El anarquista como terrorista

2 de noviembre de 2008.

Se puede afirmar que el imaginario que la tradición conservadora proyecta sobre el anarquismo viene a ser como una foto-fija derivada de la forjada en las últimas décadas del siglo XIX. Es la misma foto que suelen difundir en los periódicos, la que se impone entre la gente temerosa; por citar un ejemplo, en 1960 mi santa y atribulada abuelita todavía identificaba la Barcelona de 1960 con las atrocidades que le habían contado de la Semana Trágica.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

Ella era una señora totalmente anacrónica, más que las que aparecen en Maribel y la extraña familia, aunque su imaginario no era muy diferente a otras que podemos sentir entre gente mucho más joven y no especialmente derechista, gente que tiende a identificar la II República con “la anarquía”, y a su vez a ésta con la quema de conventos y de iglesias, con todas las venganzas sociales que ocurrieron en la “zona roja”. Resulta un montaje de conveniencia apenas evolucionado que no permite discusión, destinado a demostrar hasta donde puede llevar la trasgresión de la “ley y orden”, a establecer que detrás de cada exigencia social puede esconderse la hidra de la revolución, de la anarquía, y que, en definitiva, no puede existir un anarquismo cargado de razones sino otro, el que justamente queda en manos de la actuación policial...

Por supuesto, esta será la imagen predominante que se ofrecerá en el cine desde sus primeros pasos a través de títulos como, Execution of Czolgost, with Panorama of Auburn Prison (1901), obra de Edwin S. Porter, que pasará a la historia como autor de la primera película norteamericana con guión, asalto y robo a un tren, por lo demás título inaugural del “western”...Recordemos sin más un detalle: la presencia de José Isbert, en uno de los en los inicios más famosos de la historia del primer cine español, interpretaba al anarquista de Asesinato y entierro de don José de Canalejas (Abelardo Fernández, 1912). Ambos ejemplos son harto ilustrativos y podrían ampliarse sin dificultad con numerosos ejemplos, todos extraídos de la historia del cine, no hay más que haber el apartado de cine franquista con títulos como Mariona Rebull.

De hecho no es muy diferente la instantánea que se ha ofrecido en otros medios, por ejemplo, no tengo más que ojear algunas portadas de los libros que acompañan este trabajo, o más concretamente, considerar las tramas de buena parte de los títulos que son abordados en estas páginas, la mayoría abordan por historia o por amputación del terrorismo, de historias como la de la “Mano Negra” presuntamente inherente al ideario. El reverso de esta imagen son las persecuciones, encarcelamientos, torturas, exilios y muertes de anarquistas y similares, formando dos estampas opuestas de una lucha que con diversas matizaciones y graduaciones, atravesará la historia social desde los tiempos de la “Commune” de París (1871) hasta el presente.

De ahí que en grandes movilizaciones altermundialistas como Seattle, Barcelona o Génova, las estrategias policíacas han buscado singularmente encontrar la pista de los “anarquistas y violentos”, por lo visto la mejor coartada para aplicar se mostrarían fieles a sus métodos más tradicionales para cortar la yerba bajo los pies de movimientos cuya amplitud y pluralidad abarca todos los colores de las izquierdas, y cuyos medios de lucha buscan ante todo la extensión y el arraigo organizativo, esto es lo que se cuenta en un modesto documental realizado por Jorge Müller al filo sobre el escándalo policíaco montado a raíz de las multitudinarias manifestaciones en Barcelona, la ciudad que fue llamada La Rosa de Fuego, táctica que fue ampliada en mucho mayor grado con ocasión del Forum Social de Génova donde un joven fue asesinado por la policía del cínico Berlusconi que proclamaba que únicamente aceptaría las protestas legalizadas, un tipo cuya divisa bien podría ser: “La ley para quien la paga”. El trasfondo de la cuestión es siempre el mismo: desplazar la protesta social al terreno que resulta más favorables para el Estado, donde éste puede aparecer como defensor de los estropicios sobre personas y propiedades ocasionados por los “extremistas”.

Evidentemente, existió una práctica del terrorismo ligada al anarquismo como parte de una opción vengadora ante la pretensión de impunidad de los poderosos. Conviene dejar claro que la bella idea –asimilada finalmente por lo que antaño fue la socialdemocracia y por ciertos herederos asimilados de lo que fue el comunismo- según la cual los explotados y oprimidos podrían haber conseguido sus justas mejoras, sin prisas, moderadamente, y mediante la negociación y el diálogo pacífico, nos es más que una ilusión, posiblemente la más adecuadas para las películas que abordaban la “cuestión social” y querían llegar al gran público y por lo tanto no tener el menor problema con la censura, so pena que fuese tan “sensible” como la franquista, pero también en Hollywood fueron estrictos en esta cuestión, y normalmente, si había algún problema, ese era el creado por los perturbadores.

Una lista de las películas que abogan por la “concordia social” sería prácticamente interminable, y a título de ejemplo lo podemos encontrar en tres títulos de autores, calidades y épocas diferentes, pero todo ellos suficientemente representativos: Metrópolis (1928), de Fritz Lang, pasando El valle del destino (1945), de Tay Garnett una ambiciosa producción que contó con un espléndido reparto (Greer Garson, Gregory Peck, Lionel Barrymore, Donald Crips), y no digamos una peculiar ilustración de la “doctrina social” católica exaltada desde el prisma franquista en La guerra de Dios (1953), de Rafael Gil, cuyas líneas presuntamente conciliadoras y “superadoras” son más resultantes de los imperativos ideológicos dominantes (en el última caso, más que dominante, exterminador) pero no de las pruebas que ofrece la realidad histórica, que resulta bastante contundente en este aspecto: los poderosos nunca han aceptado reformas, no si no ha sido por miedo a “males mayores”, a la revolución...

Que no podía ser de otra manera, lo demuestran datos como que no sería hasta 1960 que la izquierda abordó con honestidad y sinceridad la lucha de los esclavos dos mil años atrás en el Imperio Romano con Espartaco (1960) firmado por Kubrick, y que no sería hasta 1998, que no haría lo propio con la rebelión de los esclavos negros, en este caso con Amistad (1998), la muy discutible denuncia de Steven Spielberg que, cuanto menos, tenía el mérito de hacer un canto a la rebelión de los esclavos.

Conviene pues insistir: las clases dominantes respondieron sistemáticamente con la “ley y el orden” cualquier movilización social por las mejoras sociales, incluyendo las más elementales como pudo ser el trabajo infantil, una lacra que vuelve como tantas otras con la restauración del capitalismo sin trabas. Aunque tardía y minoritariamente, esta trágica pauta dominante también ha sido ilustrada en la pantalla en unos pocos títulos, algunos tan rotundos como Las actas de Marusia (1976), de Miguel Littin o la mucho mejor, La Patagónia rebelde (1974), de Héctor Oliveras, títulos que tenían la virtud añadida de establecer dramáticos paralelismos con las dictaduras de Pinochet o Videla. Pero no es necesario llegar hasta tales extremos, recordemos testimonios relativamente recientes situados en países de “pedigrí” democrático, de los Estados Unidos con Harlan Country USA (1976), el formidable documental obrerista de Barbara Kopple que ganó un Oscar, o en el Reino Unido con los documentales de Ken Loach sobre las huelgas mineras en los inicios de la mal llamada “revolución conservadora” presidida por el gobierno de Margaret Thatcher, que consiguió ganar un pulso histórico a la clase obrera que fue perdiendo conquista tras conquista, sobre todo gracias a la timoratería del sindicalismo tradeunionista y a la complicidad de los profesionales de la política “laborista” ya en plena deriva socioliberal.

Que ante las exigencias obreras, ésta y no otra era la medida burguesa ya lo tuvo claro Emile Zola al escribir Germinal, que no en vano llego éste nombre llegó a convertirse en un grito emblemático que se atribuye al anarquista italiano Miguel Angiolillo que el 8 de agosto de 1897 acabó con la vida del patriarca liberal-conservador Canovas del Castillo, el abuelo político de Manuel Fraga Iribarne; otro punto de mira sobre este atentado proviene del independentismo cubano, y se expresa en algunos esforzados y poco conocidos títulos hispanocubanos sobre la guerra de Cuba como en Mambí, de Ernesto López del Río o en Cuba (Las garras del águila), de Pedro Carvajal, que reflejan la alegría de estos que interpretan el atentado como una significada contribución a su propia causa, y no hay duda que lo fue.

Se trata de una referencia que se hará famosa y que está tomada del acto vengador llevada a cabo por un anarquista en una novela que figuraría en todas las bibliotecas anarquistas. Acabemos registrando que las dos grandes tentativas por parte de la clase obrera francesa –la más evolucionada culturalmente en su tiempo- de sobrepasar el orden existente en el siglo XIX, la insurrección obrera que proclamó en 1848 la “República democrática, social e internacionalista”, y la que instauró en 1871 la “Commune” de París, acabaron en ambos casos con un baño de sangre proletaria. Los primeros por ejército mandados por un general reaccionario, los segundos por otro que portaba el estandarte de la República liberal y cumplía las órdenes del liberal August Thiers, modelo de republicano contrarrevolucionario, exaltado aquí en 1934 por un Calvo Sotelo o por Melquíades Álvarez.

Se puede decir por lo tanto que, por lo general, la violencia anarquista es una contraviolencia y así lo entendió el pacífico Eliseo Reclús –que participó en la “Commune” armado con una escopeta descargada-, al declarar: “Personalmente, cualesquiera que sean mis juicios sobre tal o cual individuo, jamás mezclaré mi voz a los gritos de odio de hombres que ponen en movimiento ejércitos, policías, magistraturas, clero y leyes para mantener sus privilegios”. No obstante, caben más consideraciones sobre esta reacción vengativa. La primera es que es la preferida por el sistema, la que le facilita las mejores coartadas para ampliar su actuación represiva, así como para hacer casi ininteligible cualquier debate. Lo último que desea el sistema es la acción de masas, a la que este tipo de acción tiende a sustituir y a menoscabar. Por otro lado, se suele tratar de gente valerosa que podría ser mucho más útil en una militancia más prosaica, pero a la larga más efectiva.

Una vez esto queda claro, al menos sobre lo que podemos llamar su interpretación básica, queda la cuestión de analizar los errores o aciertos de lo que se ha convenido a llamar la “propaganda por el hecho”, aprobada en principio por un congreso anarquista celebrado en Suiza, en La Chaux-de-Fonds, en 1879, y refrendada por las recomendaciones exaltadas del congreso anarquista de Londres (1881). El anarquismo –sobre todo en Francia-, se encontraba pro entonces inmerso en un impasse, aislado de un mundo obrero en pleno desarrollo y cada vez más bajo el influjo de los políticos reformistas socialdemócratas. Es la época ulterior a la derrota de la “Commune” de París, un tiempo que concluirá con la emergencia del sindicalismo revolucionario con la emergencia de un movimiento de masas influenciado por el anarcosindicalismo.

Anotemos que es igualmente un tiempo en el que la Europa liberal aplaude las acciones de los nihilistas rusos, y del terror agrario en Irlanda, muestras de desesperación radical, que apuesta por medios extremos para acelerar una historia que parece detenida. La represión se cierne sobre cualquier movimiento, y aparecen grupos de “acción directa” en Francia e Italia (la banda de Benevento). En un tiempo apretado se suceden el asesinato del zar Alejandro II, del presidente francés Carnot, del rey Umberto de Italia y del presidente McKinley de los Estados Unidos, sin olvidar los ataques esporádicos a civiles de personajes como Emile Henry que arrojó una bomba en medio de pacíficas personas anónimas en el Café Terminus de París. Henry estaba de acuerdo con la opinión Léathier: “No golpearía a ningún inocente golpeando al primer burgués que apareciera”. Frases como esta serán repetidas en muchas otras ocasiones no menos violentas.

De un proceder muy diferente fue el escritor libertario, Octave Mirbeau, el autor del Diario de una camarera, una incisiva denuncia de la podredumbre burguesa sobre la que existen dos adaptaciones cinematográficas muy ilustres, escribió ante la ocasión que “un enemigo mortal del anarquismo no hubiera actuado mejor que Emile Henry”. No es necesario decir que el anarquismo no tiene porque resultar una excepción en una paradoja de la que ya se hicieron eco los romanos, a saber, que los peores crímenes pueden escudarse en los más altos ideales.

Esta táctica que se convirtió en una auténtica pesadilla para la gente bien pensante, fue entendida y admitida entre los anarquistas (aunque no solo) en casos extremos como los existentes en Rusia o en España, como una respuesta legitima a una represión extrema, pero, cuando su aplicación dio lugar a tanta perturbación o una degeneración de los medios que fue duramente criticada. Por los que apostaban por una línea de masas. De hecho, se convirtió en un problema añadido para la militancia de base. Su lógica acababa justificando el aumento de las medidas represivas, socialmente tendía a sustituir la acción de “millones de trabajadores organizados” (Kropotkin), y a veces significaba el sacrificio de militantes valiosos. Se hizo notar que en muchos casos no se trataba propiamente de anarquistas sino de individuos normalmente alejados de las organizaciones de la clase obrera como sería el caso notorio Ravachol (nom de guerre de François-Claudius Koenigstein o León Czolgost, pero para las clases dominantes no se trataba de argumentaciones. Por eso pusieron el grito el cielo cuando obligada a declarar sobre éste último, Emma Goldman, dijo que lo que, al fin de cuentas, atentados como aquel eran “pura bagatela” en comparación con las víctimas causadas por la barbarie gubernamental, un terrorismo de alto nivel que raramente se suele reconocer.

No hay que decir que esta interpretación de la “propaganda por el hecho” será duramente criticada por algunos de los principales portavoces libertarios, muy especialmente por Kropotkin quien en una serie de artículos publicados en 1890, afirmó “que es preciso estar con el pueblo, quien ya no pide actos aislados sino hombres de acción en sus filas”. Previno contra “la ilusión de que puede vencerse a la coalición de explotadores con unas libras de explosivos”, y preconizó el retorno a un sindicalismo de masas similar al que engendró y difundió la Primera Internacional: “Uniones gigantescas que engloben a los millones de proletarios”. El “príncipe anarquista” realizó en 1898 una excursión por Norteamérica propagando la nueva actitud entre sus numerosos adeptos, aunque dada la violencia institucional la tentación nunca dejó de existir.

Se cuenta que bajo la influencia de Kropotkin, un joven periodista anarquista francés Ferdinand Pelloutier, publicó en 1898 en la revista libertaria Los Tiempos Nuevos el articulo: El anarquismo y los sindicatos obreros, argumentando que el sindicato debía ser una “escuela práctica de anarquismo”, y la consecuencia de este encuentro, con aportaciones muy amplias, sería la Carta de Amiens, piedra angular de la CGT francesa, de los “wobblies”, de la CNT española, y de otros sindicatos de masas. Una historia infinitamente más importante socialmente, y sobre el cual, ¡qué casualidad!, el cine apenas si ha encontrado inspiración (y si la ha encontrado no ha encontrado todavía manera de ejercerla).

Todo aquel ruido y furia de los atentados anarquistas de finales del siglo XIX, de aquel tiempo que parecía sin salida, tuvieron un importante eco en una amplia representación tanto en la buena como en la mala literatura, en el caso de la primera cabría comenzar por autores como Joseph Conrad de El agente secreto, Henry James en La princesa Casamassima (1886), una de sus pocas obras que no se han llevado al cine, del ambivalente Jean Cocteau, en concreto en su obra teatral El águila de dos cabezas (1946) o del escritor y filósofo ruso, primero populista, luego cristiano-conservador, Leonidas Andreiev, todos ellos desde un ángulo que podíamos definir como curioso y no exento de un “toque romántico”. Pero también se puede hablar de otros puntos de miras como los Emile Zola en Germinal, o Jack London o el inclasificable Georges Darien de El ladrón, y décadas más tarde, Romain Gary, que se sitúan en la crítica matizada, la ironía o incluso la exaltación. Entre unos y otros crearon una amplia una base literaria que acabaría instando a diversas adaptaciones cinematográficas, la mayoría de cierta ambición, y que en su conjunto conforman un cierto cuadro sobre el que se puede configurar un cierto panorama cinematográfico.

Posiblemente el enfoque más irónico y quizás más original sea el que produjo Jack London al final de su vida con una notable novela (inconclusa), un ejemplo de ambigüedad calculada en la que se mofaba de la psicosis desarrollada desde la prensa desde las más “amarilla” hasta la más seria. Estamos hablando de Asesinatos. SL, que sería años más tarde acabada por Robert Fish y en la que satiriza en clave de humor negro la lógica del mercado –cliente que paga siempre tiene razón-, y los estereotipos de anarquistas organizados en supuestos comités organizados para liquidar príncipes y autoridades. La novela tendría una ocurrente adaptación al cine mediante un guión de Michael Relph y Wolf Mankowitz que dirigió con agilidad el interesante director británico con cierto tono laborista comprometido, Basil Dearden (que pasará a la historia del cine en especial por Victim (1960), un incisivo alegato en defensa de los homosexuales).

Con el título de El Club de los asesinos (1969), que comienza cuando allá por 1906 una intrépida periodista (Diane Rigg) se propone desenmascarar a una banda internacional de asesinos por encargo, y acude al presidente de una organización criminal (Oliver Reed). Se trata de una verdadera multinacional, solo que en vez de expoliar cualquier zona de Oriente o América Latina, se encarga –honradamente, por supuesto- de suprimir personas indeseadas –las que sean- por un módico precio. Su petición tiene trampa porque su petición no es otra que extermine a todos sus socios. Naturalmente, el director protesta al principio pero tiene que rendirse a la lógica empresarial, además, para colmo se ha enamorado de la audaz periodista, una mujer muy liberada para la época. El mecanismo comercial pone en movimiento toda la plantilla de asesinos profesionales (interpretados por actores cuyos rasgos habrían llenado de gozo a Cesare Lambroso) se pone en movimientos. Los perfiles de éstos son idénticos a los que otras muchas veces el cine más tradicional había empleado para representar conspiradores anarquistas La película tiene verdadera mala uva, es muy dinámica (sobre todo si tenemos en cuenta el sello británico), y está servida con humor y buen hacer por un extenso reparto en el que se incluyen también a Telly Savalas, Curd Jurgens, Anabella Incontrera, Philippe Noiret y Clive Revill...

Hablamos de estos ejemplos, pero podríamos citar otros tantos, pero me dicen que tengo que escribir artículos más cortos

::Fuente: Pepe Gutierrez-Alvarez. Kaos en la Red


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