"Lucro Sucio" parte II (final)

28 de diciembre de 2009.

Esto es algo que olvidan los activistas del Día de No Comprar Nada. Reducir el consumo durante un día
no reduce el consumo total a menos que también se reduzcan los ingresos. Tendría que haber un «Día de No Ganar Nada» para que eso tuviera
algún impacto. Intentar reducir el consumo tan sólo gastando menos
es una imposibilidad conceptual.

Introducción a "Lucro Sucio", de JOSEPH HEATH

PDF original de Taurus

Me aventuraría a decir que buena parte de las cosas que una persona piensa que sabe sobre cómo funciona la economía son incorrectas
(o están muy cerca de ser incorrectas). Estoy seguro de que esto es lo
que convierte a los economistas en gente suspicaz. Después de todo,
es imposible leer el periódico de la mañana sin toparse al menos con
tres o cuatro falacias económicas evidentes, incluso en las páginas de
negocios. Esto debe de volver locos a los economistas. Cuando ves a
un periodista, a un político o a un miembro de un grupo de presión
haciendo un «análisis coste-beneficio», por ejemplo, casi siempre es
equivocado. Normalmente, lo que hace la gente es sumar todos los
costes de alguna política que no les gusta, sin tener en cuenta los beneficios, y entonces la declara un gran mal social. Llamo a esto la falacia de «ten en cuenta los costes, ignora los beneficios».

Mi ejemplo favorito de esto es cuando la gente habla de los «costes» que el tabaco impone a la sociedad. Habitualmente el intrépido
cruzado contra el tabaco esgrimirá cosas como el valor del salario
perdido debido a bajas y absentismo, junto con el coste del sistema
de salud pública para tratar enfermedades relacionadas con el taba-
quismo como el enfisema, el cáncer de pulmón, enfermedades del
corazón y distintas afecciones vasculares. Pero ignoran por completo un principio fundamental: todo el mundo tiene que morir de
algo. Esto tiene consecuencias inmediatas y obvias. Alguien que no
muere de algo en particular muere de otra cosa. Por tanto, todos
aquellos fumadores que no mueren de cáncer de pulmón, o que no
mueren de un ataque al corazón, están condenados a morir por otra
causa. Cualquiera que sea esa otra causa, es probable que sea más
costosa, dado que el cáncer de pulmón es normalmente intratable y
el ataque al corazón es una de las formas más baratas y rápidas de
morir. Una reflexión rápida sugiere que los fumadores probablemente ahorran a la «sociedad» mucho dinero. Un análisis coste-beneficio serio ha mostrado lo mismo: en 1995 un analista estadounidense concluyó que el fumador medio generaba un beneficio neto
para la sociedad de 30 centavos por paquete, incluso sin tener en
cuenta los impuestos pagados7.

Los coroneles solían clasificar las muertes en términos de «causas
naturales». Por ejemplo, un famoso «registro de mortalidad» recopilado en Inglaterra en 1655 usaba exóticas categorías como hidropesía, «problemas pulmonares» y «mal del rey» para describir varias
causas de muerte, incluidas también categorías como «encontrado
muerto en la calle» y sencillamente «anciano»8.
Hoy día, sin embargo, las personas no mueren simplemente en la
calle o de viejas; mueren por algún tipo de razón médica. Como resultado, cuando eliminamos una causa de muerte (plaga, polio, tuberculosis, cólera) los ratios de otra causa suben. Pero la gente ignora este
hecho continuamente.
A los ecologistas, por ejemplo, les gusta señalar la rápida subida
de los ratios de cáncer por todo el mundo industrializado en el siglo XX como prueba de que va a producirse una catástrofe inminen-
te. Pero este incremento en el cáncer ha coincidido con mejoras es-
pectaculares en la esperanza de vida. ¿Cómo es esto posible? Porque
buena parte de ese incremento del cáncer se debe al incremento en
la esperanza de vida. Viva lo suficiente y se asegurará tener cáncer
por los errores de replicación acumulados en sus células. «Morir de
cáncer» es, en muchos casos, sólo una manera médica de describir
«morir de viejo». Ha crecido la tendencia general en las tasas de
cáncer porque ahora más gente lo padece a una edad en que es probable desarrollarlo, porque no están muriendo de otras cosas que
solían matar a porcentajes significativos de la población.

A veces me gustaría comenzar una campaña contra los cinturones de seguridad, con el argumento de que causan cáncer. Estoy seguro de que podría encontrar estadísticas para respaldar el argumento. El ratio de los accidentes en vehículos a motor en Canadá ha
caído aproximadamente a la mitad en los últimos 30 años, en gran
parte debido a las mejoras en la seguridad de los automóviles. Finalmente algunas de esas personas que no mueren en accidentes de
coche han de tener cáncer, así que es sólo cuestión de tiempo el que
se registre un ligero aumento en los ratios de cáncer (o de diabetes,
o de enfermedades del corazón, o de cualquier otra dolencia). Lue-
go puedo hacer la siguiente relación: ¿no es extraño que las nuevas
leyes de obligatoriedad del cinturón de seguridad dé la casualidad de
que coinciden con un incremento en los ratios de cáncer?
No estoy intentando meterme con los ecologistas. Hay ciertos tipos de cáncer que son el resultado de una exposición a los contaminantes ambientales. Mi tío, como la mayoría de granjeros en los
años sesenta, solía manejar enormes volúmenes de herbicida sin siquiera ponerse guantes, y mucho menos una máscara. Eso (junto a
los tres paquetes de cigarrillos que fumaba al día) sin duda contri-
buyó a su muerte por cáncer de pulmón. Pero intentar culpar de la
tendencia general de los ratios de cáncer a «la industria química» o
a algún otro infractor medioambiental es cometer un elemental
error de concepto. Desde luego, no hay nada particularmente «económico» en esta falacia. Es sólo que confusiones de este tipo son las
que pueden evitar fácilmente los economistas, a consecuencia de la
formación en su disciplina.

Cada capítulo de este libro se basa en una de estas confusiones y
en las falacias que puede producir. La primera mitad puede verse
como las «falacias económicas favoritas de la derecha», argumentos
habitualmente utilizados por los conservadores, no porque tengan
algún sentido, sino por lo de acuerdo que están con sus conclusiones. La segunda mitad se ocupa de las «falacias económicas favoritas
de la izquierda». Uno de los más desafortunados malentendidos de la economía es
la idea de que todo es cuestión de dinero. En realidad, los economistas se han distinguido en el siglo pasado no tanto por lo que estudian
como por cómo lo estudian. Es la metodología que emplean, el modo
de modelar las interacciones sociales, lo que genera ideas útiles. Esta
metodología es aplicable a áreas de la vida social que no tienen nada
que ver con comprar y vender. El tráfico es un buen ejemplo, pues
conducir parece sacar en todos nosotros al maximizador de utilidad
racional. Una vez tuve una idea para un libro llamado Todo lo que en
realidad necesito saber lo aprendí en el tráfico. Sólo estoy exagerando un
poco. Lo que aprendí era que hay cuatro grandes ideas que uno necesita tener en mente cuando piensa en la «sociedad».

1. La gente no es estúpida.

Es sorprendentemente fácil olvidar que
hay más vida inteligente en este planeta, en forma de otras personas.
Cuando uno pasa el día elaborando sus pequeños planes y estrategias,
necesita recordar que también el resto de las personas están planean-
do y trazando estrategias. Puede que no les sirvan de mucho, pero las
hacen, y para que sus planes y estrategias funcionen, usted debe tener
en cuenta los de los demás. Los economistas llaman a esto la dimensión estratégica de la acción social.
Considere, por ejemplo, cómo se comporta la gente cuando está en
un atasco. Usted está en su carril, a un palmo del de delante, sin ir a
ningún lado. De repente, los coches del carril derecho comienzan a
avanzar. El camión que ha estado viendo en su espejo le adelanta rápidamente. ¿Cuál es la reacción obvia? Cambiar de carril, por supuesto,
para ponerse en el que se está moviendo más rápido.

Ésta es una idea seductora, pero ignora lo crucial: usted no es la
única persona en la carretera que intenta llegar a casa. De hecho, casi
toda la gente de su carril, delante y detrás de usted, preferiría llegar a
casa más pronto que tarde. Y están sentados allí, igual que usted, vien-
do cómo el tráfico en el otro carril se mueve rápidamente. Todo el
mundo tiene incentivos para cambiar de carril. Pero si la gente de de-
lante de usted se cambia, su propio carril se volverá más rápido. De
modo que, en realidad, usted tiene dos opciones. Puede cambiar de
carril, o puede no moverse y dejar que la gente de delante de usted se
cambie. De cualquiera de los modos, probablemente conseguirá el
mismo incremento de velocidad. (En general, es de esperar que todos
los carriles se muevan igual de rápido, por la misma razón que es de
esperar que todas las colas de los supermercados sean igual de largas).
La verdadera cuestión, por tanto, no es si quiere ponerse en el
carril más rápido, sino sencillamente cuántos cambios de carril quiere hacer. Dado que los cambios de carril son en sí mismos peligrosos,
la respuesta a la pregunta depende, en realidad, de lo reacio que usted sea a la idea de poder tener un accidente. No es sorprendente
que fuera un economista9 quien hiciera esta observación y ofreciera
el siguiente consejo: si conduce un viejo coche destartalado, debería
hacer el cambio; si conduce un Mercedes nuevo, sería mejor que no
se moviera y dejara a la gente de delante correr el riesgo de tener un
accidente.

2. La importancia del equilibrio.

Dado que los economistas prestan
mucha atención al aspecto estratégico de la interacción social, tienden
a estar menos interesados en simples patrones de comportamiento o
correlaciones estadísticas que otros científicos sociales. El concepto
central del análisis económico es el de equilibrio, entendido como un
resultado que no tiende al cambio. Dado que la gente ajusta su conducta en respuesta a los cambios en su entorno, usted no puede predecir lo
que van a hacer sólo viendo lo que hacen ahora. Tiene que calcular
cómo van a responder al cambio (y si esa respuesta va a causar más cambios, y así sucesivamente).
Ignorar estas respuestas es una de las mayores fuentes de fracaso de
las políticas públicas. Recuerdo esto cuando estoy sentado en mi coche
esperando a girar a la izquierda en un semáforo. Ya casi nunca lo cruzo
en ámbar, pero no siempre he actuado así. Cuando empecé a hacerme
mayor, los semáforos seguían un sencillo patrón. Cuando la luz en una
dirección cambiaba a rojo, la luz del semáforo en la otra dirección in-
mediatamente se ponía en verde. Por eso me di cuenta de que era muy
mala idea saltarse una luz roja, sencillamente porque era probable chocar con un coche que fuera en la otra dirección. En ese mundo, ámbar
significaba ámbar. Hoy día (o al menos en Toronto, donde vivo), el patrón es diferente. Cuando una luz se pone roja, la otra no se pone verde
enseguida. Por el contrario, las dos permanecen rojas aproximadamente dos segundos.

Puedo imaginar cómo se ideó este esquema. Algún burócrata santu-
rrón en alguna parte del mundo, viendo el número de colisiones en las
intersecciones, pensó que sería una buena idea dejar un corto periodo
de reflexión, de modo que la gente pueda ajustarse al gran cambio que
está a punto de suceder. Por tanto, se decretó que ambas luces deberían
permanecer rojas durante unos pocos segundos, y así todo el mundo se
detendría. Pero, desde luego, la medida no tuvo tal efecto. Los motoristas, al saber que tienen dos segundos adicionales después de que la luz
se ponga roja, simplemente tratan las luces ámbar como si fueran verdes y a la recién cambiada luz roja como ámbar. En otras palabras, el
equilibrio cambió. El resultado ha sido una epidemia de gente que se
salta los semaforos en rojo (por no hablar de que es casi imposible girar
a la izquierda en ámbar).
Debido a este fracaso a la hora de anticipar el movimiento desde el
equilibrio, la medida no añadía ningún beneficio desde el punto de vista
de la seguridad en el tráfico, y probablemente empeoraba las cosas. Y
todo esto porque algún burócrata en alguna parte se equivocó al pensar
que la gente iba a cambiar su comportamiento como resultado de la medida propuesta. Éste es un error verdaderamente común cometido por
los ingenieros sociales de todas las clases (la forma estrambótica de nombrar esto es hablar de pensamiento paramétrico, o tratar el entorno social
como si se fijara de manera exógena). Diga lo que le parezca sobre los
economistas —ámelos u ódielos—, pero probablemente son las personas
con menos probabilidades de cometer este tipo de error.

3. Todo depende de todo lo demás.

Si escucha hablar a los economistas,
una de las cosas que les oirá decir mucho, en respuesta a sus preguntas, es
«Depende...». No es porque sean evasivos. Es porque las respuestas a
muchas preguntas en realidad dependen de las respuestas a muchas
otras preguntas. Y esto es porque, en el mundo real, muchas cosas en
realidad dependen de muchas otras cosas. Los economistas tienden a
fijarse más en esto que otros porque la economía de mercado represen-
ta un vasto sistema de interdependencia.
Como resultado, cuando algo sucede y queremos considerar sus
efectos, tenemos que asegurarnos de que estamos remontándonos sufi-
cientemente hacia atrás. Un error típico es mirar sólo los efectos inmediatos sin tener en cuenta qué efectos tendrán esos efectos. Considere-
mos, por ejemplo, el fenómeno del «tráfico inducido». Si preguntamos
a un planificador de tráfico si una red de carreteras urbanas tiene «capacidad suficiente», la respuesta será: «Depende...». Si se mantiene
constante el volumen de tráfico, eliminándose algunas carreteras, entonces el sistema habrá sufrido un descenso de capacidad. Pero el hecho de que eliminar carreteras realmente suponga una diferencia depen-
derá de si el volumen permanece constante.

Tras la destrucción del Embarcadero Freeway en San Francisco por
un terremoto en 1989, los residentes decidieron no reconstruirlo. Los
urbanistas revisaron las rutas alternativas para ver por dónde pasaría el
tráfico. Lo que descubrieron fue que la mayor parte desaparecía. En
contra de lo esperado inicialmente, no se registró ningún aumento en
la congestión en ninguna parte del área de la Bahía. (En Nueva York, el
Departamento de Transportes hizo una evaluación precisa después del
colapso de la West Side Highway en 1973 y descubrió que el 93 por ciento del tráfico desaparecía)10.
Lo que indican estas observaciones es el hecho de que el volumen
de tráfico en un momento dado es parte de un equilibrio, que depende
de varios factores. La congestión es uno de ellos. Como las carreteras
(sin peaje) son gratuitas, las personas «pagan» con su tiempo por usar-
las (igual que hace la gente cuando guarda cola por un artículo rebajado, como puede ser una entrada para un concierto). Como la cantidad
de tiempo que les llevará llegar a alguna parte se incrementa, las personas con mejores cosas que hacer dejan de coger el coche: se reprogra-
man, agrupan viajes, toman el transporte público o encuentran otras
alternativas (a largo plazo, pueden elegir vivir más cerca del trabajo o
irse de compras o coger el transporte público). Por tanto, añadir más
capacidad a la red de carreteras «crea» tráfico. Una disminución de la
congestión anima a más gente a coger el coche, lleva a las personas a vivir más lejos de su trabajo y así sucesivamente, lo que, sencillamente,
devuelve el nivel de congestión a donde estaba antes.
Pero ¿qué ocurre si se inyecta mucho dinero para el transporte pú-
blico? Eso tampoco es probable que alivie la congestión. Si más gente
comienza a utilizar el transporte público porque éste está subvenciona-
do o se ha vuelto más cómodo, se liberará espacio en las carreteras, lo
que reducirá el «coste» de conducir. Si los viajes comienzan a durar menos tiempo, más gente cogerá el coche (o aquellos que lo hacen lo cogerán más a menudo). Mientras las carreteras sean gratuitas, no hay
manera de cuadrar ese círculo.

4. Algunas cosas tienen que cuadrar.

Una vez, vi un simpático anuncio
de una empresa de ropa mostrando a unos manifestantes vestidos elegantemente que ondeaban pancartas exigiendo distintas mejoras para la sociedad, incluida la de «más semáforos en verde». Pensé que era una bonita representación del idealismo juvenil. Odio los semáforos en rojo tanto
como cualquiera, pero dado que el semáforo en verde de una persona es
el semáforo en rojo de otra, incrementar la suma total de semáforos en
verde no es sólo una imposibilidad práctica, es una imposibilidad con-
ceptual. En cualquier caso, el mensaje resulta esperanzador.
Puede parecer poco respetuoso, pero hay que observar que todo
tipo de gente defiende el equivalente económico de más semáforos en
verde. Esto se debe a un fracaso a la hora de reconocer que algunas cosas tienen que cuadrar. El número total de semáforos en verde debe ser
el mismo que el número total de semáforos en rojo, porque el semáforo
en verde de una persona es precisamente el semáforo en rojo de otra.
Esto sucede con el intercambio económico. Cada vez que alguien vende algo, alguna otra persona debe comprar algo. ¿Por qué? Porque la
única manera de vender algo es venderlo a alguien. Esto puede parecer
obvio, pero un porcentaje asombroso de comentarios populares de
todo tipo de asuntos económicos ignora esta equivalencia elemental.
Por ejemplo, aunque los individuos pueden gastar más dinero del
que ganan (y de ese modo endeudarse), la sociedad como un todo no
puede. Esto se debe a que los gastos de una persona son precisamente
los ingresos de otra. Por ello el PIB —Producto Interior Bruto— se puede calcular de dos modos diferentes: la primera sumando el valor de los
bienes y servicios producidos en la economía, la segunda sumando to-
dos los ingresos que se han ganado.

Esto es algo que olvidan los activistas del Día de No Comprar Nada. Reducir el consumo durante un día
no reduce el consumo total a menos que también se reduzcan los ingre-
sos. Tendría que haber un «Día de No Ganar Nada» para que eso tuviera
algún impacto11. Intentar reducir el consumo tan sólo gastando menos
es una imposibilidad conceptual.
A menudo estas equivalencias pueden resultar delicadas. Cuando
las personas hablan de impuestos, por ejemplo, hay una tendencia a ol-
vidar que —dejando aparte las herencias— las personas se gastan com-
pletamente sus ingresos. Un «impuesto al consumo» no es otra cosa
que un impuesto sobre la renta con una exención al ahorro. Incluso esa
exención no es en realidad una exención, sino sólo un pago diferido,
dado que —de nuevo, dejando aparte las herencias— las personas finalmente se gastan sus ahorros. Pero cuando el Gobierno conservador de
Canadá hace poco redujo el GST (el Impuesto sobre el Valor Añadido
de Canadá), algunos comentaristas, incluso aquellos que escriben en
periódicos más bien para intelectuales, observaron que esto sólo sería
útil para los consumidores que estuvieran pensando hacer una compra
importante, como un coche. El resto habría estado mejor con una rebaja en el impuesto sobre la renta. Podrían haberse dado buenos argumentos para hacer una rebaja en
el impuesto sobre la renta, pero éste, ciertamente, no lo era. Gaste o no
gaste 10.000 dólares en un único gran artículo o 10 dólares en mil pequeños artículos, pagaré la misma cantidad en impuestos al consumo. Esto se
olvida fácilmente. Hace un par de años, pagué unos 8.000 dólares en impuestos por un coche nuevo. Miré la factura y pensé: «¡Vaya mierda!». En
realidad, no había razones para la alarma. De una manera u otra, los
8.000 dólares habrían ido a parar al Gobierno. Si yo no hubiera compra-
do el coche, habría comprado todo tipo de otras cosas, y todas esas otras
compras habrían sido gravadas con, exactamente, el mismo tipo. La respuesta apropiada, me di cuenta, no era la agitación nerviosa, sino la tranquilidad tipo zen.

Por si esto le hace a alguien sentirse mejor, debería mencionar
que no soy economista. Por ello me considero libre para hacer todo
tipo de generalizaciones absurdas sobre lo que piensan los «econo-
mistas». (Trabajo en un departamento de Filosofía, que a veces se
describe como «el departamento de la especulación libre de datos»,
lo que, bien pensado, los filósofos y los economistas neoclásicos tie-
nen en común). Espero que esto se tome con el espíritu adecuado y
que se presupongan todas las reservas y matices relevantes: natural-
mente, no todos los economistas piensan igual, no todos los econo-
mistas son apóstoles del mercado libre, los puntos de vista que criti-
co se mantenían más activamente hace veinte años, siempre ha
habido vivos debates dentro de la profesión, etcétera.
Quizá también sea útil mencionar que, aparte de no ser economista, no tengo, en lo esencial, ninguna formación formal en el
asunto. Hice el habitual curso de Introducción a la Economía como
un no graduado, pero sólo fui a clase un par de veces. El profesor
me ponía de los nervios. Una vez que me enteré de que los exámenes iban a ser tipo test, generados por algún programa que acompa-
ñaba el libro de texto, nunca volví. Ése fue el fin de mi formación
oficial. Desde entonces, he estado leyendo por mi cuenta. Tampoco
he estudiado Matemáticas después del instituto. Aprendí cálculo,
pero no recuerdo cómo se hacía.

Menciono esto no para minar la confianza de nadie en los argu-
mentos que vienen a continuación, sino tan sólo para mostrar que las
barreras a la formación económica no son tan grandes como a veces se
quiere dar a entender. No se equivoque, la economía puede ser muy
difícil. Sin embargo, las ideas centrales se pueden captar a través del
ejercicio de la inteligencia media. No es necesario aprender ningún
código secreto. Ni se necesita un diploma avanzado en el tema para
evitar los puntos flacos que se detallan en los capítulos siguientes.
Todos los argumentos que presento en este libro son muy básicos,
están basados en modelos simples e ilustran los errores que cualquier
persona formada debería ser capaz de evitar. Pero, desde luego, para
cada una de esas sencillas afirmaciones hay docenas de excepciones,
matices y reservas, y todo tipo de modelos más exóticos que se com-
portan de forma algo diferente. El hecho de que no me detenga a ex-
plicar todas esas posibilidades debería entenderse en su contexto, y
tiene que ver con el tipo de libro que quería hacer. Cada vez que una
persona hace una deducción falaz, es posible inventar una cadena de
razonamientos algo más complicada o menos directa que «podría ser
lo que tenía en mente». Sin embargo, si parece un pato, nada como
un pato y grazna como un pato, probablemente sea un pato. Las per-
sonas cometen muchos errores en economía, y superar esos errores
es un paso esencial para cualquiera que espere hacer del mundo un
lugar mejor.


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