Aporofobia: cuando los pobres están a nuestro servicio

13 de junio de 2018. Fuente: Contexto

Si quisiéramos determinar cuántas personas en situación de pobreza hay en España “a ojo de buen cubero”, que nunca falla en los guisos, ¿cuántas nos saldrían? No sería sencillo de determinar, porque la pregunta clave es otra: ¿y qué pensamos en nuestra sociedad qué es el estado de pobreza?

Por Sara Menéndez Espina

La respuesta se recoge en el informe El Estado de la Pobreza elaborado en 2017 por EAPN (Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social): en España hay 13 millones de personas en riesgo de pobreza y/o exclusión social y 10 millones de personas con ingresos por debajo del umbral de pobreza. La diferencia entre ambos términos, básica a la hora de poner en marcha iniciativas de intervención social, es la siguiente: el riesgo de pobreza, que se mide a nivel de la Unión Europea con la tasa AROPE (At Risk Of Poverty and/or Exclusion), se refiere a personas que se encuentran más cerca que lejos de una situación de exclusión social y/o pobreza, que a veces van de la mano y a veces no. Esa tasa mide el porcentaje de personas que cumple al menos uno de tres requisitos: (a) tener en el hogar una renta inferior al umbral de pobreza; (b) encontrarse en Privación Material Severa, o (c) vivir en un hogar con una Baja Intensidad de Empleo, es decir, que haya largos períodos en los que las personas del hogar en edad y condición de trabajar se encuentren en desempleo.

La tasa de pobreza hace referencia sólo al indicador (a), que hace alusión puramente a los ingresos. También existe el rango de pobreza severa, relativo a los casos donde el dinero que entra en un hogar mensualmente se sitúa por debajo de la mitad del umbral de pobreza. Por último, hablaríamos de las situaciones de pobreza extrema, que engloba a aquellos que siempre hemos llamado “los pobres”, sobre los cuales existen numerosos estereotipos, prejuicios, tratos vejatorios, situaciones de invisibilidad y, en algunos casos, hasta una “folclorización” de su estado de pobreza o marginalidad (el mendigo pícaro que se convierte en una atracción más de la ciudad).

Cómo ser pobre para no confundir a las clases altas

Parece mentira que, tras una crisis económica como la que nos ha sacudido en estos últimos años, y cuando los Servicios Sociales locales y autonómicos se encuentran desbordados por una demanda altamente superior a lo que sus sistemas de rentas mínimas pueden abarcar, aún tengamos que pensar que la pobreza de un país depende de cuántas personas se encuentren pidiendo limosna en la calle o durmiendo entre cartones en cualquier rincón de donde no sean expulsados.

Como diría una buena liberal, nada como una ducha y ponerse a repartir tu currículum para salir de la pobreza, como si todos y todas iniciáramos nuestra carrera en la vida en la misma casilla de salida y resolver las diferencias fuera una cuestión de mera voluntad. Sin embargo, poco tiempo le queda a la excusa del trabajo como mecanismo de inserción social. La precariedad laboral ha llegado a niveles extremos, hasta el punto de colocar a España en el primer puesto europeo, y séptimo en el ranking mundial, de países con mayor porcentaje de trabajadores y trabajadoras pobres. Personas que trabajan y no superan el umbral de pobreza, y que cada vez generan una mayor alarma social.

Aun así, se sigue manteniendo esa posición paternalista y aporofóbica hacia las personas en situación de pobreza, heredada de la tradición judeocristiana, que les exige que se comporten como pobres, a la vez que se les culpa por serlo y se les estigmatiza. Resulta muy paradójico, porque la ideología liberal conservadora exige a las personas en situación de pobreza que sean identificables, para así poder actuar caritativamente. Pese a esta falsa y compasiva filantropía, el mayor problema de, por ejemplo, las personas sin hogar, es que son literalmente invisibles. Da la sensación de que los dueños de la sociedad de consumo exigen que las personas en situación de pobreza también estén a su servicio: que se identifiquen claramente, para así ellos poder decidir cuándo deben cruzar de acera.

Así, les parece inverosímil que la mujer que nos cruzamos por la calle, bien vestida, hablando por el móvil o con una cajetilla de tabaco en la mano, tenga que elegir entre pagar la factura de la luz o hacer la compra. Porque, si fuera pobre de verdad, olería mal, hablaría sola o no tendría el capricho de hablar por teléfono o desahogar su constante ansiedad en las caladas del cigarrillo.

La estigmatización hacia las personas en situación de pobreza conlleva la asunción de que ellas mismas pueden ascender a otro estatus, pero nunca que los demás podamos convertirnos en pobres, como si se tratara de una puerta que sólo abre en un sentido. Cuando lo cierto es que, si esa puerta se abre, suele ser para ver una poda en nuestro nivel de ingresos y caer, sin darnos tiempo a reaccionar, por debajo del umbral de la pobreza. Basta con preguntar a esas personas mayores de 45 años que acumulan años en situación de desempleo y sobreviven sin vistas a obtener unos ingresos dignos nunca más en su vida.

Con la llegada de la crisis, hace ya diez años, nos apenamos de las personas de asumida “clase media” que tuvieron que pasar por el comedor social, con la esperanza de que fuera una situación temporal. Pero la exclusión social marca mucho, y además se hereda. Se transmite entre generaciones porque la pobreza va mucho más allá de aquello de lo que careces (empleo, calefacción, una dieta sana), sino también a los derechos que no se te atribuyen y no te dejan adquirir. Como excluida social, la persona pobre carece del estatus de ciudadanía (léase a Zygmund Bauman) y, por tanto, también de esos derechos y, por supuesto, de dignidad. Por eso, consideramos las ayudas sociales como un préstamo moral a costa de nuestros impuestos.

Otra situación que agrava las diferencias entre los unos y “los otros” es la notable reducción de las tasas de participación en la vida social, cultural y política (por ejemplo, votar) en los grupos de población en exclusión social. Esto refleja que, como sociedad en conjunto, todos asumimos que “los pobres” van por un lado y el resto por otro.

Por si creemos que esta historia no va con nosotros, tenemos a nuestra disposición una aplicación web elaborada por la OCDE que indica el lugar que ocupa tu hogar con respecto al nivel de rentas del país. Quizá estés tan arriba que no sepas lo que hay más abajo, o quizá te sorprenda lo poco que tenemos la mayoría, incluido tú.


Sara Menéndez Espina. Equipo de investigación Workforall, Universidad de Oviedo.

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