Cárcel para todos, todos a la cárcel
17 de septiembre de 2013.
"La desinformación y el recurso obsesivo al castigo y a la prisión no es, en este caso, patrimonio exclusivo de esa gran mayoría mal informada nacida del bipartidismo. Es también la respuesta de la práctica totalidad del espectro social, incluidos los partidos políticos minoritarios o un gran número de movimientos sociales. Los ejemplos son infinitos: movimientos feministas que abogan por la cadena perpetua para los asesinos de sus parejas o por el cumplimiento íntegro de las penas para maltratadores; asociaciones de madres contra la droga que se oponen a la semilibertad o a los permisos penitenciarios para traficantes; ecologistas que reclaman un endurecimiento de las penas para delitos urbanísticos o contra el medio ambiente; asociaciones de víctimas del terrorismo que se indignan ante cualquier mínima expresión de humanitarismo penitenciario con los condenados por los delitos que les afectan".
Epílogo de Patricia Moreno Arrarás a "El siglo de los castigos - Prisión y formas carcelarias en la España del siglo XX"
Cumplimiento íntegro y efectivo de las penas. Cadena perpetua. Macrocárceles. Libertad vigilada. Hacinamiento. Cifras récord de población reclusa. Tolerancia cero. Todo es delito. Cárcel para todos, todos a la cárcel.
Estas y no otras son las voces a las que habrá que apelar para definir la política criminal española en el cambio de milenio. Las cifras, rotundas, no permiten discusión. En 1.975, son 15.518 las personas que reciben la noticia de la muerte de Francisco Franco en prisión. Apenas veinte años después, en 1.995 -año en el que se aprueba el denominado Código Penal de la Democracia- España mantenía encarceladas a 44.956 personas. Quince años más tarde, en 2.010, ese Código Penal “democrático” había conseguido elevar la cifra de población penitenciaria a 73.849. Últimamente, entre 2011 y 2012, los incrementos anuales ya no son tan llamativos. Las últimas estadísticas apuntan una tendencia de ligero descenso de la población reclusa debido a la activación de las expulsiones de extranjeros y a la ralentización de la construcción y/o apertura de nuevas prisiones.
¿Somos más o delinquimos más?. Ni lo uno ni lo otro. Ciñéndonos a un periodo concreto de tránsito entre los dos siglos (1995-2010), nos encontramos con un incremento de población reclusa del 64,26 % en un país que, en el mismo periodo, presenta un crecimiento demográfico del 19,98%. Por su parte, los datos criminológicos tampoco logran explicar este escandaloso aumento de las cifras de presos. En el año 2.010, la tasa de delitos por cada 1000 habitantes fue en el estado español de 45,1, muy por debajo de la media europea que, en los últimos años, se ha venido situando en torno a los 70 delitos por cada 1000 habitantes. ¿Será entonces que el ciudadano se ha aficionado a reaccionar con la denuncia penal en cuanto sufre el más mínimo atropello?. No es el caso porque es también un dato estadístico incontestable que, en los últimos tiempos, nos sentimos cada vez menos atropellados. Así, las encuestas sobre victimización nos confirman que el porcentaje de encuestados que declara haber sido víctima de un delito ha disminuido sensiblemente en el periodo analizado. No se trata de que denunciemos ahora determinados delitos que, cometidos siempre, no llegaban al papel, a la policía o al juzgado. El hecho es que, preguntados sobre si hemos sido o no víctimas de un delito, afirmamos ahora haberlo sido en mucha menor medida que en periodos precedentes.
Una explicación de un fenómeno tan complejo que se reduzca a un análisis simplista del derecho positivo es a todas luces insuficiente. Pero a nadie se le escapa que la causa inmediata de la omnipresencia en nuestra sociedad del castigo y, en particular, de la cárcel, la conforman determinadas reformas legales que han presidido este tránsito de siglos. Así, mientras la opinión pública ha vivido convencida de que España se estaba convirtiendo en el paraíso perfecto para cualquier delincuente, la evolución legislativa iba construyendo un marco normativo que, hoy por hoy, nadie mínimamente informado duda en situar entre los más represivos de Europa. Hoy –en octubre de 2.011- es mucho más fácil entrar en la cárcel y mucho más difícil salir de lo que lo era, por ejemplo, en 1.973 o incluso, me atrevo a decir, en pleno franquismo, si no por delitos políticos, sí por lo que siempre hemos conocido como delitos comunes.
Paradójicamente –o no- el arranque del último encarnizamiento penal puede situarse en el denominado “Código Penal de la Democracia”, aprobado en 1995 y en vigor desde el 25 de mayo de 1996. Cuando empiezo a ejercer la abogacía, en el año 1991, estaba vigente el que se conocía como Código Penal de 1973, texto refundido que se basaba en el Código Penal de 1944, aprobado este último en la más cruda posguerra que, a su vez, derogó al Código Penal republicano de 1932. Razones estéticas imponían el cambio. La “nueva España” merecía una normativa moderna acorde con los nuevos tiempos, especialmente necesaria, por razones obvias, en un ámbito –el de la represión del delito- que, como en cualquier dictadura, exigía un rápido y tupido, tupidísimo velo. Aparentemente, el Código Penal de 1995 iba a responder a esta necesidad de modernización. Sin embargo, las consecuencias prácticas de la reforma, tan fácilmente previsibles, resultaron dramáticas. El Código de 1995 suprimió el beneficio penitenciario de la redención de penas por el trabajo y acabó con la posibilidad, casi generalizada, de cumplir la pena en un periodo de tiempo notablemente inferior a la duración de la condena impuesta en la sentencia. A partir de 1995, ya sin redenciones, la pena impuesta era –y es- la pena que debía cumplirse. Por tanto y aunque, en determinados delitos, el Código Penal de 1995 aparentaba una rebaja de penas respecto al Código Penal franquista, lo cierto es que la estancia de un condenado en prisión por el mismo delito aumentó sensiblemente. Gracias al moderno código penal, una vez dentro, era más difícil salir. Las prisiones empezaban a saturarse.
Ajenos a esta realidad, los partidos políticos mayoritarios comenzaron a remodelar el Código Penal de 1995 compulsivamente, respondiendo con anunciadas –y luego ejecutadas- reformas del Código Penal a lo que, en su peculiar interpretación, entendían como demandas de la ciudadanía. Entre 1995 y 2010, el Código Penal fue modificado en veinticinco ocasiones, a una media de reforma por año. El resultado, lejos de corregir la presión punitiva, abundó en la misma línea: la práctica totalidad de las reformas lo fueron para tipificar conductas hasta entonces atípicas o para endurecer las penas para delitos ya definidos como tales. En materias tales como la violencia doméstica o la seguridad vial, el endurecimiento fue salvaje aunque nunca suficiente para una gran mayoría siempre convencida de la cantinela según la cual “los delincuentes entran por una puerta y salen por la otra”. No fue menor el impacto de la Ley Orgánica 7/2003, de cumplimiento íntegro y efectivo de las penas que, sin embargo, también paso casi desapercibida para la opinión pública. La referida Ley, que fue mediáticamente presentada como una herramienta más en la “lucha contra el terrorismo”, tuvo una incidencia importantísima en las condenas de personas sentenciadas por cualquier otro tipo de delito al endurecer explícitamente los requisitos para poder acceder al régimen abierto. Así, por ejemplo, la referida reforma introdujo el denominado periodo de seguridad -que, para penas superiores a cinco años, impedía el acceso a la semilibertad propia del tercer grado de tratamiento antes del cumplimiento de la mitad de la condena- o la exigencia de abono de la responsabilidad civil impuesta en la sentencia para poder progresar al referido tercer grado o para ver concedida la libertad condicional, exigencia esta última que, en la práctica, está suponiendo un cierto resurgimiento de la prisión por deudas, formalmente abolida pero tristemente vigente en nuestras cárceles. Una vez más, la generación de políticas criminales de excepción para determinados delitos acabó impregnando todo el sistema penal y penitenciario sin que las voces críticas se escucharan más allá de los círculos académicos o asociativos especializados.
En resumen: la evolución legislativa expuesta desembocó en una mayor probabilidad de entrada en prisión –hay más conductas tipificadas como delito y más conductas sancionadas con el encarcelamiento –, una mayor duración del cumplimiento efectivo de la pena y una menor probabilidad de ver aligerado el encarcelamiento con regímenes abiertos.
Lo hasta aquí expuesto poco aporta al informado, a quien ha estado en contacto con la política criminal real, con la realidad de las prisiones o con unos sencillos datos estadísticos. Sin embargo, pruebe el lector a comentar las afirmaciones precedentes en cualquier foro que no esté compuesto por expertos. Comprobará que, con independencia de la ideología o adscripción política de los componentes del auditorio, la desinformación es absoluta. La derecha tradicional, convencida de que la prisión no va a formar parte de su biografía y con un desprecio absoluto a la verdad, afirmará tener la certeza de que en España las penas no se cumplen. Por su parte, la “izquierda” más convencional no hará tan rotundas afirmaciones pero, en la práctica, ha obrado exactamente igual, dando su beneplácito o incluso promoviendo las sucesivas vueltas de tuerca que, en su caso, han estado dirigidas a apretar en aquellos tipos penales especialmente odiosos para la progresía tales como, por ejemplo, la violencia doméstica.
Nada nuevo bajo el sol. Nada distinto de lo que ocurre a cualquier otro nivel de la vida política y social. ¿O sí?. En mi opinión, sí porque la desinformación y el recurso obsesivo al castigo y a la prisión no es, en este caso, patrimonio exclusivo de esa gran mayoría mal informada nacida del bipartidismo. Es también la respuesta de la práctica totalidad del espectro social, incluidos los partidos políticos minoritarios o un gran número de movimientos sociales. Los ejemplos son infinitos: movimientos feministas que abogan por la cadena perpetua para los asesinos de sus parejas o por el cumplimiento íntegro de las penas para maltratadores; asociaciones de madres contra la droga que se oponen a la semilibertad o a los permisos penitenciarios para traficantes; ecologistas que reclaman un endurecimiento de las penas para delitos urbanísticos o contra el medio ambiente; asociaciones de víctimas del terrorismo que se indignan ante cualquier mínima expresión de humanitarismo penitenciario con los condenados por los delitos que les afectan. Pocos, muy pocos son los que no están recurriendo y revalidando el derecho penal –y, muy en especial, la prisión- para resolver éste o aquel conflicto social. Unos y otros deseamos ver sentados en el banquillo a colectivos o personas diferentes pero sólo una minoría invisible cuestiona el abuso de la privación de libertad.
Por razones históricas obvias, la sociedad española post-franquista no tuvo apenas tiempo de impregnarse de humanismo penal y penitenciario. A la pérdida de fuelle de estas filosofías en el ámbito europeo se le sumaron otros factores: la judicialización de la vida social y política; la continua proyección mediática de esa judicialización, mayormente reducida a un periodismo morboso centrado en la retransmisión del dolor de la víctima y de consignas vengativas; la bonanza previa a la actual crisis económica que parecía haber fortalecido a una clase media incapaz de percibir el sistema penal y, mucho menos, la prisión como un fenómeno que pudiera afectarle; los dolorosísimos y desastrosos efectos de la opción armada como solución del denominado “conflicto vasco” y los sucesivos endurecimientos penales que apenas nadie se atrevía a cuestionar en tal contexto y con semejantes cifras de personas asesinadas sobre la mesa; las igualmente escandalosas cifras de mujeres muertas víctimas de la violencia de género; las tragedias cotidianas de los accidentes de tráfico; la generalizada corrupción política y un largo etcétera de las más diversas explicaciones.
Sea como fuere y sean cuales fueren las razones, lo cierto es que los discursos reconciliadores y empáticos no han conseguido estar presentes ni trascender de ambientes académicos o del asociacionismo militante que, por otra parte y en ocasiones, también se han refugiado en exceso en eternos debates teóricos alejados de la realidad del delito e incapaces de ofrecer hoy soluciones concretas a problemas concretos. No es del todo injusta la crítica que califica de “salida fácil” la apelación al necesario cambio social global. El cambio social global es, efectivamente, urgente y necesario pero esa necesidad imperiosa no debería obviar otra reflexión: a día de hoy, no estamos social y personalmente preparados y educados para el perdón y para la reconciliación.
El perdón es otra de las palabras estropeadas. En este tránsito de siglos, conceptos tales como perdón, reinserción, alternativa o tolerancia, se han difuminado, manido y prostituido hasta el punto de evocar realidades profundamente alejadas del verdadero significado de las palabras. El aislamiento propio de los regímenes cerrados es denominado primer grado “de tratamiento”. Algunas prisiones se denominan ya “centros de inserción social”. La delación de los demás presos es la piedra angular del funcionamiento de los módulos de respeto. El desgaste de las palabras es paradigmático e ilustra una época de decadencia y falta de imaginación generalizada. Por eso, es probable que no sólo sea precisa una transformación social a gran escala y a todos los niveles; necesitamos también ser conscientes de nuestras propias limitaciones para responder al dolor que provocan determinados hechos delictivos. Necesitamos, todos, minimizar el derecho penal, dejar de castigarlo todo con las penas del infierno; necesitamos, todos, pensar en cómo atender a la víctima antes de echar a correr tras el culpable; necesitamos, todos, dedicación, imaginación, generosidad y, por qué no, empezar por recuperar las palabras y por reconciliarnos con la verdadera esencia del perdón, de la tolerancia, de la inserción social o del tratamiento.