Literatura y terror: ¿Hay belleza en Sodoma?

11 de septiembre de 2010.

La fascinación de la literatura por el dolor y aquello que aterroriza comenzó a verbalizarse con una obra precoz del irlandés Edmund Burke. A partir de entonces nacieron también las declaraciones de enérgica repulsa a los actos terroristas.

Servando Rocha

Hardy, un célebre librero parisense que narró las manifestaciones republicanas en la Francia de 1789, cuenta en sus memorias que las marchas casi diarias compuestas por comerciantes y obreros con frecuencia se sucedían de una manera sumamente ordenada. Nadie exhibía atisbo alguno de violencia, sino justamente lo contrario. Una perfecta disposición de los manifestantes que marchaban en formación casi militar por las calles de París, producía en quienes lo observaban un efecto perturbador.

Aquel hombre confesó que “a mucha gente le pareció ver algo terrorífico en su formación, composición y número”. Pero ese “algo terrorífico” pronto desaparecía con la velocidad de un rayo y, entonces, la marcha cambiaba su naturaleza. La violencia no era el terror, sino el ritual de las consignas, la disciplina de la fuerza contenida, el sentido de unidad. Edmund Burke (1729-1797) –el filósofo, el intelectual, el político–, cuando tan sólo tenía 19 años fue el autor de una pequeña, aunque brillante y original obra titulada Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello (1757). Se trata de un texto extraño. Su primera parte no tiene excesivo interés, son consideraciones nada novedosas acerca del gusto y la belleza. La segunda parte, por el contrario, reflexiona sobre una palabra que nombraba algo hasta entonces oculto: lo sublime.

Desde entonces, lo sublime pasó a ser una cualidad u objeto estético “apropiado para excitar las ideas de dolor y peligro, esto es, cualquier cosa que resulte terrible, o que hable sobre objetos terribles o que opere de forma análoga al terror”. Además, decía que lo sublime siempre es bello, pero que todo lo que es bello no tiene por qué ser al mismo tiempo sublime. Afirmaba igualmente que si el peligro o el dolor son muy fuertes y acosan demasiado, no producen ningún deleite “y son sencillamente terribles”, pero, por el contrario, reconocía que “a una cierta distancia y con ligeras modificaciones, pueden ser y son deliciosos”.

Las implicaciones de lo sublime son enormes: Burke escribió en 1757 lo que a partir de 1793 se tradujo en el deleite y el placer experimentado por el público durante las ejecuciones y con la guillotina en manos de Sansón (que era el curioso nombre de uno de los verdugos más célebres) trabajando a destajo. Era, sin duda, el terror y lo sublime realizado. “En algún momento –afirma James Miller en La pasión de Michel Foucault–, alrededor de la Revolución Francesa, surgieron esos indicios, cayó el descrédito sobre el castigo como horripilante espectáculo de tortura”. La visión de lo sublime, del horror bello, exigía en esos espectadores la suspensión de la conciencia y del juicio moral, es decir, precisaba la ausencia de Dios. Lo bello había entrado en el campo del terror y el término “terrorista” era tomado prestado del terreno de la estética y del arte, con lo cual ahora ya podemos entender a Dostoievski cuando en Los hermanos Karamazov se preguntaba, no sin razón: “¿Hay belleza en Sodoma? Creedme, muchos son los hombres que encuentran belleza en Sodoma”. Y en esos momentos en París, en la implantación del Terror, muchos eran los que veían belleza y deleite en los asesinatos públicos. París no era realmente París, sino una hermosa Sodoma. En aquel lugar habitaba lo bello, porque era sublime y también porque, siguiendo a Dostoievski, “la belleza no sólo es aterradora, sino también misteriosa”.

Poco después, Burke prácticamente olvidó aquella obra y se dedicó a ascender de forma metódica en su carrera política, hasta llegar a Westminster. Sin embargo, las formidables revueltas anticatólicas de 1780 en Londres, durante las cuales su casa fue atacada por la turba y él mismo estuvo a punto de ser linchado, le cambiaron para siempre. A ello se le sumó, obviamente, la llegada de un cataclismo en Francia: los jacobinos, hasta entonces ocultos en clubs literarios, tomaban el poder para fundar una Nueva Era.

Nuestro hombre abominó de todo lo que tuviera que ver con la realización de lo que señalaba el libro de moda, El contrato social, de Rosseau, al mismo tiempo que pronosticaba cómo acabaría la Revolución. En su visión, su final sería el más terrible de todos: “El saber, junto con sus protectores y guardianes, será arrojado al barro y aplastado bajo las pezuñas de una multitud porcina”. Entre ese Burke autor de aquel texto que indagaba sobre lo sublime y el otro, el contrarrevolucionario, mediaba un abismo.

Había descubierto absorto algo terrible que lo condujo a advertir que “miles de esos monstruos infernales llamados terroristas” se habían adueñado de las calles francesas. Fue la primera vez en la historia en que se utilizó la palabra “terrorismo”, aunque Burke señaló que previamente habían sido esos mismo jacobinos, con su sistema de terror ya convertido en norma, quienes se habían llamado a sí mismos “terroristas”.

Frente a Burke, se levantó la imagen de la Revolución, en donde “todo parece fuera de la naturaleza en aquel extraño caos, donde se mezclan ligereza y ferocidad, revuelta confusión de delitos y locuras”, afirmó en otro de sus textos, Reflexiones sobre la violencia en Francia. Pocos años después de la Revolución, el Oxford English Dictionary recogió la primera definición de la palabra “terrorista” y lo hizo como “término político aplicado a los jacobinos, así como a sus agentes y partisanos durante la Revolución francesa, especialmente aquellos conectados con los tribunales revolucionarios durante el Régimen de Terror”. De esta forma, las acepciones de ‘terrorismo’ y, más concretamente, de ‘terrorista’, están íntimamente conectadas con el llamado “Terror”. Y si Burke había sido el pensador que con mayor amplitud y brillantez había tratado todo lo relativo al terror a partir de su concepto de “lo sublime”, fue también responsable de lo que el diccionario recogió después, sobre todo cuando no dudó en tildar a los jacobinos de “terroristas”, poniendo de moda aquella palabra. Con esta referencia, decir jacobinos desde entonces equivaldría a decir: portadores del terror y realizadores magistrales de lo sublime.

Servando Rocha

Fuente: Diagonal

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