El Evangelio de Google
21 de noviembre de 2012. Fuente: Jornadas sobre Ciberrealismo - Más allá de la euforia digital
La fe en Google es peligrosa del mismo modo que la fe en el avión o en el automóvil resultó ser peligrosa de maneras que sus pioneros no anticiparon durante la década de 1920. Ambas tecnologías de movilidad y descubrimiento han demostrado ser peligrosas no porque físicamente pongan en peligro a sus usuarios, sino porque las usamos temerariamente; las usamos demasiado y diseñamos nuestra vida diaria a su alrededor. De esta manera nos hemos infligido un daño tremendo a nosotros y a nuestro mundo. Ya en 1910, las tecnologías de transporte motorizadas resultaban impresionantes y claramente revolucionarias. Se podía ver sin dificultad que la posibilidad de que personas y bienes circularan entre continentes y a través de los océanos en cuestión de horas cambiaría de manera radical la vida humana. Pocos años después, la vida sin estos sistemas de transporte era ya inimaginable, y hacia el finales del siglo XX el mundo entero se había reorganizado a su alrededor.
Fragmento del libro The Googlization of Everything facilitado por su autor, Siva Vaidhyanathan, para las Jornadas sobre Ciberrealismo
Al principio, la World Wide Web era una intimidante colección interconectada pero sin indexar. Reinaban el desorden y la confusión. Era imposible separar lo valioso de la basura, lo fiable de lo abusivo, lo verdadero de lo falso. La Red era emocionante y democrática hasta el punto de resultar anárquica. A medida que se expandía y se convertía en un espacio inimaginablemente vasto, sus rincones más oscuros eran cada vez más remotos y enigmáticos. Algunos intentaron cartografiar sus más útiles características a fin de guiar a los buscadores a través de la vorágine. Pero sus servicios resultaron ser inmanejables e incompletos y algunas de las primeras guías llegaron a aceptar sobornos para favorecer a unas fuentes frente a otras. El panorama era sórdido y desalentador, y mucho de lo que era valioso pero sutil y nuevo se estaba perdiendo.
Y entonces llegó Google. Google era limpio, puro y simple. No aceptaba dinero por colocar una página por encima de otra en los resultados de búsqueda. Además, proporcionaba lo que parecían ser rankings neutrales y democráticos: si una página web era nombrada más que otra, los usuarios la consideraban más relevante y, por tanto, se listaba por encima del resto. Así se creó el motor de búsqueda más grande, sino el mejor, de la Red.
Así fue, en definitiva, la génesis de la compañía conocida como Google Inc. Como todos los textos teológicos, el Libro de Google contiene contradicciones que nos dejan desconcertados y que nos hacen reflexionar sobre si nosotros, meros mortales, seremos capaces de comprender la naturaleza del sistema. Quizás nuestro papel consiste no en dudar, sino en creer. A lo mejor deberíamos limitarnos a navegar asombrados ante el sistema que nos regala tan bellos amaneceres o que, al menos, nos encuentra fácilmente imágenes digitales de amaneceres con tan solo pulsar unas teclas. Al igual que en otras narrativas de similar naturaleza, profesa un tipo de fe: la fe en la buena voluntad de una empresa cuyo lema es “No seas malo”, cuya misión consiste en “Organizar toda la información del mundo para que sea accesible y útil para todos”, y cuya ambición pasa por crear el motor de búsqueda perfecto.
Sobre la base de dicha fe —nacida de la experiencia de los usuarios con los servicios de Google—, desde que surgiera el motor de búsqueda por vez primera y se extendiera por el boca a boca durante los últimos doce años, Google ha impregnado nuestra cultura. A esto lo denomino “googlización”. Nos encontramos ante a una marca ubicua: Google es utilizado como sustantivo y como verbo en todas partes, en conversaciones entre adolescentes y en los guiones de Sexo en Nueva York. Da la impresión incluso de que los gobiernos están siendo googleizados, convertidos en una parte más de la enorme tormenta de datos cuya organización y puesta a disposición de todos se ha convertido en el reto de Google.
Google pone a nuestro alcance recursos antes inimaginables: bibliotecas enormes, archivos, almacenes repletos de registros gubernamentales, tesoros de bienes, las idas y venidas de sectores enteros de la humanidad. A esto lo denomino la “googlización de todas las cosas”. La googlización afecta a tres grandes áreas de interés y conducta humanos: “nosotros” (a través del efecto de Google sobre nuestra información personal, nuestros hábitos, opiniones y juicios); “el mundo” (a través de la globalización de un extraño tipo de vigilancia a la que llamaré imperialismo infraestructural); y “conocimiento” (a través del efecto causado por el uso de la ingente cantidad de conocimiento acumulado en libros, bases de datos en Internet y la Red).
De este modo, Google es mucho más que la empresa de Internet más interesante y exitosa de todos los tiempos. En la medida en que cataloga nuestros juicios individuales y colectivos, nuestras opiniones y, más importante aún, nuestros deseos, se ha convertido también en una de las instituciones globales más importantes. Dado que se está pasando de usar Internet a emplear servicios de Google como Gmail o YouTube, Google es ya prácticamente indistinguible de Internet. La googlización de todo tendrá probablemente un efecto transformador en los próximos años, para bien y para mal. Google afectará a la forma de actuar de organizaciones, empresas y gobiernos, en ocasiones a favor de los “usuarios” y en ocasiones en su contra.
A fin de entender este fenómeno, es preciso moderar la fe ciega que profesamos hacia Google y hacia su benevolencia corporativa y adoptar una postura agnóstica. Es necesario examinar lo que Google nos ha contado sobre sí misma, sobre sus medios y sus motivos, ya que está transformando el mundo en algo nuevo, así como investigar y evaluar tanto las consecuencias de la googlización como la manera de responder a dicho fenómeno. Un comienzo consiste en ser conscientes de que no somos clientes de Google, sino de que somos su producto. Nosotros—nuestros gustos, fetiches, predilecciones y preferencias—somos lo que Google vende a los anunciantes. Cuando recurrimos a Google para buscar algo en la Red, Google utiliza nuestras búsquedas para obtener información sobre nosotros. Por tanto, es necesario entender Google y la influencia que ejerce en lo que sabemos y en lo que creemos.
Nuestra fe en Google y en sus pretensiones de omnisciencia, omnipotencia y benevolencia hace que otorguemos a los resultados de búsqueda de Google un poder excesivo e inmerecido. Los resultados obtenidos crean una ilusión de precisión, exactitud y relevancia. Un grupo de psicólogos de la Universidad de California en Berkeley ha llegado a publicar un estudio que defiende la similitud entre la búsqueda de Google en la Red y los procesos de recuperación de información del cerebro. Así pues, resulta comprensible que hayamos llegado a creer que los rankings de búsqueda de Google funcionen como un indicador de la calidad de la información, como la simple extensión de nuestro juicio colectivo. Pero esta creencia es errónea y peligrosa. Las reglas del juego están diseñadas de una manera concreta y se necesita una idea mucho más clara de cómo están hechas.
Si he convencido al lector de la conveniencia de preocuparse por la facilidad con la que hemos permitido que todo esté googlizado, espero asimismo que tome en consideración la búsqueda de algún tipo de remedio. Confío en que podamos encontrar maneras más sencillas de convivir con Google. Mi argumento proviene de una perspectiva que a menudo se pierde en la descripción de los detalles de las innovaciones tecnológicas y en cómo afectan a nuestro día a día: la búsqueda de la responsabilidad cívica global y del bien público. La esperanza en un futuro más informado descansa tanto en nuestra capacidad de identificar los supuestos de la fe en Google que profesamos y de aprovechar los recursos para corregirlo. De modo que este libro es también abiertamente político. Aboga por la reinvención de lo que podríamos construir para preservar la calidad de la información y para hacérsela llegar a todo el mundo. Examina las perspectivas de creación de una esfera pública global, de un espacio ubicado entre las esferas domésticas particulares que habitamos la mayor parte de nuestras vidas y las enormes instituciones estatales que se encuentran por encima de nosotros, de un espacio de encuentro para deliberar y transformar lo doméstico y lo político. No podemos depender de una -o de una docena- de empresas para llevarlo a cabo de forma equitativa y justa. Google nos lo ofrece todo fácil, rápida y económicamente. Pero nada realmente significativo es barato, fácil o rápido.
Tras años analizando los detalles del crecimiento de Google, solo se me ocurre una idea clara sobre la compañía y sobre nuestra relación con ella: Google no es mala, pero tampoco es moralmente buena. Tampoco está muy cerca de ser neutral. Google no nos hace más listos, pero tampoco nos hace más tontos, como al menos un escritor ha afirmado. Es una compañía que cotiza en bolsa y que persigue la obtención de ingresos, y que nos ofrece una serie de herramientas que podemos usar de manera inteligente o estúpida. Google no es uniforme e inequívocamente buena. Es mala de muchas y sutiles maneras. Es peligrosa porque cada vez tenemos una fe más ciega y dependemos más de ella y por la manera en que distorsiona y transforma todos los mercados o actividades en los que se introduce; normalmente para mejor, pero en ocasiones también para peor. Google es al mismo tiempo nueva, rica y poderosa. Esta rara combinación significa que aún no hemos valorado o aceptado los cambios que origina en nuestros hábitos, perspectivas, ideas, transacciones e imaginaciones.
La fe en Google es peligrosa del mismo modo que la fe en el avión o en el automóvil resultó ser peligrosa de maneras que sus pioneros no anticiparon durante la década de 1920. Ambas tecnologías de movilidad y descubrimiento han demostrado ser peligrosas no porque físicamente pongan en peligro a sus usuarios, sino porque las usamos temerariamente; las usamos demasiado y diseñamos nuestra vida diaria a su alrededor. De esta manera nos hemos infligido un daño tremendo a nosotros y a nuestro mundo. Ya en 1910, las tecnologías de transporte motorizadas resultaban impresionantes y claramente revolucionarias. Se podía ver sin dificultad que la posibilidad de que personas y bienes circularan entre continentes y a través de los océanos en cuestión de horas cambiaría de manera radical la vida humana. Pocos años después, la vida sin estos sistemas de transporte era ya inimaginable, y hacia el finales del siglo XX el mundo entero se había reorganizado a su alrededor.
El peligro surgió porque permitimos a las compañías aéreas y automovilísticas dictar las políticas y el discurso público. Las normas de tráfico se definieron con bastante celeridad y casi en su totalidad en beneficio del automóvil: cada vez había más conductores y menos peatones. Poco después de la Segunda Guerra Mundial, volar y conducir se convirtieron en actividades habituales en el día a día de la mayor parte del mundo desarrollado. Sin embargo, las externalidades de ambos sistemas de transporte —desde el cambio climático global al terrorismo y a las epidemias globales— suscitaron la pregunta de cómo habíamos llegado a tomar tantas malas decisiones al respecto de las dos. No reconocimos los peligros derivados de nuestra prisa por mover y conectar bienes y personas, de modo que no diseñamos ningún plan. No pusimos límites. No deliberamos. No desplegamos sabiduría y precaución ante lo nuevo y poderoso. No aceptamos lo peligrosos que coches y aviones pueden llegar a ser. Incluso si hubiéramos reconocido la amplitud de las amenazas que generaban, no hubiéramos prescindido de ellos. Pero muy bien podríamos haber exigido mejor preparación, garantías, normas y sistemas en un estadio más temprano, y de esa manera haber puesto freno a sus perniciosos efectos y haber apostado por los efectos positivos y liberadores que ejercen sobre nuestras vidas.
Hemos diseñado un entorno para favorecer a los coches y a los aviones y no a las personas. Nuestros sistemas políticos han sido utilizados para beneficiar y subsidiar a estas industrias a pesar de representar modelos de libre empresa. Y así hemos creado una peligrosa dependencia. No empezamos a reconocer los problemas que creaban hasta los años sesenta del siglo pasado, y ahora somos demasiado conscientes de ellos. Pero es demasiado tarde. Elvis ya nos avisó con su “Fools rush in”.
Google y la Red a la que gobierna están muy lejos de ser tan peligrosos como el sector automovilístico. Las páginas web no enferman a las personas ni las atropellan. No obstante, la fe ciega en Google es peligrosa porque Google es muy buena en lo que hace y porque fija sus propias normas. El daño que causa Google tiene más que ver con el descarte de otras alternativas. Su facilidad de uso y sus habilidades, y el hecho de que hace las cosas de manera tan sencilla y económica, puede hacernos perder la oportunidad de mejorar. La presencia de Google en ciertos mercados como el de la publicidad o el de la búsqueda de libros retrasa la innovación y la inversión por parte de competidores potenciales. Además, cuando Google hace algo adecuado y relativamente económico al servicio del público, las instituciones públicas se libran de la carga de llevar a cabo bien su tarea. Estamos ante un fenómeno importante y problemático al que denomino fracaso público.
El poder de esta joven empresa es tan grande y el aparente coste para los usuarios tan bajo (a veces casi gratuito), que la emoción negativa más fuerte que suscita en los Estados Unidos es inquietud; el sentimiento de enfado hacia Google (así como el uso y la dependencia de Google) es mucho más fuerte en Europa. Es tan claro cómo nos mejora la vida, cómo hace que nuestros proyectos sean más sencillos y nuestro mundo más pequeño que no percibimos los costes, los riesgos, las opciones descartadas y las consecuencias a largo plazo del optimismo con que lo aceptamos en nuestras vidas.