Fragmento de "La Facción Caníbal" de Servando Rocha y II

2 de abril de 2013.

"Tras la tormenta del tiempo lo que quedaron fueron los restos de aquellas vivencias que bien podrían expresarse en la forma de un tocadiscos desvencijado y vencido, tal y como mostraba la obra que el artista Gerhard Richter hizo a partir de una fotografía del tocadiscos de Andreas Baader, militante de la Facción del Ejército Rojo (RAF), tras su muerte en la prisión de Stammheim en octubre de 1977. Richter desenfocó la fotografía inicial, para luego tratarla al óleo. La imagen había sido tomada de los archivos policiales. Al parecer, la policía aseguró que Baader había escondido en el interior del tocadiscos el arma con la que se suicidaría".

Texto cedido por el autor para su publicación en Nodo50

Londres ha adquirido la apariencia de un rompecabezas. Las calles ya no son calles, sino laberintos en los que una mala elección te puede conducir a la peor de las muertes. Blake avanza en primera fila junto a la muchedumbre empapándose de sus consignas, mientras toman el edificio que alberga la prisión de Newgate. Una vez reducidos los guardias, grupos de alborotadores suben hasta el tejado. Sus dos pisos de altura facilitan su rápida destrucción. Al abrirse las puertas, una hilera desordenada de personas anónimas se funde en abrazos y vítores con los asaltantes. Algunos se unen a ellos, pero otros corren hasta desaparecer entre las callejuelas. Las llamas ya están haciendo su trabajo. Newgate es un edificio vencido. Tres años después, alguien volverá a colocar piedra sobre piedra y las ideas propuestas por el arquitecto Jacques Blondel convertirán la prisión en un ejemplo de lo que él mismo denominó “arquitectura terrible”. Su amenazante aspecto exterior, sin casi ventanas y con cadenas talladas en su entrada, cumplirá una doble función: persuadir de escapar a sus confinados y aterrorizar a los transeúntes.

En 1780 William Blake tenía veintidós años y aunque gozaba ya de cierto nombre en el ambiente artístico, era más conocido por su personalidad explosiva y sus opiniones provocadoras. Había finalizado su aprendizaje como grabador y escasos meses antes lograba ingresar en la Real Academia Inglesa. Aquellos sucesos, en su opinión, eran el primer episodio de una Revelación Divina que debía desembocar en el Juicio Final y el Apocalipsis. Uno de sus poemas más conocidos, El matrimonio del cielo y el infierno, escrito al calor de la Revolución Francesa, es un texto premonitorio: “Nubes hambrientas vagan en las profundidades […]. Ahora la reptante sierpe camina con tímida humildad. Y el hombre justo se enfurece en los bosques por los que vaga el León”. Su obra está salpicada de esta experiencia. El guardián de Albión era, en realidad, la imagen que Blake atribuía al rey Jorge III y los ángeles representaban a sus partidarios. Las láminas de su poema América, una profecía, aunque pueda parecer que hablan de la revolución americana -auténtica fuente de inspiración para los revolucionarios ingleses- en realidad reflejan sus recuerdos durante los días en que Londres fue sacudida por los airados hijos de Inglaterra. Blake saludaba a esos tiempos salvajes, a ese “recién nacido terror”.

La Revolución era, por otro lado, una revolución esperada y deseada por gente como Blake. La Revolución simbolizaba a “Rintrah”, que en la mitología de Blake representaba la cólera profética. Y muy posiblemente, la última vez que Blake pudo ver el rostro “humano” de “Rintrah” fue mientras marchaba junto a la muchedumbre y observaba las enormes llamas destruyendo la prisión de Newgate. A esta época pertenecen los grabados Alegre día y La danza de Albión.

Albión, dirá Blake, había por fin bailado “la danza de la muerte eterna”.

Meses después de los disturbios de Gordon, fue detenido acusado de trabajar para el enemigo como espía a sueldo de Francia mientras realizaba, junto a varios amigos, esbozos al natural de la flota inglesa, la cual se preparaba para partir hacia las colonias americanas. Tras permanecer arrestado varias horas, fue puesto en libertad gracias a las presiones de la Real Academia. A raíz de esta experiencia escribió varios versos como los contenidos en Canción de guerra de un hombre inglés, que luego recogió en Esbozos poéticos: “¡Los ángeles de la muerte se aprestan en los cielos que ya descienden! […]. ¡Preparaos soldados, nuestra causa es la causa del cielo!”.

El incendio de Newgate fue solo un instante de una panorámica más amplia. Vista a lo lejos, Londres se venía abajo (“¡Nunca, hasta anoche, había visto Londres y Southwark en llamas!”, exclamó un asustado católico, que más tarde comparó aquellos disturbios con el inmenso incendio que azotó Londres en 1666 y que destruyó casi por completo el centro de la ciudad). Grandes columnas de humo se levantaban en distintos barrios de la ciudad, sirviendo de advertencia de lo que sucedía en sus calles. El primer día los soldados, armados con bayonetas, lograron detener a trece hombres que fueron conducidos hasta la prisión de Newgate. En las calles ya se veían a miembros de la mítica Queen’s Light Dragoons, una fuerza especial del ejército creada un siglo antes durante la revolución americana. Decenas de bandas procedentes de las afueras, que semanas antes habían ido reclutando voluntarios entre los campesinos, se repartían por la ciudad. Muchos habían venido desde muy lejos, desde aldeas remotas gobernadas por terratenientes (el antiguo señor feudal había desaparecido desde hacía ya tiempo). Todos ellos eran trabajadores sin tierra, nuevos habitantes de la vieja aldea medieval, gente sin derechos políticos a los que solo les quedaba la revuelta y la violencia para hacerse escuchar.

El fuego de Gordon conservaba el eco de un pasado no muy lejano. Los más viejos aún podían recordar cómo en 1746, tanto en Sunderland como en Liverpool, las capillas católicas habían sido derribadas. Esta forma de protesta se presentaba como religiosa, pero planteaba problemas mayores. De alguna manera, los alborotadores deseaban, aunque solo fuese momentáneamente, ajustar las cuentas con los ricos. La escasez de alimentos o la subida de los precios casi siempre provocaban las protestas más grandes y por esta razón las autoridades de Londres eran muy precavidas a la hora de asegurarse de que los mercados estuviesen bien surtidos o de que se respetasen los precios de los alimentos. Lo sucedido en el pasado, presentado como una “revuelta del hambre”, mantenía a las fuerzas del orden expectantes ante el primer atisbo de conflicto. Otras veces, los altercados se producían como consecuencia del espíritu xenófobo hacia los irlandeses, que con frecuencia eran contratados por salarios muy inferiores al de los ingleses. Los viejos héroes se invocaban en los numerosos clubs repartidos por la geografía de Londres, como la Robin Hood Society, donde pagando seis peniques se podía hablar del tema que se quisiera durante cinco minutos. El periódico reaccionario Gentleman´s Magazine advertía de que “si la legislatura no se apresura a usar algún método eficaz para suprimir el actual espíritu de revuelta que se ha tornado general en las capas inferiores de la población… no habrá protección contra la turba dedicada al pillaje… ¡La turba debe ser derrotada!”. Las bandas al frente de los disturbios estaban dirigidas por gente conocida en sus barrios y pueblos, generalmente tenderos, artesanos o pequeños comerciantes, como Thomas Chaplin, un maestro cochero que durante la revuelta se encargó de recaudar dinero para la turba. El carisma, una mezcla de empatía e intereses comunes, les hacía ser respetados como la única autoridad real.

Dirigían a las bandas y las bandas obedecían.

Hay quien dice que la participación de Blake en la destrucción de Newgate surgió casi por casualidad al encontrarse de frente con la muchedumbre que ya marchaba dispuesta a asaltar la prisión. O puede que no, quizás todo formase parte de un “plan”; un “plan” que tomaba forma poco a poco y cuyo significado total entonces Blake ignoraba, porque en el fondo, en lo más secreto de sí mismo, en sus versos, entre ese amasijo de maldad y abyección, de trascendencia y lírica de guerra, ya habitaba lo que las huestes de Gordon depararían. El “espantoso cambio” estaba en marcha: el Gran Salto Adelante, primero la Revolución Americana y luego la Francesa. Y también las multitudes, como aquellas que incendiaron Newgate,y que parecían no estar en Londres, sino lejos de allí, en América, porque “la guerra comenzó en América. Todos sus horrores siniestros pasaron ante mis ojos atravesando el Atlántico hasta Francia. Entonces comenzó la Revolución Francesa entre espesos nubarrones”. A través de estos nubarrones los ojos de Blake pueden ver más allá, mucho más allá de los gruesos muros de Newgate convertidos ahora en escombros, mucho más allá de las fronteras inglesas y del viejo imperio. Blake está viendo el rostro de París y de los futuros jacobinos, entonces reunidos en círculos literarios, sin que nadie pudiera sospechar lo que iba a suceder en poco menos de una década. Concretamente, nueve años después.

Durante los llamados “disturbios de Gordon” -los mayores en la historia de Inglaterra- se destruyeron más de un centenar de viviendas pertenecientes a la aristocracia y la iglesia, además de media docena de prisiones, que ardieron por completo siendo sus presos liberados. El Banco de Inglaterra tampoco se libró de la destrucción. La estampa urbana era sinónimo de horror y caos.

Varios cuerpos colgados frente a Temple Bar.

Una fiesta improvisada en el London Bridge.

Bibliotecas quemadas.

Almacenes vacíos.

Todo es de todos.

Muchos manifestantes cayeron por las balas del ejército. También hubo bajas entre los soldados. En total se contaron más de doscientos muertos. Otros tantos centenares de participantes fueron detenidos y veinticinco de ellos colgados como escarnio para el resto. Alguien dijo que las imitaciones siempre son malas (ya saben, con frecuencia los fans emulan a sus ídolos, radicalizando torpemente ese mensaje heredado y, como Marx dijo, un buen día “conjuran temerosos los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas, sus valores”). Y allí están ellos; esos, en palabras de nuestro hombre, “elementos inferiores, artesanos que ejercían profesiones subalternas y oficios mecánicos”, invocando la destrucción del tiempo, del dinero y del poder de la Iglesia.

En 1801 Johanna Southcott publicó, costeado por ella misma, un panfleto con sus profecías que no tardó en captar adeptos por todo el país. Al año siguiente, un grupo de adinerados simpatizantes la llevó a Londres, alquilando una capilla para que pudiera difundir el mensaje del final de los tiempos. Muy pronto se hizo increíblemente famosa y sus fieles se contaron por millares. Sin embargo, en 1814 sus seguidores empezaron a disminuir. Entonces, mediante un magistral golpe de efecto, anunció encontrarse embarazada y que aquel hijo sería Shiloh, el Hijo de Dios. Johanna tenía 64 años. A pesar de ello, la vidente mostraba todos los signos de embarazo y de los veintiún médicos que la vieron, diecisiete confirmaron la noticia. No nació ningún niño y su salud empezó a deteriorarse. Falleció dos meses después de la fecha en que se esperaba el parto divino. La autopsia que se le practicó no reveló ningún signo de haber estado embarazada. A finales del siglo XIX aún quedaba un puñado de fieles que seguían esperando un nuevo advenimiento. La propia Johanna, aunque sin éxito, intentó atraer a Blake hasta su secta. No era, ni mucho menos, la única iluminada de la ciudad de Londres que estaba metida de lleno en una creciente fiebre apocalíptica. El pensamiento de Blake se movía entre las filas del protestantismo radical y en toda una tradición que se remontaba a varios siglos antes, con los anabaptistas, la Hermandad del Espíritu Libre, los famosos Diggers y los Ranters, entre tantos otros. Todo tipo de sectas y grupos, calificados por sus contemporáneos como herejes, pretendían realizar el reino de Dios en la tierra, una nueva Jerusalén. “No dejará mi mente de luchar ni dormirá la espada entre mis manos hasta que fundemos Jerusalén sobre la verde tierra inglesa”, rezaba el poema de Blake De Milton (1804).

Aquel primitivo anarquismo mesiánico y comunitario fue también el de Blake. Había muchos héroes a los que seguir, y el alemán Jakob Boheme, uno de ellos, ejerció en Blake una enorme influencia. A los dieciocho años Jakob anunció haber tenido una visión que había durado una semana entera. Aseguró haber vivido durante aquel tiempo “rodeado de la divina luz”. Aquellas visiones, que continuaron en el tiempo, fueron recogidas en su obra Aurora. Debido a la persecución a la que fue sometido por parte del poder católico, se vio obligado a difundir sus panfletos de forma clandestina gracias a pequeñas imprentas y a redes secretas de simpatizantes con su causa. En 1624 Jakob falleció, pero para entonces ya contaba con una gran legión de seguidores. La oposición de Blake a la Iglesia Católica, al Estado y al poder de los hombres, se fundaba en estos movimientos protestantes, pero también en tipos como Joaquín De Fiore. El pensamiento de De Fiore, llamado también a ser un profeta, dividía la historia en tres etapas. La primera, la “edad del Padre”, era la época anterior al cristianismo; la segunda, la “edad del Hijo”, era el mundo cristiano; la tercera y última sería la del “Espíritu Santo”. Así pues, la Iglesia (considerada como la ramera de Babilonia y su papa el anticristo) sería barrida de la faz de la tierra y sustituida por una Iglesia del Espíritu sobre la base de la igualdad. De Fiore afirmó que la era cristiana había terminado en torno a 1260 con la llegada del anticristo, porque la edad utópica estaba por llegar.

Pero aquellas experiencias pertenecían al siglo pasado. Blake, entre la multitud de sectas, se fijó en un hombre al que no llegó a conocer en vida y cuyos seguidores eran bastante célebres. Se trataba de Emanuel Swedenborg. En aquella época, los swedenborgianos gozaban de una gran fama y veían en Swedenborg al auténtico y último profeta. Un enviado de Dios.

Swedenborg había nacido en 1688 en Estocolmo. Durante toda su vida desempeñó un sinfín de puestos de gran relevancia, aunque muy pronto se decantó por la cosmología y la filosofía. En torno a 1744 comenzó a experimentar sueños y visiones que luego reflejó en varios diarios. Al mismo tiempo, empezó a estudiar la Biblia con mayor intensidad y un año después aseguró que, mientras se encontraba cenando en Londres, la habitación se había oscurecido misteriosamente y que se le había aparecido un espíritu, el cual le confesó que Dios lo había elegido a él para que el conocimiento bíblico fuese nuevamente revelado a los hombres. Swedenborg creía ser un mensajero de la palabra divina. Según estas supuestas revelaciones, todo lo que existe en la tierra también existe en el cielo, pero de una forma más compleja e intensa; nadie es juzgado y enviado al cielo o al infierno, sino que durante la vida el hombre se va preparando para uno de esos dos destinos. Al morir, uno se dirige a un territorio intermedio donde recibe la visita de desconocidos, sin que sepa si se trata de ángeles o demonios. Solo la experiencia y el desarrollo que ha vivido en la tierra le permitirá discernir a unos de otros, de modo que quien ha vivido en pecado sentirá más simpatía por los demonios, pero cada uno elige su destino.

Tras aquella visión publicó Arcana coelestia, un voluminoso libro de más de siete mil páginas cuyo subtítulo aseguraba revelar “algunas de las cosas maravillosas que han sido vistas por el autor en el Mundo de los Espíritus y en el Cielo de los Ángeles”. En 1759 parece ser que adivinó que en esos mismos instantes, a cientos de kilómetros del lugar en el que se encontraba, se había declarado un incendio junto a su casa. El mismo Kant, al tener noticia de los aparentes poderes sobrenaturales de Swedenborg, mantuvo correspondencia con él, pero terminó denigrándolo por medio de un escrito titulado precisamente Los sueños de un visionario, comentados por los sueños de la metafísica. Kant calificó a Swedenborg de delirante y desequilibrado, acusándolo además de ser “el más extravagante de los extravagantes”. A sus visiones las llamó “figuras bárbaras e indeciblemente estúpidas que nuestro delirante cree ver con plena claridad…”. Debido al cariz que tomaron sus escritos y su figura, el gobierno inglés decidió prohibir la circulación de todas sus obras acusándolas de tratarse de textos heréticos y blasfemos. Swedenborg, que solía vestir con un traje negro de terciopelo, murió el 29 de marzo de 1772 prediciendo, al parecer, la fecha exacta de su muerte. Sus seguidores se organizaron y el swedenborgianismo se extendió por toda Inglaterra e incluso Estados Unidos.

En torno a 1788 Blake comenzó a frecuentar la recién constituida Nueva Iglesia de Swedenborg, aunque no llegó a registrarse formalmente en ella. Sin embargo, tanto él como su esposa Catherine pueden identificarse claramente con los “W. y C. Blake” que asistieron a la primera conferencia de la Iglesia. Algunos de sus amigos, como los artistas Flaxman o William Sharp, se convirtieron en fieles seguidores de la precursora Sociedad Teosófica, surgida en 1784. Blake, decepcionado, se fue apartando de la Iglesia, llegando incluso a dudar de la capacidad visionaria y profética de Swedenborg, al mismo tiempo que lanzó contra él varios ataques satíricos recogidos en El matrimonio del cielo y el infierno. De alguna manera, la firme oposición de Blake al mundo de la naturaleza -y por tanto también a todas sus instituciones terrenales- así como su creencia de que el genio poético y la imaginación eran el instrumento verdadero para la revelación del conocimiento divino, hicieron que simpatizara con la secta swedenborgiana, pero es evidente que Blake no encajaba en ningún grupo organizado. Por otro lado, a Swedenborg no le interesó el arte: el sentido literal de la Biblia era accesible al hombre, pero su sentido “espiritual” estaba necesariamente oculto. La oscuridad de la Biblia, según él, era deliberada, y su objetivo era que aquellos que pervirtieran las enseñanzas no pudieran, en cambio, destruir el espíritu que permanecía oculto tras la letra. Para Blake, el arte podía ser un instrumento de revelación.

Pero el desencanto de Blake llegó, sobre todo, cuando comprobó que aquella Nueva Iglesia que alistaba a la creciente heterodoxia cristiana, empezaba a parecerse demasiado a la Vieja Iglesia que tanto abominaba. Su colega Flaxman debió persuadirle para que no se alejase de la Iglesia, pero Blake decidió continuar a su aire, poniendo todavía mayor énfasis en la llegada del Apocalipsis y de “Orc”, aquella imagen que en la terminología blakeiana significaba la energía y el espíritu de la revolución. Al mismo tiempo, su otro amigo William Sharp se convirtió en un fanático seguidor de Johanna Southcott, que por entonces todavía no había tenido la gran ocurrencia de fingir un embarazo divino.

La creencia de Blake en el mundo de los espíritus se mantuvo hasta su muerte, acontecida el 4 de agosto de 1827. Meses antes, escribió una carta a un amigo en la que decía lo siguiente:

“He estado muy cerca de las Puertas de la Muerte y he vuelto muy fatigado y un Hombre viejo, débil y tambaleante, más no así en el Espíritu y en la Vida, no en el Hombre Verdadero. La Imaginación vive eternamente. En eso me vuelvo más y más fuerte mientras que este estúpido cuerpo decae… Flaxman ha partido y todos hemos de seguirle, cada uno a su propia Casa Eterna, abandonando a la engañosa Diosa naturaleza y sus Leyes para alcanzar la Liberación de todas las leyes de los Miembros y de la Mente, la Liberación a través de la cual cada uno se convierte en Rey y Sacerdote en su propia Casa. Hágase la voluntad de Dios así en la Tierra como en el Cielo”.

Escenas para una Historia del Vandalismo Ilustrado
Escena nº1: el viejo tocadiscos de Andreas Baader

Ahora alguien coloca un viejo vinilo en el tocadiscos, y la aguja se desliza torpemente dando pequeños saltitos a causa del polvo acumulado. Todo fluye con los primeros acordes y al llegar al estribillo la historia vuelve a su forma áspera y original, como si fuese Heráclito quien cantase. “El fuego es un agente de transformación, pues todas las cosas nacen del fuego y a él vuelven”. Sin embargo, no es él quien lo hace sino The Clash en su canción “London is burning”. “La escribí después de un paseo por Londres -confesó Joe Strummer, arrastrando su estribillo hasta el infinito: “London is buuuurning”- donde no había nada que hacer. La televisión terminaba a las once de la noche y entonces solo podías caminar por la calle a esas horas para entretenerte”. Pero, ¿y entonces qué otra cosa se podía hacer en aquel Londres sino destruir, transgredir, quemar?

Observamos los recuerdos de todo esto en forma de carteles, manifiestos, canciones, pinturas o fotografías. Existe un sentimiento impreciso, algo que tiene que ver con la nostalgia, una sensación de desubicación y de presenciar los vestigios de una época perdida, aunque al mismo tiempo sabemos que nada desaparece completamente. El último gran truco de magia, olores de hogueras apagadas y sonidos de un pasado cercano. Tras la tormenta del tiempo lo que quedaron fueron los restos de aquellas vivencias que bien podrían expresarse en la forma de un tocadiscos desvencijado y vencido, tal y como mostraba la obra que el artista Gerhard Richter hizo a partir de una fotografía del tocadiscos de Andreas Baader, militante de la Facción del Ejército Rojo (RAF), tras su muerte en la prisión de Stammheim en octubre de 1977. Richter desenfocó la fotografía inicial, para luego tratarla al óleo. La imagen había sido tomada de los archivos policiales. Al parecer, la policía aseguró que Baader había escondido en el interior del tocadiscos el arma con la que se suicidaría. Es un objeto muerto, incapaz de emitir sonido alguno. Años después, en Cool memories -una autobiografía construida a base de aforismos- Jean Baudrillard describió aquel sentimiento que subyacía en la canción de The Clash: “El tedio es como un zoom despiadado sobre la epidermis del tiempo, cada instante se dilata y aumenta como los poros del rostro”.

Cruzas una ciudad y juegas con ella. Las calles son como un mapa que debe descodificarse. Un campo de batalla entonces cubierto de nieve. Las palabras adecuadas se lanzan al vacío revelando viejas contraseñas. Basta con conjurar los viejos fantasmas (un “zoom despiadado”) y los rostros reaparecen, aunque al hacerlo se muestren desfigurados, al mismo tiempo que la historia se transmite de generación en generación, como regalo y también como mito, hasta saltar a la gran pantalla, a los magazines, el cine o la literatura. La película The great rock and roll swindle -un extraño film sobre los Sex Pistols realizado por Julian Temple, en el que también colaboró Russ Meyer- se abre con una escena extraída de los sucesos de Gordon: un grupo de personas pretende colgar a varios muñecos -que imitan a cada uno de los miembros de Sex Pistols- del “árbol de Tyburn”, la célebre horca utilizada durante las ejecuciones. “Hacer un viaje a Tyburn” significaba acudir al ahorcamiento de uno mismo; “El Señor del Feudo de Tyburn” se refería al verdugo y “Bailar al compás de Tyburn” aludía al proceso de ser colgado. Eran espectáculos populares donde había que abrirse paso a codazos si uno quería ver algo.

Multitudes.

La película hablaba realmente de multitudes (las de toda revolución y también las provocadas por la industria musical). Era el año 1980, pero ya las contraseñas se habían difundido, entremezclándose con nuevos lemas e ideas que fluían desde el mismo centro de la cultura popular. Entonces, los turistas ya podían desplazarse de aquí a allá y visitar todos y cada uno de los puntos calientes atacados por la turba. El recorrido se vendía como turismo alternativo y los visitantes, colocando sus manos en el lugar exacto en que un monasterio fue incendiado, parecían invocar ese pasado. Los guías, con voz ronca y profunda, narraban lo sucedido y en su sobreactuación residía también una parte de todo este teatro. Pero toda reconstrucción es disfraz y quimera (se levantan los viejos decorados, pero lo que se ve es cartón piedra y los humos son siempre artificiales).

“Nobody”, el estupendo personaje indio de la película de Jim Jarmusch Dead man, le pregunta a Johnny Depp: “¿Cómo te llamas?”, a lo que este responde: “William Blake”. “Nobody” se estremece cuando piensa que Blake, el poeta y pintor, está frente a él, sin importarle que hubiese muerto un siglo antes. “He leído todos tus poemas”, reconoce. Benjamin nos ha proporcionado la clave (la historia es un collage, un montaje casi literario y un hecho te lleva a otro). La Revolución Francesa citaba a la antigua Roma. Los sublevados de Gordon, los jacobinos y también los punkrockers, a pesar de habitar épocas distintas, compartieron este secreto; estaban hechos de la misma pasta y, al igual que el escritor japonés Yukio Mishima, hubieran sido capaces de confesar que “no puede negarse la tendencia de mi corazón hacia la Muerte, la Noche y la Sangre”. Odio y guerra. Este es el mensaje, siempre lo fue. El ritmo seco y duro con el que arrancaba “London is burning” tenía la capacidad de imaginar Londres como si fuera una ciudad fantasma. Pura ruina. La escena relatada no solo acababa con la incineración de aquellas figuras que simulaban ser un grupo de católicos. Tras enviarlas al fuego, seguía la quema de guitarras y discos. No era algo gratuito, en absoluto, pues obedecía lo recomendado en la “Lección Número Cuatro” que aparecía en la película de Julian Temple y que advertía: “No toques”. En 1968, un grupo de chavales hizo circular de mano en mano unos rudimentarios panfletos en los que se leía “Músicos, destrozad vuestros instrumentos”.

Bienvenidos a la modernidad.


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