Anarcocapitalismo: democracias corporativas en la ciencia ficción

11 de septiembre de 2013. Fuente: Anarcocapitalismo en la Wikipedia

Plutocracia, oligarquía, Cleptopía... son palabras que describen una realidad tan obvia que casi es de Perogrullo señalarla: que en las supuestas democracias representativas, igualitarias y parlamentarias, curiosamente quien detenta el poder, ostenta el dinero.

Reseñas de Laura Gaelx

“Desde el Gobierno no podemos entrar a valorar las decisiones de los partidos como empresa”.
Soraya Sáenz de Santamaría. Vicepresidenta del gobierno de España. 2013

Las expresiones más extremas (menos hipócritas) del liberalismo económico y su actual estado de financiarización globalizada llevarían al anarcocapitalismo en estado puro, en el que el Estado-nación desaparece por completo e instituciones que tantas reflexiones desde la filosofía política han merecido, como el ejército o la justicia, pasan a ser gestionadas por empresas privadas y sujetas únicamente a la ley del libre mercado.
Aunque con frecuencia la realidad supera a la ficción, en el caso del gobierno de las empresas, la ciencia ficción, en concreto, ha ido más lejos de lo que ningún gobierno/empresa actual se atrevería a exteriorizar (aunque a veces les traicione el subconsciente).


Una de las novelas de ficción especulativa que de una forma más directa aborda el tema de la desaparición de lo que entendemos actualmente (o entendíamos hasta algún punto del liberalismo clásico) por gobierno, sea cual sea su signo, y el remplazo de sus funciones por parte de empresas es Jennifer Gobierno (2003), del australiano Max Barry.

El sistema político de este mundo futuro de ficción que cada vez se parece más a nuestro presento es el “capitalizmo”. En un régimen sin impuestos, una de las principales funciones del gobierno es “proteger la ley”, a cambio del pago de las posibles víctimas por los servicios. Pero en estas tareas compite con las ofertas de otros dos organismos privados, alimentados principalmente por mercenarios: la policía y la Asociación Nacional del Rifle, que actúa como el más potente de los ejércitos.

Como indica el título, el apellido de las personas es el de la corporación para la que trabajan, sea esta el Gobierno (una agencia sin apenas poder de ejecución que subcontrata todos los servicios que puede), Nike o McDonals. Quienes están desempleadas (una situación en la que te encuentras voluntariamente, pues cada contrato se negocia individualmente y, ¿dónde está el límite de tu dignidad?) no tienen apellido, únicamente nombre de pila y los menores toman el nombre de su colegio que, por supuesto, es el de alguna marca comercial especializada en ocio infantil, como Mattel o Nintendo.

Conversión en distopía de la utopía randiana o minarquista del Estado mínimo, no solo critica los excesos neoliberales y anarcocapitalistas sino que se centra también en los aspectos globalizadores y uniformadores. Por ejemplo, en todo el mundo solo se habla “americano”, lo que antes se conocía como inglés, del que su versión británica ha desaparecido. Además de ser un thriller de lo más entretenido (un ambicioso plan de márketing de un empleado de Nike, que pasa por asesinar adolescentes, desemboca en la ejecución de una antigua venganza por parte de la protagonista, que lleva tatuado un misterioso código de barras bajo su ojo), resulta una metáfora socioeconómica a la altura de 1984 o Un mundo feliz.


Jeanette Winterson nos traslada en Planeta Azul (2008) a la etapa de recuperación económica y social tras la tercera posguerra mundial. Una especie de alegres años 20 donde los avances en ingeniería genética permiten detener y revertir la edad de una persona en cualquier momento, con lo que su cuerpo puede aparentar 20 años durante toda la vida.

“En Occidente nadie creía que nos bombardearían.” Pero ocurrió, recuerda un personaje de la obra. “Luego la bomba, las bombas, que dejaron las ciudades de Occidente tan desesperadas y destruidas como las de Oriente, donde habíamos hecho nuestras guerras justas sin contra jamás las bajas. `Comprad en cuanto oigáis el disparo de los cañones´, fue el consejo de un Rothschild en el siglo XIX. La guerra es una oportunidad. MÁS la aprovechó y nadie le culpa. Todos los demás, incluido el gobierno, habían fracasado. (…) Lo impensable, lo indecible y lo que no puede detenerse había ocurrido. ¿A quién recurrir? Recurrimos a la mano que nos da de comer, a la que nos da cobijo. ¿A quién le importa si no había sido elegida?”

El poder está en manos de MÁS, una corporación que participa abiertamente en la diplomacia internacional, que firma acuerdos comerciales con otros conglomerados políticos. MÁS cuenta con las ramas MÁS-Justicia, MÁS-Sanidad, MÁS-Industria o MÁS-Paz, “la nueva fuerza de seguridad: Ejército y policía fundidos en uno.” Aunque no se describe su funcionamiento interno, la afirmación de un personaje que antes de la Tercera Guerra Mundial trabajaba como economista para el Banco Mundial nos sirve de escala: “puede que no le tuvieras ninguna simpatía al Banco Mundial, pero te aseguro que era mucho más democrático que MÁS”.


Mercaderes del espacio es una divertida obra escrita en 1953 que, con la misma simpleza que su elocuente título, catapulta a un personaje más ambicioso pero menos patriarcal que Don Draper al encargo de su vida: convencer a los consumidores (que no ciudadanos) de que su mayor anhelo es irse a vivir a Venus.

Mitchell Courtenay, su protagonista, carece de cinismo cuando se sorprende del significado y uso de ciertos términos como gobierno y, en la reunión en la que comunican que su compañía, uno de los dos mega holdings mundiales, ha recibido el encargo gubernamental de publicitar las bondades de la vida en Venus, reflexiona: “es curioso que nos refiriéramos a esa cámara de compensación de influencias como si aún fuese una entidad independiente”.

También en Mercaderes del espacio el protagonista, tras el primer intento de asesinato sufrido, se ve obligado a contratar un servicio privado para que investigue el caso. Servicio que tiene una tarifa mayor que la común porque “los pleitos comerciales aumentan enormemente el riesgo”.

Si en la actualidad el cotizar a la seguridad social se está convirtiendo en un lujo difícilmente alcanzable, sea en negocios grises, negros o blancos, en el mundo que dibujan C. M. Kornbluth y F. Pohl la propia cifra asignada y tatuada en la piel establece un ranking que identifica tu nivel de estudios, ingresos, tipo de contrato y, por tanto, tu lugar en una sociedad dividida drásticamente entre productores y consumidores.

También han resultado totalmente visionarios en cuanto a la sustitución de las relaciones laborales por las mercantiles. En este mundo, no hay mayor delito que romper un contrato comercial o de trabajo, que viene a ser lo mismo. Esto queda patente en el discurso que el capataz dirige a los trabajadores de la fábrica de proteína animal Clorela que están siendo ascendidos, literalmente, desde Costa Rica hasta Nueva York: “Quiero que todos y cada uno de ustedes recuerden constantemente que están contratados por Clorela y que los derechos de esta compañía sobre ustedes tienen prioridad sobre cualquier otro. Si alguno piensa que puede romper el contrato, pronto descubrirá con qué rapidez se consigue una extradición cuando se trata de una ofensa comercial”.


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