Lecturas veraniegas

Entre Huecos o el Tiempo de las Cerezas

24 de julio de 2009.

A pesar de la mucha competencia, estaba encantada de estar de nuevo en las Ramblas. Primero me senté frente la Universidad Pompeu Fabra, pero después decidí que era mejor orientarme hacia el barrio del Raval. Podía ver, desde mi asiento, el cochambroso bar marrón con su atractivo camarero en el que siempre me tomaba un par de absentas a la salud de los bohemios, el primer trago en honor de los auténticos parisinos, brindando luego por los de Barcelona que intentaron imitarlos, aunque con distintos resultados.

El tiempo de cerezas

Homenaje a Montserrat Roig

En el hueco que me dejaron un divertido colega argentino – inevitablemente siempre te encuentras con un caricaturista argentino- y una amable yaya que ofrecía exquisitas pequeñas acuarelas de azulísimos mares y gaviotas muy blancas, expuse mis obras más resultonas: un Paul Newman que aún lucía, entre arrugas, unos intensos ojos azules; Serrat y Sabina vestidos de piratas del Caribe unidos por sus narices-garfio; un Zapatero de enormes cejas “v” vestido de Sevillana y el retrato de aquella mujer de identidad desconocida, entonces, escogiendo para la ocasión un dibujo en el que dominaba los violetas, lilas y rosáceos. Para pasar el rato y entretener alma y estómago, había comprado un kilo de cerezas primerizas en Boquería.

Y la esperé.

Se hizo de rogar, porque cuando la vi ya era hacia el ocaso: en marzo, en Barcelona, el sol se oculta perezosamente, como si no quisiera desaparecer. Destacaba entre un grupo de japoneses curiosos. Como siempre vestía un sencillo traje pantalón oscuro. Sonreía. Como siempre desapareció engullida entre el gentío.

Ya entonces, desde hacía unos años, sabía que era inútil acercarme a ella. Eran apariciones “chispa”: la veía perfectamente durante unos segundos, pero después, se esfumaba. Apariciones inquietantes primero, pero cuando pasaron a ser encuentros habituales, las esperaba con cierta ansiedad, como el que esperaba reencontrarse con una vieja buena amiga. Sabía que tarde o temprano, allá donde fuera, la vería. Era una de les pocas personas, incluso cosas, que tenían continuidad en mi vida, pues cambiaba de ciudad con frecuencia, llevando conmigo mis útiles de pintura, poca ropa, mi jabón y los retratos que mostraba en las calles, además de los muchos dibujos de su rostro.

La primera vez que la vi fue en Glasgow, justo hace doce años. La reconocí al instante: era la mujer que yo a menudo dibujaba. Intenté atraparla, gritando que se detuviera, cosa harto difícil ya que no sabía ni su nombre y mi inglés era penoso. Después la hallé en Biarritz, en Bilbao, en el Retiro de Madrid… La vi en mi único viaje a Berlín y en las tres ocasiones que estuve en París.

Pero era en Barcelona donde siempre la veía.

Y era en Barcelona donde encontraba sus mensajes, porque en las Ramblas, cuando recogía mis pocas ganancias, hallaba papelitos escritos: la misma menuda y pulida letra, en fragmentos de hojas de cuadritos, arrancadas de un cuaderno de espiral. Los guardaba sin estar segura, primero, si tenían ningún vínculo con mi mujer misteriosa.

Aquellos trocitos, aquellas pequeñas piezas de puzzle, me fueron aportando datos de la vida de mi misteriosa amiga. Sabía que era escritora, madre, luchadora y más bien roja; que le gustaba leer, viajar, conversar y preguntar, además de Barcelona, Moscú y las cerezas.

“Siempre que escribo algo es porque no entiendo lo que veo” – ponía en uno de sus papelitos.

Yo también empecé a dibujar lo que no entendía para después transformarlo en paisajes y, sobre todo, rostros a los que añado trazos que tan sólo yo capto.

“Recuerdo los cuarenta primeros años de mi vida como una larga espera en blanco. Dicen que la felicidad no tiene historia, pero lo que no tiene, creo yo, es color.”

Ahora yo rondo los cuarenta y creo que los años tienen color. Y también los sentimientos y las emociones y las sensaciones. E intento plasmarlo en mis cuadros. Por ese mismo motivo he pintado tantas veces el rostro de esta mujer, en distintos colores, dependiendo de cómo me siento cuando la veo o la recuerdo.

Había un papelito que entonces no entendía pero que me agradaba especialmente: “Entré en Montserrat como licenciada y salí como escritora”.

Pero volvamos a aquel día en que me sonrió, y yo a ella, antes de desaparecer en la Rambla Santa Mónica.

Decidí que mi jornada laboral había terminado. Recogí rápidamente para ir al bar marrón de la esquina a tomar mi absenta, a cumplir con mi ritual. Lo cierto es que no me gustaba demasiado y por eso cerraba los ojos para tomar el primer sorbo. Sólo había pintado un retrato aquella tarde de espera. Se lo hice a un turista del este al que poco entendí, no tanto por su acento eslavo como por la presunta sangría que había tomado, me contó, en un restaurante de la Barceloneta. Fue generoso, pues la caricatura salió de su agrado, y eché mano de los billetes que me había guardado en el bolsillo. Lo que extraje fue uno de sus papelitos. Lo leí en voz alta, aprovechando que tenía público, pues al ser la única cliente el camarero estaba pendiente de mí: “La madre, para curarla de la tristeza, me enseñó francés. Las lecturas me salvaron. Me pasaba todo el día sola con los libros y ahora sé que la tradición culta es resistir. Yo tenía miedo de bajar al sótano cuando bombardeaban y me agarraba a un libro mientras oía los estruendos y los silbidos por encima.”

El camarero me miró con sorpresa –y tal vez con cierta admiración también- y me dijo que aquello le sonaba mucho. “Espera”. Como tampoco tenía ningún quehacer urgente, asentí mientras él desaparecía por una portezuela hacia las entrañas de la taberna, tras la barra. Tardó unos diez minutos durante los cuáles dibujé en mi bloque, de nuevo, la mujer que veía entre huecos. Él, con aire de triunfo, me mostró un libro: “L’agulla daurada” (La aguja dorada, edición en catalán), primero la portada, después lo giró.

Allí estaba. Montserrat Roig me dijo que se llamaba y añadió que yo me parecía un poco a ella. Más joven entonces, “más guapa”, dijo halagador.

También me contó que había muerto en el año 1991 y aunque él a penas lo recordaba, salía en televisión, en programas donde hacía entrevistas.

Le mostré mi dibujo – ella en tonos rojizos- y no pareció muy impresionado hasta que le expliqué mi historia, mis encuentros con ella sin saber quién era. Le rogué que no me tomara por loca, pero su interés aumentó y me pidió detalles. Jamás había contado mi historia a nadie. Le dije que no recordaba haber leído nada de ella, exceptuando sus notas.

El camarero, “me llaman Peret”, me puso otra absenta, se sirvió una y levantando el vasito, dijo: “Por Montserrat Roig, que jamás se ha ido. Por ti, que la trajiste de nuevo”.

Vivo desde entonces en el Raval, cerquita de las Ramblas, con el camarero al que llaman Peret. Pronto hará cinco años que supe quién era Montserrat Roig y no la he vuelto a ver.

A veces la espero mientras pinto, sentada en las Ramblas, buscándola entre la gente, entre huecos. Otras veces la buscamos los dos, en el Ensanche, en Montjuïc, en Montserrat, pero sólo la reencontramos en sus libros…

…Que ya es mucho.

:: Fuente:Entre huecos

:: Montserrat Roig por el camino de la vida. Ana María Moix
:: Montserrat Roig . Joan de Segarra
:: Tiempo de Cerezas
:: Breve nota biográfica de Montserrat Roig
:: Montserrat Roig. LletrA
:: Conflictos maternales en La hora violeta de Montserrat Roig. Guiomar Fages

El tiempo de cerezas

"Una de las más hermosas canciones revolucionarias de la historia de la clase obrera, Le temps des cerises, fue escrita por Renard y Climent en 1866 y no habla de fusiles ni de declaraciones programáticas. Es una canción de amor. Es un canto a la ternura. Jean-Baptiste Climent, joven cantante (hoy sería “cantautor”) de Montmartre, dedicaría más tarde esta canción a una enfermera asesinada por la policía en la mañana del último día de la Comuna de París en una barricada en la calle Fontaine-au-roi (“…desde ese día llevo una llaga abierta en mi corazón…”).

La canción, amada por el pueblo francés, dice que la época de las cerezas dura muy poco, pero que siempre habrá un tiempo de cerezas. Las revoluciones pueden ser traicionadas, aplastadas, pero siempre habrá quien luche por la libertad, por el bienestar de los demás, por la alegría de todos" Quintín Cabrera

::Fuente: Tiempo de Cerezas Ediciones

Cuando vuelva el tiempo de las cerezas,
Y el ruiseñor alegre y los mirlos burlones
estén todos de fiesta,
las muchachas tendrán pasión en sus cabezas
y los enamorados sol en el corazón.
Cuando vuelva el tiempo de las cerezas
Silbarán mejor los mirlos burlones.
Pero es muy corto el tiempo de las cerezas,
en el que las parejas van a coger en sueños
los hermosos pendientes:
Las cerezas de amor con sus trajes iguales
ruedan bajo las hojas como gotas de sangre.
Pero es muy corto el tiempo de las cerezas
pendientes de coral que recogen en sueños.
Cuando estéis en el tiempo de las cerezas,
si tenéis miedo de las penas de amor
evitad las muchachas.
Yo, que no temo a las penas crueles,
viviré hasta sufrir su visita algún día.
Cuando estéis en el tiempo de las cerezas
tendréis también penas de amor.
Amaré siempre el tiempo de las cerezas:
desde aquel tiempo guardo abierta una herida
que daña el corazón.
Y la dama Fortuna, que me está prometida,
no sabrá nunca aliviar mis pesares.
Amaré siempre el tiempo de las cerezas
y el recuerdo de entonces que daña el corazón.

Jean-Baptiste Climent

El tiempo de cerezas

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