicole Cooke, ganadora de dos Tours, un Giro, campeona mundial, campeona olímpica, que colgó la bici en 2013, a los 29 años, harta de la desigualdad. En esa carta, además de cargar con dureza contra los dopados, describió toda una vida de lucha contra los obstáculos que se encuentran las ciclistas: “A los 12 años ni siquiera imaginas las dificultades que vendrán. Das por hecho que los niños y las niñas tienen las mismas posibilidades de desarrollar su talento, no te esperas que no haya ninguna infraestructura para ti si eres chica o, peor todavía, que te excluyan específicamente de las competiciones, por el mero hecho de serlo”. Cooke señalaba a la UCI: “Están perdiendo una gran oportunidad. Miren al tenis femenino y a sus superestrellas globales. La UCI pierde la mitad de su potencial porque se centra solo en los hombres. Podría gestionar dos grandes deportes rentables, así que debemos preguntarnos qué están haciendo las personas que dirigen el ciclismo”.
No será por falta de interés. El ciclismo femenino ofrece carreras espectaculares y muy competidas, rivalidades feroces, biografías impactantes, grandes historias épicas, dramáticas, divertidas, un filón que los periodistas podríamos aprovechar mejor, porque a menudo se quedan sin narrar.