Copiar, robar, mandar
5 de enero de 2010.
"Copiar, robar, mandar" se publicó originalmente en la revista
Archipiélago n° 55 (abril, 2003), dentro de un dossier titulado
"Propiedad intelectual y libre circulación de ideas: ¿derechos
incompatibles?". El artículo trata de contextualizar políticamente
algunos de los debates contemporáneos en torno a la propiedad
intelectual.
César Rendueles
Publicado originalmente en la revista Archipiélago, nº 55, marzo de
2003
El crecimiento de los beneficios derivados de la propiedad intelectual
constituye una de las principales componentes de la reorganización del
capitalismo mundial de los últimos veinte años. Ya a principios de los
años noventa la propiedad intelectual constituía el 30% de las
exportaciones de Estados Unidos. Precisamente una de las principales
diferencias de la OMC respecto al GATT fue la inclusión del comercio
invisible entre sus áreas de competencia y la aceptación de las normas
de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual. En este sentido
al menos, es evidente que la industria del copyright guarda una estrecha
relación con el gigantesco desarrollo del capitalismo financiero de las
últimas décadas. Pero se puede ir más lejos y afirmar que el comercio
intelectual comparte con la especulación financiera e inmobiliaria
rasgos formales de eso que la tradición marxista ha llamado ``capital
ficticio’’. En principio, la legitimidad del capital ficticio se basa en
las expectativas de que será validado por futuras actividades
productivas; por ejemplo, en el campo inmobiliario, su razón de ser
sería atender las previsiones de la próxima demanda de vivienda. No
obstante, en la economía actual es la fuente de beneficios de rentistas
y especuladores que sacan provecho de su poder monopolista pero que,
recordémoslo, ``en principio, no son un elemento integral del
capitalismo’’.1 Es
decir, en los mercados financieros, como en las grandes operaciones
inmobiliarias o en el comercio invisible existen royalties que no
proceden de la producción sino que constituyen una auténtica usura
social. Así, en aquellos medios de comunicación de masas en los que el
coste marginal de cada nuevo uso tiende a cero y es posible limitar su
acceso, las multinacionales pueden cobrarnos por productos virtualmente
gratuitos. Esto marca una diferencia considerable respecto a la
industria de la copia tradicional donde por mucho que existan asombrosas
economías de escala cada nuevo uso implica una nueva mercancía con
tiempo de trabajo social incorporado. Es como si los mercaderes del
copyright, cumpliendo una añeja fantasía infantil, tuvieran en su
oficina la máquina de fabricar dinero.
Así, no es raro que la mayor parte de los debates que hoy día existen en
torno a la propiedad intelectual se desarrollen en el nivel de los
grupos de consumidores que intuyen que la industria del copyright no
respeta las reglas del sistema mercantil. El alza artificial de los
precios inmobiliarios por obra y gracia de los especuladores se traduce
en el hecho de que las familias españolas dedican ya el 50% de su renta
a la vivienda. De modo análogo la especulación cultural genera dinero
como por arte de magia en la medida en que la sociedad asume como costes
los beneficios de los oligopolistas que o bien incrementan el precio de
las mercancías en más de un 300% (CD’s) o sencillamente están en
condiciones de añadir consumidores sin coste adicional (Internet,
televisión vía satélite...); todo ello sin dejar de saquear las
inversiones públicas en tecnología, educación, arte o
investigación.2En este contexto, la industria lleva más de una década buscando métodos
para lograr aprovechar al máximo las potencialidades monopolistas de la
propiedad intelectual: técnicamente se han desarrollando distintos
métodos que van desde el pay-per-view hasta los mecanismos de
codificación; en el plano legal se ha tratado de desfigurar la
legislación tradicional sobre propiedad intelectual; en el ámbito
ideológico (en abierta contradicción con la estrategia anterior) se ha
ensalzado el derecho de autor como pilar de la creación no sólo porque
Stephen King despierta más simpatías que Random House, sino porque en el
sector cultural los autores constituyen uno de los pilares históricos de
la diferenciación del producto, un recurso comercial típico de los
sectores oligopolistas. Si se acepta discutir en este plano que propone
la industria, el debate parece retornar a los topoi clásicos sobre
propiedad intelectual y derecho de autor que, en términos muy generales,
se pueden resumir en tres puntos de vista distintos:
- Si algo merece el nombre de propiedad es la propiedad intelectual, su
legitimidad está fuera de toda duda pues es la creación exclusiva de su
autor. Autoría y propiedad intelectual vendrían a ser términos
prácticamente sinónimos. Esta tesis suele ir acompañada de la idea (1b)
de que la remuneración es el único medio de incentivar la creatividad. - La propiedad intelectual no es como las demás, no sólo por su
inalienabilidad sino porque guarda una relación intrínseca con la
comunidad que le da sentido. Asociada a esta idea suele estar la de
aquellos que mantienen (2b) que es imprescindible encontrar un
equilibrio entre el uso público de los productos culturales y su
explotación comercial. - La propiedad intelectual es una farsa que se fundamenta en un mito
romántico (el autor) al que la sociedad burguesa ha dado estatuto
jurídico. Desde esta posición -mantenida por un confuso magma entre
surrealista, postestructuralista y situacionista- se tiende a postular
el plagio como máximo momento de resistencia al capital en el ámbito de
la cultura.3
Es importante notar que 1a) y 2b) no son corolarios de 1) y 2) sino mero
anejos contextuales. Así, en mi opinión la única postura sensata es la
de 2) si bien de ningún modo comparto 2b). A diferencia de lo que ocurre
con las patentes, la creación cultural no se confronta con la cosa misma
sino con una comunidad de oyentes que le da sentido. Esto no significa
que la idea de autor sea un mito -o al menos que sea un mito peor que la
noción místico-keatsiana de una posesión del poeta por parte de las
musas-, sino que el concepto de autor, como el de literatura o música,
es insignificante al margen de un marco público. De este modo, 2) es
compatible con un concepto de autor y de originalidad basados en el
manejo y la reelaboración de un conjunto de utensilios heredados cuyo
significado se define en contextos retóricos renovables.4 Lo que sí
implica 2) es la necesidad de proteger esa esfera pública de cualquier
práctica mercantil que la ponga en peligro. Obviamente esta idea supone
una extensión en el ámbito cultural de una tesis que Polanyi ha
mantenido respecto al trabajo, la tierra y el dinero. Es preciso ser
prudente a la hora de manejar este tipo de argumentos pues es fácil
confundir los efectos poco saludables de la mercantilización del arte
(una crítica antiburguesa) con las consecuencias de la concentración
monopolista (una crítica anticapitalista), como veremos mi razonamiento
tiene que ver con este último aspecto por mucho que también simpatice
con el primero. Por último, reconozco mi abierta hostilidad hacia las
formas más desaforadas de 3). Me parece uno de esos alardes ideológicos
que llevan a asumir versiones caricaturizadas de los propios argumentos.
Por ejemplo, una de las respuestas más frecuentes a las que uno se
enfrenta al abogar por la propiedad colectiva de los medios de
producción viene a recordar lo desagradable que resulta compartir el
cepillo de dientes o vivir en comunas. Curiosamente, nunca tarda en
aparecer un compañero de viaje terriblemente contracultural que proclama
la absoluta necesidad de compartir el cepillo de dientes y vivir en
comunas.
En cualquier caso, lo importante aquí es advertir que las distintas
nociones de autor no están asociadas unívocamente a una forma de
retribución o de difusión determinada: tal vez el único incentivo del
autor sea económico, pero de ahí no se deduce quién tiene que asumir la
carga de la retribución. En definitiva, los planos estéticos, laborales
y comerciales de la propiedad intelectual no están ligados
inextricablemente por conexiones lógicas sino que son el producto de una
evolución contingente que admite enormes matices.
Los límites del derecho de autor
A estas alturas ya debería ser ocioso recordar la estrecha relación que
existe entre la aparición de la imprenta, la propiedad intelectual y la
noción moderna de autor: ``La lucha por hacerse con el derecho a publicar
determinado texto suscitó debates novedosos sobre temas como el
monopolio y la piratería. La imprenta forzó la definición legal de
aquello que pertenecía al dominio público. La propiedad común literaria
quedó sujeta a ’procesos de enclosure’ y el individualismo posesivo
comenzó a caracterizar la actitud de los escritores hacia su
obra’’.5 No obstante, es
muy cierto que, como ha señalado D. Saunders, la conciencia de este
vínculo a menudo ha llevado a establecer narraciones teleológicas en las
que la situación actual se muestra prefigurada en procesos que tuvieron
un desarrollo relativamente independiente.6
Como es sabido, las primeras ordenaciones legales de la industria de la
imprenta aparecieron en la Venecia de finales del siglo XV en forma de
monopolios otorgados por la autoridad a ciertos impresores a cambo de
lealtad política. Se trata de un modelo muy difundido y que en Francia
sólo desapareció tras la Revolución Francesa (por cierto, con resultados
económicos catastróficos). De modo análogo, en Inglaterra las primeras
leyes que regulaban el copiado estaban muy vinculadas a la censura y al
control político. Lo fundamental de esta primera fase legislativa es que
en ningún caso se tenía en cuenta los derechos de autor, únicamente se
pretendía amparar a editores y libreros frente a la piratería. Así, la
primera legislación moderna del copyright, el Estatuto de la Reina Ana
de 1710, era una ley de protección de la inversión que trataba la
propiedad intelectual desde el punto de vista de las
patentes.7 Para
que esto cambiara se tuvo que dar no sólo una transformación del sistema
de mecenazgo tradicional sino, sobre todo, una larga batalla judicial
por parte de los escritores que pretendían obtener remuneración de la
venta de sus libros.
Al mismo tiempo, se estaba produciendo un debate sobre el interés
público implícito en la propiedad intelectual con muy diferentes
ramificaciones que iban desde la crítica de la mercantilización del arte
hasta la censura del carácter inevitablemente monopolista de la
producción editorial. Las constituciones burguesas sancionaron la
necesidad de salvaguardar el interés público al vincularlo
explícitamente a la función difusora de los editores y al incentivo a la
creatividad que supone la remuneración del autor. A finales del siglo
XVIII, las disposiciones para garantizar el equilibrio entre estos
elementos llevaron a situaciones sorprendentes desde el punto de vista
actual. Así, algunos estados norteamericanos imponían límites al
monopolio del copyright en forma de justiprecios, es decir, que si el
propietario del copyright vendía un libro a un precio que superara su
inversión en trabajo y gastos más una compensación razonable por el
riesgo asumido, entonces los tribunales podían determinar un precio más
adecuado.8 Dejo al lector la tarea de imaginar lo que ocurriría si
este mecanismo se aplicase hoy en día a la producción de, por ejemplo,
discos compactos.
El último de los principios generales del derecho de autor en hacer su
aparición fue el derecho moral, el principio de la propiedad intelectual
más vinculado a la categoría estética de autor en sentido
romántico.9Lo curioso es que en los sistemas modernos de copyright -al menos en los
de la Europa continental- se ha dado una completa inversión de la
cronología, de modo que el droit moral ha pasado a ser el mascarón de
proa de la propiedad intelectual, el elemento del que se hace depender
la retribución del autor y del difusor.10
El resultado de todos estos procesos complejos e interrelacionados es un
sistema legal internacional de propiedad intelectual más o menos
coherente (a menudo menos que más) con tres planos fundamentales:
- Un sistema de protección de la inversión de los productores de copias
por medio de los derechos conexos. Generalmente, su legitimidad se hace
depender de la contribución de los ``auxiliares de la creación’’ a la
difusión de las obras. - Un sistema de protección del derecho moral y patrimonial del
autor. - Un sistema de protección del interés público a través de un
mecanismo de excepciones que libera la propiedad intelectual en
determinadas circunstancias.11 Es sorprendente lo a menudo que se
obvia este elemento fundamental de las legislaciones sobre la propiedad
intelectual. Básicamente, hay dos modelos de protección del dominio
público: el del derecho europeo basado en un sistema de excepciones bien
establecido para, por ejemplo, usos relacionados con la educación, la
información o la parodia y un sistema de excepciones abierto como es el
fair use americano.
Es muy importante recordar hasta qué punto la interpretación diferencial
de estos elementos podría haber dado lugar a situaciones muy distintas.
Por ejemplo, una sociedad con leyes antimonopolistas estrictas, en la
que la remuneración de los autores no dependiera o sólo dependiera
parcialmente de la venta de la obra, con grandes inversiones en medios
de comunicación públicos y con una interpretación generosa del fair
use tendría un régimen cultural substancialmente distinto al que hoy existe
sin modificar apenas los factores en juego.
Sin embargo el panorama legislativo está cambiando a marchas forzadas a
resultas del desarrollo y la concentración de la industria de la copia.
Más allá de la persecución de las redes peer-to-peer en Internet, se
está produciendo un profundo giro legislativo por lo que toca a la
propiedad intelectual.12 Existe una evidente conexión entre los
intereses de las multinacionales del copyright y las reformas políticas
que se están produciendo en todo el mundo y, muy especialmente, en la
Unión Europea. Las leyes de propiedad intelectual se están transformando
en un sistema de protección de la inversión extrañamente arcaico en el
que el la propiedad misma se concibe como una forma de remuneración del
difusor. Una de las más peligrosas consecuencias de este desplazamiento
del derecho moral del autor como núcleo normativo del copyright es que
(muy postmodernamente) la creación de formas originales deja de ser
condición indispensable del reconocimiento de la propiedad intelectual y
la propia materialidad se muestra como apropiable. Esto resulta
particularmente perspicuo en la legislación sui generis sobre bases de
datos pero tiene connotaciones mucho más amplias que alcanzan asuntos
como las patentes biológicas.13 Por último, se están produciendo
restricciones de los sistemas de excepciones que protegían el interés
público de la mercantilización de la cultura.
Por eso situar el debate actual sobre la propiedad intelectual en el
plano del derecho de autor tradicional es una maniobra ideológica. Desde
el punto de vista ilustrado buena parte del comercio intelectual
contemporáneo podría ser considerado simplemente ilegal. Creo que esta
transformación supone la sanción legal definitiva de un régimen de
expropiación estructural de un importantísimo ámbito de nuestra vida
pública, un régimen que se lleva gestando desde hace décadas a través de
un proceso de concentración de los medios de comunicación de masas.
Oligopolio y oligarquía
Me parece llamativo lo a menudo que las defensas de un régimen de
propiedad intelectual más respetuoso con el ámbito público se limitan a
tratar formas artísticas y culturales de vanguardia. Es cierto que en
los últimos años algunos artistas se han enfrentado a limitaciones en su
trabajo a causa del copyright,14 pero se trata de un asunto
tradicional que guarda relación con lo difícil que resulta establecer
los límites del plagio y la originalidad.15 Este culteranismo resulta
particularmente curioso si observamos dichas prácticas desde el punto de
vista que con enorme valentía nos propone Eric Hobsbawm al señalar la
patente ineficacia política del arte contemporáneo.16 Por supuesto,
el caso de las artes plásticas es particularmente sangrante dada la
obsesión de sus autores por un imposible activismo artístico-político
(preferentemente postmoderno), pero el argumento es perfectamente
extensible a la literatura o la música culta. Evidentemente, la única
conclusión que cabe sacar de esa esterilidad política del arte actual es
que no es arte en ningún sentido razonable. La posibilidad (no la
necesidad, claro) de resultar políticamente eficaz es un buen indicador
de la diferencia entre el arte y la decoración de interiores, entre la
literatura y la prosa comercial, esto es, de la existencia de una
estructura retórica significativa cuya convencionalidad queda difuminada
por su capacidad para transformar las vidas de sus partícipes. Por eso
no es exagerado decir que la literatura, las artes plásticas, la música
y el cine cultos han pasado a ser actividades privadas que poco tienen
que ver con ese universo que a duras penas designamos con la palabra
cultura. Para comprender esta transformación basta comparar esas
prácticas con la música popular contemporánea. La forma en que millones
de personas se sienten incumbidas por la música, el modo en que afecta a
su modo de habitar el mundo, nos recuerda la forma en que antes se
miraba un cuadro o se leía una novela. De hecho, no es raro que la
música juegue un papel decisivo en la educación política de muchos
jóvenes. Por eso resultan particularmente irritantes los intentos de
elevar la música popular a los altares de la gran cultura. Más bien
deberíamos preguntarnos qué clase de mundo es este en el que la más
sofisticada expresión artística digna de tal nombre es un concierto de
rock.
Esto viene a cuento porque creo que a menudo nos limitamos a denunciar
la evidente estafa que caracteriza el mercado cultural actual sin
señalar los peores efectos de la capitalización de la industria del
copyright. En las discusiones clásicas sobre el dominio público se daba
por hecho que no había usura en los intercambios, que las mercancías
culturales se vendían a su valor y aún así se planteaba los perjuicios
para la esfera pública de ese mercadeo. Y precisamente quienes intentan
hoy recuperar dicho debate yerran completamente su objetivo al
identificar ese common expropiado con alguna tradición
literaria o artística. Dentro del capitalismo del copyright uno puede
seguir leyendo a Musil o escuchando a Satie (precisamente porque han
pasado al ámbito privado), lo que no se puede hacer es leer un periódico
o ver la televisión sin escuchar una sarta de mentiras completamente
absurda. Es por eso que creo que el auténtico lugar de expresión
estética de un mundo tan grotescamente estetizado como el nuestro es la
prensa. Sé que resulta extraño pensar que en vez de Virgilio tenemos la
CNN pero es la única conclusión que, al menos, hace justicia a Virgilio.
Del mismo modo, la única forma de entender tanto a Goya como al Equipo
Crónica es compararlos con algún tipo de contrainformación sobre la
España del XIX y de la transición respectivamente y no, desde luego, con
las ingentes muestras de manierismo pequeñoburgués que se conservan en
la Tate Modern.
En realidad, no es crucial para mi argumentación la tesis sobre el
estatuto privado del arte contemporáneo o su pasado público. Lo único
importante es que se reconozca que la prensa actual dispone de una
considerable eficacia política, al margen de si el arte la ha tenido
alguna vez o no. Cuando hablo de ``prensa’’ no me refiero a las crónicas
de sucesos sino al hecho de que literalmente resulta difícil discernir
esas crónicas de un abigarrado conjunto de acontecimientos deportivos,
tertulias radiofónicas y películas de Hollywood con los que nos sentimos
políticamente concernidos (por supuesto, el rechazo visceral es una
forma de vínculo como cualquier otra).
Pues bien, la industria del copyright -toda ella, desde el mercado del
libro a las patentes biológicas- ha propiciado una concentración
mediática clave para entender las estructuras de poder político en el
mundo actual. El derecho de autor es el instrumento legal que ha
permitido a algunos medios de comunicación crecer desmesuradamente
fagocitando a sus competidores y anulando de paso la presencia pública
de las alternativas políticas a la dictadura de los intereses
capitalistas. Cuando se discute sobre copyright no hay que olvidar que
actualmente en España hay, tirando por lo alto, dos únicas plataformas
mediáticas (ampliamente participadas por multinacionales) que controlan
la totalidad del mercado de la información. Habría sido imposible llegar
a esta situación si la industria mediática no ofreciera unas plusvalías
ridículamente elevadas merced a una legislación del copyright que
protege los privilegios de las multinacionales frente a los intereses
- económicos, pero también culturales y políticos- de los usuarios. Más
aún, este oligopolio mediático ha transformado las relaciones laborales
en los medios de comunicación condicionando la calidad de la información
y propiciando considerables dosis de (auto)censura.17 Y esto ocurre
en un mundo en el que han desaparecido los antiguos círculos en los que
se conformaba la identidad política: los amigos, el sindicato o la
familia, así como no pocos colectivos y organizaciones políticas, se han
alejado también de una esfera pública en la que sólo la prensa ejerce ya
alguna influencia. Uno puede mantener con coherencia -aunque poco
convincentemente- que los beneficios derivados de la comercialización
cultural son mayores que los perjuicios que supone para el dominio
público, puede hacerlo porque desgraciadamente los antiguos argumentos
que alertaban sobre el peligro de mercantilizar la cultura han pasado a
mejor vida junto con las formas culturales que trataban de defender. Lo
que nadie podría negar son los fascinantes efectos que el crecimiento de
la industria del copyright y su proceso de concentración han obrado
sobre la prensa, esto es, sobre un ámbito crucial en la formación
política de las masas. Si cabe calificar de auténtica expropiación esa
concentración es porque la prensa es un elemento clave en la
consolidación de un panorama político en el que está virtualmente
excluida cualquier opción que no acepte como condición previa el
sometimiento a una estructura de injusticia inaceptable. El capitalismo
del copyright no sólo nos está robando un montón de dinero con cada
producto que nos vende sino que, sobre todo, se ha apropiado del único
ámbito discursivo cuya eficacia política está fuera de toda duda. Así
pues, el peor efecto del sistema de copyright -un efecto al que
difícilmente podemos escapar a través de iniciativas tan encomiables
como la del copyleft- es que propicia el monopolio de la esfera pública
por parte de los grupos de poder económico y político. No creo que sea
muy difícil de entender cómo la tendencia a la concentración -una
característica crucial de la reproducción ampliada del capital- favorece
la complicidad entre el poder político y la prensa. Como respuesta a las
posibles objeciones de los fanáticos del individualismo metodológico me
gustaría señalar que esta no es tanto una tesis funcionalista como una
mera constatación empírica. Resulta relativamente sencillo establecer
los mecanismos concretos de conexión entre poder político, poder
mediático y poder financiero. A modo de ejemplo y sin entrar en el
terreno de los intereses materiales, resulta revelador que el consejero
delegado de Antena 3, el ex presidente de Telefónica (uno de los grupos
propietarios de Antena 3), el consejero delegado de PRISA y el
presidente del gobierno coincidieran en las aulas de un famoso colegio
madrileño.
Hasta donde yo consigo entenderlo resulta difícil pensar en una práctica
cultural antagonista que no tome como punto de partida una profunda
conciencia de esta relación entre el desarrollo económico de la
industria de la copia y la formación de plataformas mediáticas que
posibilitan la manipulación ideológica a gran escala. El análisis del
modo en que la mercantilización de la propiedad intelectual fomenta la
consolidación de cauces informativos sesgados en beneficio de los
intereses del capital constituye un buen antídoto tanto contra las
reflexiones sobre los efectos del copyright en términos únicamente
discursivos como contra el espíritu endogámico (por no decir onanista)
que preside buena parte de las reflexiones de la izquierda cultural. Por
raro que parezca, el único consejo sensato que hoy podría darle Rilke a
un adolescente sería que se dedicara a la contrainformación en Internet
o en una radio libre y dejara la composición de elegías para sus ratos
de ocio.
Copyright
© 2003 César Rendueles
Se otorga permiso para copiar y
distribuir este documento completo en cualquier medio si se hace de forma
literal y se mantiene esta nota.
Notas al pie
- ... capitalismo’’.1
- P. Gowan, La apuesta por la
globalización, Madrid: Akal, 2000, p. 29; véase también D. Harvey,
The
Limits to Capital, Londres: Verso, 1999, cap. 9.4 y cap 11. 6. - ... investigación.2
- A. Callinicos ha subrayado con toda la razón lo ridículo que resulta que se atribuya la revolución informática a la iniciativa privada de unos cuantos emprendedores sin recursos trabajando en un cochambroso garaje cuando exigió fastuosas cantidades de dinero en investigación básica procedentes del estado (A. Callinicos, Contra la tercera vía, Madrid: Crítica, 2002, p. 46).
- ... cultura.3
- En H. Schwartz, La cultura de la copia. Parecidos sorprendentes, facsímiles insólitos (Madrid: Cátedra, 1998) aparece, entre otras numerosas extravagancias, un repaso ilustrativo de algunas de estas prácticas.
- ... renovables.4
- Se trata de una tesis bastante habitual, por lo que toca a la literatura me gusta la versión que plantea Terry Eagleton en Introducción a la teoría literaria, México: FCE, 1993.
- ... obra’’.5
- E. L. Einsenstein, The Printing Press as an Agent of Change, Cambridge: CUP., 1979, pp 120-21. Véase también L. Febvre y H. J. Martin, La aparición del libro, México: Utahe, 1962.
- ... independiente.6
- D. Saunders, Authorship and Copyright, Nueva York: Routledge, 1992.
- ... patentes.7
- Cf. M. Rose, Authors and owners. The invention of Copyright, Cambridge: Harvard University Press, 1993, p. 88.
- ... adecuado.8
- Cf. Ronald V. Bettig, Copyrighting Culture. The political Economy of Intellectual Property, Oxford: Westview Press, 1996, p. 26.
- ... romántico.9
- Véase D. Saunders, op. cit. cap. 3.
- ... difusor.10
- Las primeras obras de B. Edelman, en especial La práctica ideológica del derecho: elementos para una crítica marxista del derecho (Madrid: Tecnos, 1980) tienen especial interés en este sentido ya que incide en cómo esta arquitectura jurídica del derecho de autor se fue adecuando a los cambios tecnológicos.
- ... circunstancias.11
- Véase C. Colombert, Grandes principios del derecho de autor y los derechos conexos en el mundo, Madrid: UNESCO/CINDOC, 1997, pp. 66-82 y P. Sirinelli, ``Excepciones y límites al derecho de autor y los derechos conexos’’ en http://www.wipo.org/spa/meetings/1999/wct_wppt.
- ... intelectual.12
- Véase S. Dussolier, ``Derecho de autor y acceso a la información en el ámbito digital’’ en http://www.centrodearte.com.
- ... biológicas.13
- De nuevo resulta muy interesante leer las críticas de Edelman al giro legislativo que se produce en los años ochenta, por ejemplo en B. Edelman, La propriété littéraire et artistique, París: PUF, 1989.
- ... copyright,14
- Véase el artículo de Sven Lütticken, ``El arte de robar’’, New Left Review nº 13, marzo/abril, 2002. Respecto al modo en que el mercado del arte ha obligado a falsificar los procesos reales de creación artística véase Ivan Gaskell, ``Historia de las imágenes’’ en P. Burke (ed.), Formas de hacer historia, Madrid: Alianza, 1993.
- ... originalidad.15
- Cf. A. Lucas, ``Le droit d’auteur et l’interdit’’ en Critique, agosto-septiembre, 2002, p. 592.
- ... contemporáneo.16
- E. Hobsbawm, A la zaga. Decadencia y fracaso de las vanguardias del siglo XX, Madrid: Crítica, 1999.
- ... (auto)censura.17
- Los escasos estudios que existen sobre precariedad laboral en los medios de comunicación muestran resultados asombrosos. La mayor parte de los medios trabajan cada vez más con colaboradores a destajo que cobran por pieza y que carecen de mecanismos de presión colectiva que les permita algún grado de control sobre su trabajo.