Tras los muros que encierran a la bestia: Reflexiones sobre la prisión

13 de julio de 2015. Fuente: Revista Nada

La dramática realidad en la que viven los internos en las cárceles españolas, contada por un estudiante de medicina, en prácticas durante mes en una de ellas

No sé como empezar a escribir. Llevo un mes pasando consulta en prisión y saber que se acaba me hace sentir una mezcolanza de sentimientos extraña. Se me forma un nudo en la garganta mientras escribo. La pena que me presiona los ojos y se me anuda en la nuez se mezcla con la impotencia y la rabia. Antes podía imaginarlo: ahora lo he vivido, lo he visto por mi mismo. La miseria humana, hecha institución. Supongo que tiene que ver con que la experiencia ha apelado a lo más profundo de mi ser, a lo que me empeño en llamar “humanidad”, por profesar la fe de los que piensan que esto es un principio común a toda la raza humana. Aunque después de esto, quizás sea el peor momento para seguir creyéndolo. Humanidad que surge de contemplar el sufrimiento ajeno, humanidad que me atormenta al saber que poco puedo hacer para aliviarlo. Humanidad que se pregunta cuantos más tienen que ser enterrados en vida en estas tumbas de hormigón armado para que esta sociedad en descomposición comprenda que la barbarie no es cosa del pasado, sino que está muy presente, pagada por nuestros impuestos. Como dicen los Koma: “2 años, 4 meses y un día, justicia: castigo”. La venganza que antaño se cebaba en patíbulos a la vista del pueblo ahora se condensa entre cuatro paredes, materializada en la opacidad de la institución “democrática”. Pero no somos más “civilizados”, sigue siendo venganza, refinada, pero irracional, al fin y al cabo.

Profesionalmente la cárcel ha resultado ser un lugar interesante. Casi que no puedes aburrirte, casi que nunca se hace rutinario. Un individuo privado de libertad en un antro como es un centro penitenciario pierde mucho más que esta. Se considera, ya de por sí, dentro de “un grupo de riesgo” como dicen los epidemiólogos. Riesgo de padecer tuberculosis, VIH, hepatitis, micosis múltiples, problemas gastrointestinales variados, cánceres, toxicomanías, traumatismos, pérdida de dentadura, defectos sensoriales, envejecimiento prematuro. Riesgo de morir colgado de una soga, riesgo de morir por sobredosis, riesgo de morir desangrado, riesgo de marcarte de por vida, riesgo de perder la cabeza. Riesgo de no volver a ver a los tuyos, riesgo de perder todo lo que eras. Riesgo de acostumbrarte a vivir sin vivir, y nunca más poder sentirte realmente vivo. No. No puedes aburrirte. Falta tiempo, falta tiempo para pensar en como hacer saltar por los aires esta mierda de lugar.

He visto un chico de 20 años a punto de un coma cetoacidósico pretendido, arrollado por quien sabe qué angustias personales. He visto gente drogada, colgada de benzodiacepinas, recetadas por los propios médicos, en un intento de “quitarse condena”, de “robarle algunos días al juez”. He visto personas enganchadas a la metadona, que nunca habían sido toxicómanas, solo porque el abogado de oficio les dijo que estar en el PMM (Programa de Mantenimiento de Metadona) reduciría la pena impuesta por el letrado. He visto multitud de roturas del 5º metacarpo, provocadas por un ataque de ira, un momento de lucidez inminente que te destroza por un segundo la cabeza, y te hace golpear la pared del chabolo, la puerta de tu celda. Aquí, los médicos lo llaman desfogar. A mí me parece que a través del dolor el preso se libera de la alienación que todo el mundo sufre en estos centros de exterminio, y toma posesión de lo único que el estado no les ha robado: su propio cuerpo. Ese que se cortan para hacer casi cualquier reivindicación, “chinándose” las venas, para que un médico llegue y cosa, y la herida cierre, pero quede la cicatriz. Brazos llenos de cortes. Llenos de feas cicatrices, que recuerdan. Recuerdan el trankimazín que no les dieron, el permiso que le denegaron, la conducción que no pidieron, la instancia que nunca llegó a su destino. Cicatrices que nunca curarán, por muy cerradas que estén. Cicatrices que confirman que ya no eres persona, sino preso.

“Mierda. Se me derraman las lágrimas. Maldito mundo enfermo”

He visto una radiografía del tracto digestivo de Mohamed, en la que se mostraba una pila. Un intento desesperado de presionar al “señor director”, para que le pida el traslado a la cárcel de Ceuta, donde sus familiares pueden ir a verlo. He visto a un funcionario hacer esperar a una madre que viene de tener un vis a vis con su hijo tras una puerta, a cinco metros de la entrada de la prisión, simplemente por “darle una lección”. El funcionario alega socarrón que la mujer “llama mucho al timbre” (el que hay delante de las puertas, para avisar al funcionario de que alguien espera que las abra, una vez este se ha cercionado de que no es un intento de fuga) y que “se va a quedar ahí un rato para que aprenda”. Capullo.

Puertas que solo se abren si la anterior está cerrada. Puertas inquebrantables. De metal y cristal de seguridad, de seguridad, de seguridad, de seguridad. El carcelero se mete en la garita, fabricada con estos mismos materiales y con el color distintivo de las zonas de funcionariado: el amarillo. Para comunicarte con él, una de las zonas de cristal de unos 5×10 cm situada entre dos barrotes metálicos transversales está separada en dos ojales, uno de ellos corredizo. Para hablar, tienes que doblarte, pues la escotilla está a la altura de la cintura. Postrado, así tienes que hablar con el representante de la institución. Como la configuración de una ciudad, sus calles, parques, plazas reflejan el carácter y cultura de una población, la configuración carcelaria refleja el sometimiento del preso a la institución, y el desprecio que la sociedad le procura.

La cárcel ofrece una imagen dura, pero justa. El olor a detritus de alcantarilla que se desprende ya al llegar al aparcamiento parece anunciar sutilmente, o no tan sutilmente (no hay que estar muy fino para percibirlo), lo que realmente se esconde en el interior. Pasados unos días allí dentro a poco que rasques descubres lo que se oculta tras esa asquerosa fachada (los cristales de las plantas superiores no pueden limpiarse debido a que no hay ventanas que se puedan abrir, ni mecanismo que se le parezca, así que se muestran llenos de la suciedad acumulada durante largos años). Las plantas e incluso la fuente situadas en el patio distribuidor y en los patios de algunos módulos hacen incluso amable la visión del recinto. Por el contrario, las caras de los internos, sus bocas desdentadas, sus arrugas prematuras, sus brazos chinados y sus tatuajes “talegueros” desmienten las primeras impresiones. Claro que cegados por los prejuicios seguramente pocos visitantes accidentales serán capaces de apreciar esto, sin tomarlo como una curiosidad más de ese complejo y extraño mundo aparte que es la cárcel.

Al volver de su primer permiso un interno, uno de los ordenanzas (presos que curran en determinados destinos: lavandería, cocina, limpieza…) de enfermería, con los que he tenido la suerte de relacionarme bastante, me comenta: “no veah como ha cambiao la calle, vieo”. Otro más de los tantos que pierden su juventud en este centro de exterminio meticulosamente calculado por la mente humana. Elaborado tras la imposición de la convención: tiempo = trabajo = dinero, delito ≈ pérdida de dinero, por la que se conmuta un delito “contra la sociedad” (más bien, contra la sociedad que nos imponen) por un periodo de tiempo que se pagará con la pérdida de libertad. La idea más absurda y perfectamente implantada en la mente de la gente ideada por la maquinaria capitalista, en su afán por reducir los interminables matices de la vida humana al patrón oro. Es por esto que el rico se pasea por la prisión, y el pobre “paga a pulso” (expresión carcelaria para referirse a los años de pena cumplidos sin salir a la calle, sin permisos, 3er grado ni libertad condicional, algo bastante común por que estos privilegios pueden anularse por muchos años solo por un parte disciplinario, que te pueden poner por casi todo) largos años de condena. Por eso, entre otras cosas, ¾ de la población carcelaria no supera la renta básica (datos del ministerio del interior, de hace un par de años. Acabo de entrar en la web y la han reformado. La búsqueda de estadísticas por renta ya no esta. Estado corrupto. Putos políticos).

Hoy me ocurrió un ilustrativo episodio. Un interno se queja de que se le hincha la mano. Dos días antes había aparecido por urgencia en el módulo de enfermería, colocado de “benzo” (miosis leve e hiporreflexia a los estímulos luminosos directos y hablando como si tuviese frenillo, sin pronunciar bien la R, atontaillo), con la mano derecha hinchada y dolor a nivel del 5º metacarpiano (puñetazo a la puerta). Se le hizo una radiografía y no hay rotura, así que se le dieron antiinflamatorios y se le entablilló con una férula de Prim (de estas acolchadas por un lado y de aluminio por a otra, prohibida en la prisión, por cierto, como casi todo – seguridad – aunque a los médicos les importe un carajo). Ahora, mientras pasamos consulta en su módulo (módulo 5) aparece con la mano hinchada, y amenaza con denunciar al médico, porque no quiere tratarlo en el momento (el protocolo que este suele seguir es que los internos que no se apuntan a las consultas semanales del módulo son atendidos al final, cuando se terminan los apuntados. Esto permite arreglar solo cosas puntuales, puesto que no se dispone de la historia clínica del paciente en su módulo, ya que está en enfermería por no haberse inscrito con antelación – o porque al funcionario no le ha parecido inscribirlo, o se le ha olvidado… -). El médico le ofrece tratarlo al final, pero el preso insiste en que va a denunciarlo y le pide el nombre completo al médico. Este le dice que tiene derecho a no decírselo, pero le da su número de identificación penitenciaria, suficiente para ponerle la denuncia. El preso se va. De vuelta al módulo de enfermería el médico me comenta que las cosas en el módulo 5 están revueltas (parece que algunos internos se están organizando… y se han encontrado varios “pinchos”) y que es mejor no entrar al trapo, porque entre otras cosas, con el aluminio de las férulas los colegas se hacen armas. Ya en enfermería, estando en la consulta, aparece el funcionario del módulo 5. Le dice al médico “tenía que comentar… sabes que el interno del módulo te ha puesto una denuncia…”. El médico le responde “sí, sí, que haga lo que quiera, está en su derecho”. El funcionario replica “no, era por si querías que le pusiese un parte o algo…”. El médico, distraído escribiendo una historia clínica, le hace gestos con la mano, como para que se vaya. Muy justo todo. ¿Quién dijo abuso?

Como cuando llaman del módulo de aislamiento: “que se han peleado dos internos”. La médica va y al final son cuatro los lesionados. En el módulo de aislamiento, como su nombre indica, están los presos en régimen de 1er grado (viven en el módulo en celdas de aislamiento, con régimen de visitas y patio especiales) y los sancionados, que pueden estarlo por varios motivos (art. 108 del Reglamento Penitenciario del 96) teóricamente hasta 14 días como máximo, también solos en una celda de aislamiento. ¿Cómo se pelean cuatro tíos sancionados en aislamiento si salen solos al patio y el resto del día lo pasan en celdas cuyas puertas son de 5 cm de hierro forjado? ¿Magia? No, instituciones penitenciarias. Seguro que los alrededor de 8 funcionarios que están en el módulo para vigilar a unos 20 presos como máximo, con las medidas de seguridad más punteras y cámaras hasta en la sopa, no tienen nada que ver. Curioso comentar que en el módulo de aislamiento, una verdadera ratonera de cemento, el suelo es antideslizante. Cuestiones de seguridad, no vaya a ser que el funcionario se resbale con los zapatos al “tener que” reducir a un salvaje presidiario.

He visto un módulo completo, albergando de 120 a 140 presos (el módulo 12), completamente lleno de personas con enfermedad mental. Ilegal, completamente ilegal. Una persona con una enfermedad mental no debería estar en prisión, y así lo establece la ley. Pero aquí las ilegalidades no importan a nadie, y menos cuando se justifican socialmente al formular la pregunta “¿y si no, que hacemos, lo dejamos libre para que vuelva a agredir o a matar a alguien?”

En la cárcel todo funciona con trapicheos. Entre los presos sí, pero también en la administración. Un papel, una instancia, una petición de traslado, una petición del art. 196 (excarcelación por motivos médicos) puede tardar en tramitarse media hora, varias horas, o tres meses. Todo depende de a quién conozcas, quien te haga un favor, y quién te tiene manía. A veces estas “cosillas” se traspapelan, ya se sabe, y puede que por casualidad acaben cayendo a la máquina que tritura los documentos inservibles en algún despacho. Cosas que pasan.

Podría seguir contando tantas y tantas paradojas de la institución de justicia y reinserción (reinserción penal: entras y te vas, y vuelves a entrar, y te vas y vuelves, y así hasta que te mueres – media de reingresos de un 60 % según datos del ministerio del interior en 2008-) pero no quiero acabar este escrito sin mencionar la tragedia que queda fuera. La de las familias, que pagan condena como el presidiario. Esta mañana, en la entrada, antes de que comprueben que hay una orden que me permite entrar hasta el día x a hacer prácticas de sanitario, etc. (como todos y cada uno de los días durante un mes) me encontré a una madre que venía de Alicante, a un vis a vis con su hijo. 15 años de condena. Se coge un bus desde su tierra que tarda unas 5 horas y pico. Llega a la penitenciaria a eso de las 6 y media de la mañana, y tiene el vis a vis a las 11. A las 8 (y con mucha suerte) le abren la puerta de la prisión, y se resguarda del frío mañanero. En la cafetería, no hay nadie que le atienda: se cerró, no era rentable. Demasiados pocos clientes. Tristes máquinas de chocolatinas sustituyen el servicio. Entré, y allí quedó. Ahora le quedan otros 500 kilómetros de vuelta a casa, por estar hora y media con su hijo. Muy humano todo, muy humano.

Otro de los “derechos” que los presos ven conculcados por el robo de su libertad.

Un funcionario, comenta al médico: “este… este está pidiendo el pase” “puede que termine… babeando”. Se refería a un preso agitado y bastante agresivo, que yo personalmente había tratado. Estuvo en enfermería. Había pasado por tres chabolos (término taleguero para celda) y en los tres había acabado a ostias. No sabían donde ponerlo. Babeando porque cuando ocurren cosas así, a veces el médico lo achaca a trastorno psiquiátrico y le enchufa un “aguacate” (se refieren a un Modecate, un antipsicótico depot – inyectable, de larga duración: varias semanas – que tiene un efecto sedante muy fuerte, seguramente el más fuerte de entre los antipsicóticos de este tipo).

Un muerto por sobredosis. Días antes había estado en la consulta, aquejado de una infección de orina. Esa noche se quejó al funcionario de que no podía dormir (en los módulos, el calor es insoportable. Los presos con peculio – forma en que se le llama a la cuenta bancaria de un interno, por tener unas condiciones especiales y que por narices es del Banco Satan-der, por cierto – compran ventiladores, y a veces lo sobrellevan. En todos los módulos hay aire acondicionado, pero no se pone, ya se sabe, por no contaminar y de paso ahorrarse unas pelillas, así da pa’contratar más funcionarios reinsertores) y dijo que tomaría más medicación (en la cárcel el consumo de ansiolíticos benzodiacepínicos es norma a la entrada – para superar el “trastorno de adaptación”- y a menudo de toda la estancia, por necesidad o no: trankimazín, lexatín, tranxilium, rivotril, valium, sedotime, noctamid, dormicum…). El compañero dice que a las siete de la mañana le escuchó roncar: seguramente, escuchó sus estertores de muerte, agonizando antes de fenecer. Cuando el médico, a eso de las 8 de la mañana, es llamado porque el individuo no se presenta a recuento, el preso está ya rígido, encogido en su catre, ardiendo. El termómetro no es capaz de medir la Tº del cuerpo inerte, lo que significa que seguramente es de 43º o algo superior. Ya van trece este año. Demasiado calor, demasiado calor en el chabolo. Demasiada cárcel.

Allí todos me han tratado bien. Los médicos, los presos y casi todos los funcionarios. Espero imprimir este escrito y podérselo pasar a los internos que he conocido. Me han enseñado mucho, y en algún momento hasta me han hecho dudar de que sufrieran realmente con su condena, por sus bromas, su compadreo y su jovialidad. El ser humano es maravilloso, capaz de adaptarse a situaciones demenciales hasta tal punto, que parece que casi no las está padeciendo. Pero no es verdad. Las padecen. Y sufren, y lloran, y enferman y sienten. Y se muerden los nudillos para no romperse el 5º metacarpiano. Y pierden la vida, como el resto de los encerrados. Se les escapa entre los barrotes. Se queda esperando al otro lado de esa puerta giratoria que yo puedo cruzar… y ellos no. Una jodida puerta. Solo una puerta. Y son disciplinados y sus cabezas se adaptan a esta disciplina mezcla de cuartel e instituto de secundaria para no morir, para no desconectar y acabar mal de la sesera, como tantos otros en este oscuro agujero. Y ocupan su cabeza con cosas fútiles, pasajeras, enfrascados en su trabajo como ordenanzas o en partidas de póker apostando tabaco (todo un privilegio por estar destinados donde están), para no comerse demasiado la olla. Y se afanan en mantener relaciones externas, que bien saben, no podrán durar mucho. O sí. El ser humano es maravilloso. Y seguirán encerrados. Ellos son los que el sistema, la sociedad, califica como presos. Asesinos, homicidas, fraticidas, abusadores, ladrones, estafadores, camellos… Etiquetas que ponen precio a sus vidas, al resto de sus vidas. ¿Delincuentes? Habría mucho que divagar sobre este concepto (que le pregunten a Foucault). Yo solo diré lo que he podido comprobar por mi mismo, como todo lo que he escrito hasta ahora: son personas. Podrían ser mi prima, mi hermano, mi padre, mi tía. Podría ser yo. Podría ser cualquiera de mis colegas de la infancia. Podrían ser el peor de mis enemigos. Ni mejores ni peores que todos: castigados. Atrapados. Enjaulados.


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