México. Dos años de la matanza de Ayotzinapa

A la intemperie

26 de septiembre de 2016. Fuente: Viento Sur

El 26 de setiembre de 2014, 43 estudiantes de magisterio de la ciudad de Iguala, en el estado de Guerrero, eran secuestrados por policías municipales coordinados con bandas de narcotraficantes. Desde entonces engrosan la gigantesca lista de desaparecidos mexicanos. Brecha se reunió con integrantes de un “plantón”, una suerte de campamento, levantado en Ciudad de México en recuerdo de “los 43”.

Por Eliana Gilet

Llueve de a ratos. En la entrada del “plantón” que se mantiene en recuerdo de los 43 estudiantes secuestrados y los cinco asesinados en 2014, el grupo los Batallones Femeninos rapea: “yo sólo menstrúo cuatro días al mes, tú eres un idiota todo el año”. Toda esta semana, hasta el 26, tiene lugar en todo México una multitud de actividades en conmemoración de la masacre de Iguala. Este plantón se mantiene desde hace bastante más de un año, desde diciembre de 2014, cuando un grupo variado de gente y organizaciones lo montaron en plena avenida Reforma, la avenida de la ciudad, en el cantero frente a las oficinas de la Procuraduría General de la República (Pgr).

La biblioteca está a la izquierda, apenas entrar, y más adelante, pasando el maíz sembrado a la derecha, en el pedazo de tierra que había disponible, aparecen las mesas y la cocina; las carpas se levantan alrededor. El perímetro está rodeado por las fotos de los estudiantes, que apuntan hacia la Pgr. Para “la cotidiana” de los padres de los jóvenes, que tienen una reunión al mes en ese punto, el plantón sirve de base y de apoyo. Allí, en la calle, ofrecían una conferencia de prensa al salir de las oficinas de justicia, precisando sus puntos de acuerdo y discrepancia con la investigación oficial y anunciando las acciones que planifican, como lo hacen cada mes.

Sentado a una de las mesas, Reynaldo señala el portón de madera de la entrada e indica que “el plantón empieza en la alcancía esa que cuelga afuera, y a ver si deja usted algo de dinero cuando sale, para solventar este monumental esfuerzo”. Rey­naldo tiene 76 años y desconfía de las preguntas. Dice que es pesimista y que por eso se guarda lo que piensa. Por ahora cuenta que se alternan para cubrir los días, para que siempre haya gente y nadie se desgaste.

Luis, a su derecha, tiene 20 años y barba. Sonríe. Tiene pinta de estudiante. Lleva poco más de un año apoyando el plantón por los 43 de Ayotzinapa y también por los “presos políticos” que pueblan las cárceles mexicanas y cuyas fotos también están colgadas, así como las de otras personas de­saparecidas. Luis se integró poco a poco, a través de otros compañeros que conocían el lugar. “Aquí somos gente con distintas ideas, no hay una que predomine; hay muchas personas que se acercan, y yo aprendí mucho de otro tipo de luchas. Ninguno de nosotros tiene un parentesco directo con los estudiantes desaparecidos en Iguala, pero sí hay un sentimiento. Si esto nos hubiera pasado a nosotros, ellos, los 43, estarían buscándonos.”

¿Por qué hacer un plantón en el medio de la ciudad? “Para mostrarle a la gente que la lucha no ha pasado, que seguimos buscando mantenerla viva, pero no somos nomás nosotros, hay mucha gente atenta y haciendo algo.”

Explicar la importancia que el ataque a los normalistas de Ayotzinapa tuvo para este país no es tan relevante como señalar algunas de sus consecuencias. Uno tras otro los familiares de desaparecidos de distintos puntos de la república, que vivían sus procesos de dolor y búsqueda más o menos aisladamente, señalaron una de esas consecuencias, quizás la más básica: la necesidad de buscar a los desaparecidos, de no dejar que el olvido gane la partida. “Si los padres de los 43 buscan, nosotros también podemos”, destaca Luis. Otra fue una toma de conciencia de la fuerza de cierta mecánica del horror, que venía acechando a los normalistas secuestrados desde al menos diez años antes y que se sintetizó en un lema que se hizo carne: “Fue el Estado”.

“Explotó la olla, duele, es nuestra gente, nuestro país. Fue un gran abuso de poder y creo que los padres, con dignidad, exigen justicia con sobrada razón.” Rosa María, 74 años, lo vivió en carne propia durante otro período duro, el de la presidencia de Carlos Salinas de Gortari, en la década del 90. Ella misma sufrió que sus hijos fueran torturados por integrantes del Ejército cuando dieron alojo a un luchador social en su pobre casa. Adrián, de 37 años, cierra la ronda: “Ayotzinapa es un parteaguas en esta compleja sociedad mexicana. Tiene todos los elementos de una desaparición forzada, que no son algo nuevo tampoco, porque ya se practicaban en 1969. La diferencia es que antes directamente los mataban, se multiplicaban las ejecuciones extrajudiciales. Hoy es otra la práctica”. Ayotzinapa sucedió una vez que el norte del país ya había sufrido un recrudecimiento “bien cabrón” de las desapariciones masivas. “En este caso hubo una reacción inmediata, que no sé por qué fue”, admite Adrián.

Necropolítica

Las lonas que hacen de techo suenan cuando las levanta el viento que viene a vaciarlas del agua acumulada a unos metros de la mesa en donde estamos sentados. Nadie parece inmutarse, como si estos jóvenes y veteranos hubieran nacido a la intemperie.

Muchos de los que se acercan tienen presos o desaparecidos en sus familias, otros tantos no. Pura sociedad civil que, como en cualquier proceso similar, tuvo y tiene altibajos. Pero todos acuerdan en que, si “los padres” no se han rendido, ellos tampoco pueden ni deben hacerlo. Llevan 629 días de convivencia, y han aprendido a bancarse. Esa es otra de las consecuencias del ataque a los normalistas: la lucha por la “presentación con vida” de los 43 ha llevado a gente de diversa estirpe a aunarse y “vivir un proceso de tolerancia”, todo frente a los ojos de la gente que pasea por una de las zonas más coquetas de la ciudad.

Hay otro punto en el que los “plantonistas” están de acuerdo: el efecto devastador de las campañas mediáticas. “La gente tiene idea de quién cometió este crimen, pero cuando viene y platica con nosotros nos dicen ‘ya están muertos’, tal y como se promueve desde arriba para cerrar el caso sin que nada se resuelva. Desde que comenzaron la guerra contra el narco, en 2006, la gente tenía idea de lo que sucedía, pero con Ayotzinapa armó ese rompecabezas.” Ya no se contentaron las familias con una caja de cenizas, y la afirmación de la justicia “fueron Los Zetas” (en alusión a uno de los cárteles de narcotraficantes) ha sido internalizado por la sociedad.

Se estima que en los últimos diez años fueron desaparecidas entre 27 mil y 30 mil personas, y asesinadas otras 50 mil. La gran mayoría de ellas han sido víctimas de las fuerzas regulares de represión.

“El gobierno afirma que aumenta la violencia porque hay narco, pero en este país siempre ha habido narco”, dice Serafín, sumándose a la conversación. “Para lo que sirvió el narco fue para crear un enemigo interno, culpable de todos nuestros dolores, con lo que se diluye la responsabilidad del Estado en esta situación. ¡Y hay gente que lo cree! Que acepta que a su familiar se lo llevaron Los Zetas o Los Templarios. Incluso nosotros, al primer lugar que fuimos a buscar a los estudiantes, a los 15 días de su secuestro, fue a los cerros de Iguala: estábamos buscando fosas, los estábamos buscando muertos.”

Serafín se remonta al año 2006, a la represión en San Salvador Atenco, un pueblito del estado de México que resiste aún la construcción de un nuevo aeropuerto para la capital (véase Brecha, 6-V-16). Fue terrible la represión en aquella ocasión, que incluyó agresiones sexuales de policías a un grupo de mujeres, un hecho por el que se ha condenado internacionalmente al Estado mexicano. “Vimos cómo, sembrando el terror, nos sometieron entonces a una despoblación estratégica de ciertas partes del país. ¿Por qué sucedió en el norte? Porque allí se encuentra la cuarta reserva más grande de gas natural en el mundo, la cuenca de Burgos. Si no hay gente, no hay quien se oponga a sus proyectos extractivos”, apunta Serafín.

“Creo que Ayotzinapa no fue algo que hubiesen planeado, sino que se les salió de las manos. Y en eso es importante la hipótesis planteada por el Grupo Interdisciplinario de Expertos Internacionales (Giei), lo del quinto autobús como parte de la ruta del tráfico de drogas hacia el norte.”

Desde que elaboraron su primer informe, al año de la masacre de Iguala, los miembros del Giei sostuvieron que en el quinto autobús que tomaron los estudiantes para trasladarse a Ciudad de México a conmemorar un nuevo aniversario de la masacre de Tlatelolco estaba la clave de su secuestro. Los jóvenes ignoraban que ese ómnibus estaba acondicionado para el traslado de droga hacia el norte de México, y se lo llevaron sin sospechar el infierno que se les venía encima. “Desde la década del 60, en el estado de Guerrero hay señales de colusión entre el Ejército y el narco. Al propio Lucio Cabañas (maestro y líder guerrillero de los sesenta y setenta) lo entregaron dos narcos al Ejército cuando lo toparon en la sierra, en 1974.” El Partido de los Pobres, integrado por Cabañas, había secuestrado ese mismo año a Rubén Figueroa Figueroa, caudillo del Pri que fue pieza central de la guerra sucia en los setenta y de la coordinación con el narcotráfico. Los Figueroa Figueroa son la familia dominante en Huitzuco, un municipio vecino de Iguala al que se señala como destino final de los estudiantes, según un testimonio recabado este año por la Comisión Nacional de Derechos Humanos. “¿Por qué el presidente de la república y toda su estructura meten las manos para manipular la verdad y proteger a un municipio como Huitzuco? Porque hay un poder mayor al del presidente que lo quiere así”, dice Serafín, y coinciden todos en el plantón.

“Soy pesimista y creo que estamos en un proceso de descomposición muy fuerte. Como en el 68, cuando se resistió para intentar parar y bloquear la represión, pero eso no evitó Aguas Blancas, tampoco Acteal”, afirma Reynaldo, el veterano, aludiendo a dos masacres cometidas por fuerzas policiales y parapoliciales, la primera en 1995 en el estado de Guerrero y la segunda dos años después, en Chiapas.

“Tampoco detuvo a Nochix­tlán”, apunta otro, en referencia a las nueve personas asesinadas el 19 de junio último por la Policía Federal en el pueblito mixteco de la sierra de Oaxaca, durante la resistencia al avance de la reforma educativa. “La reforma educativa, la reforma energética y otras reformas liberales por el estilo sólo pudieron ser aprobadas cuando la gente que las resistió estuvo lo suficientemente aterrorizada. Las reformas del despojo son las leyes que requiere el capitalismo para un nuevo proceso de acumulación”, dice este joven.

Epílogo

En agosto, Tomás Zerón de Lucio, director de la Agencia de Investigación Criminal de la Pgr y coordinador de las investigaciones oficiales sobre la matanza de Ayotzinapa, renunció a su cargo. El Giei lo había acusado –apoyándose en evidencias– de diversas manipulaciones. Fue él, señaló el grupo de expertos, quien “plantó” restos humanos en el río San Juan y quien construyó la “verdad oficial” de que los cuerpos de los 43 estudiantes habían sido quemados en el basurero del municipio de Cocula, un relato desmentido por los antropólogos y otros especialistas que han trabajado en el caso. Los padres de los 43 habían cortado el diálogo con la Pgr hasta que Zerón fuese separado del cargo y entregado a la justicia.

Los familiares de los normalistas y los grupos de derechos humanos luchan actualmente por la sanción de una ley que tipifique el delito de desaparición forzada adecuándose a los estándares internacionales. La que existe actualmente, presentada por el gobierno de Enrique Peña Nieto en diciembre pasado, si bien recoge algunas de las exigencias de las organizaciones de defensa de los derechos humanos, excluye de eventuales sanciones penales a integrantes del Ejército y de los cuerpos policiales, y no contempla el armado de un mecanismo nacional de búsqueda de cuerpos de desaparecidos. Por el contrario, atribuye la responsabilidad de las investigaciones a los distintos estados. “Todos sabemos que las entidades locales están permeadas por la delincuencia”, comentaron representantes de colectivos de familiares de desaparecidos.

En el plantón, el sentimiento lo resume Adrián: “Estamos en un momento en que la sociedad tiene que evolucionar en sus formas de resistencia”.


Fuente original Brecha

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