“No estoy aquí para entreteneros”

Nina Simone

12 de mayo de 2015. Fuente: Pikara

Desafiante, contestataria, peleona. Nina Simone poseía todos los rasgos de carácter que raramente se le perdonan a una mujer. Luchó contra molinos de viento para convertirse en la primera concertista negra de piano clásico, aunque las circunstancias la empujaron en otra dirección: ser una de las pocas mujeres en el mundo del jazz que destacó a la vez como cantante, arreglista, instrumentista, compositora y activista.

Nina Simone en 1982, durante un concierto en Francia./ Roland Godefroy

Cannes, 1983. Una velada típica con Nina Simone. La artista cruza el escenario y se sienta ante su piano Steinway, mientras comienza a dar pequeños sorbos de una botella de bourbon. Todavía no ha tocado ni una sola nota, cuando de repente mira hacia el público y algo le hace saltar como un resorte: “¡Que se jodan los que llevan esmoquin o joyas! ¡Yo no he venido a cantar para esos gilipollas vestidos de gala!”. Nina no tiene una mala noche: se trata de su puesta en escena habitual desde hace años. Es su manera de advertir que cuando canta ‘Mississippi Goddam’, su feroz respuesta a los asesinatos raciales en el sur de los Estados Unidos, o cuando se sumerge en la escalofriante ceremonia vudú de ‘I Put A Spell On You’, lo hace fuera de los confines del entretenimiento banal.

En Cannes estaban sobre aviso, pues un episodio similar había ocurrido seis años atrás, en la misma ciudad, ante una audiencia muy parecida. “Nunca seré vuestra payasa. Me entrené en este oficio durante seis, catorce horas al día. Estudié y aprendí a base de práctica. No estoy aquí para entreteneros”. La mitad de la audiencia abuchea y le exige que cante, la otra mitad apenas consigue reaccionar. “¡No soy Louis Armstrong, no os voy a pintar una sonrisa en la cara!”. La furia de Nina Simone era impredecible, pero no caprichosa. Lejos de reflejar las veleidades de una diva, brotaba desde raíces muy profundas. Tanto que, a sus cincuenta años, su mente continuaba clavada en Tryon, Carolina del Norte, donde era una niña ardiendo de rencor por todas las limitaciones que le imponía el color de su piel.

Cinco décadas atrás era simplemente Eunice Kathleen Waymon, la bebé entusiasta que asombraba a su padre, un mestizo golpeado por la crisis del 29, interpretando al órgano sus himnos religiosos favoritos. La economía familiar, apenas sostenida por el sueldo que su madre ganaba como empleada doméstica, no permitía sufragar la educación musical de Eunice, pero la niña no se rendía: aprendía a base de entusiasmo e intuición, cabalgando de forma autodidacta entre la tradición espiritual del gospel y el mundano blues rural. Muy pronto, sin embargo, la irrupción de una figura benefactora contribuyó a ensanchar las aptitudes y los intereses de Eunice: con su propio dinero, la mujer para quien su madre trabajaba de asistenta introdujo a la pequeña en el mundo sofisticado y monacal de Miss Mazzy, la profesora inglesa que le inculcó el amor a Bach y la música clásica europea.

Fue una etapa de revelaciones agridulces. Junto al descubrimiento de Bach, que tanto le estimuló a la hora de emprender nuevas y complejas exploraciones musicales, Eunice conoció la deshonra de tener la piel negra. La primera señal de que algo no iba bien se presentó una mañana, de camino a sus clases diarias de piano: tras comprar un sándwich en una cafetería, el dueño la invitó a comerlo fuera, lejos del contacto con la clientela blanca. No fue la última, tampoco la peor. Cuando cumplió diez años, todo estaba preparado para su debut como pianista clásica en la biblioteca de Tryon. Fue la tarde en la que su padre y su madre fueron obligados a ceder sus asientos en primera fila a un grupo de espectadores blancos. Y también la tarde en la que Eunice descubrió su poder como artista, cuando se negó a comenzar su actuación hasta que su familia volviese a ocupar las localidades que les correspondían. Además, el episodio detonó su futura inmersión en el Movimiento por los Derechos Civiles, y su compromiso con la lucha por la libertad y las reivindicaciones de la población afroamericana en EEUU.

Se estaba forjando una artista batalladora e incorruptible, que además continuaba formándose en la soledad de una corredora de fondo. Dispuesta a volar en solitario, huyendo de la generosidad ajena, Eunice se convirtió en profesora particular de piano y acompañante en clases de canto, mientras soñaba con ser la primera concertista negra de piano clásico. Finalmente, depositó sus esperanzas en una importante beca de estudios, con la intención de ingresar en el prestigioso conservatorio Curtis, en Filadelfia. Pero su solicitud fue rechazada, en una decisión que todas las biografías coinciden en identificar como un nuevo episodio de racismo. Eunice se encalleció definitivamente, redoblando su rabia: “De una frustración como ésa nunca se vuelve. Dediqué mi niñez a cambio de nada. Fue como si toda mi familia, mis profesores e incluso mi comunidad me hubiesen mentido durante todos esos años, alentando un sueño que sabía imposible”. Tuvo que conformarse con tocar cada noche en un tugurio irlandés de Atlantic City, Nueva Jersey, mediante un trato innegociable: no podía limitarse a teclear su piano. Si no cantaba, no cobraba. Fue en su primera noche frente a una audiencia noctámbula cuando Eunice Waynon se convirtió en Nina Simone.

Nina era el apodo cariñoso con el que la llamaba su novio de entonces. Simone, su homenaje a la actriz francesa Simone Signoret. Una nueva identidad para mitigar la vergüenza que le producía el hecho de tocar música diabólica, frente a un público tabernario, mientras sus expectativas continuaban ancladas en la música de cámara. A cambio, Nina reinventó su estilo, absorbió todos los sonidos que pudo (jazz, soul, pop, clásica) y terminó por convertirse en un género en sí misma. El bullicio de Atlantic City fue tan importante en su carrera como el silencioso mundo de clausura de Miss Mazzy. En aquel local, a través de noches interminables, aprendió a desarrollar nuevos trucos escénicos para imantar a una clientela exigente y con poca capacidad de sorpresa. Sus recursos musicales se multiplicaron: Nina comenzó a saltar sin prejuicios de Bach a Duke Ellington, y de Ellington a Gershwin, a menudo en un mismo fraseo de piano. Incorporó a su repertorio los éxitos populares de la época, enriquecidos con trucos que asimilaba de la chançon francesa o el cabaret. Se curtió en el arte de la improvisación, comenzó a escribir su propio material y trabajó duro para demostrar que su arte estaba destinado a romper fronteras. En 1957 grabó su primer disco. Dos años después, había pasado de tocar en clubes cubiertos de serrín a triunfar en el Carnegie Hall. Sus padres recibieron una noticia buena y una mala: “Estoy donde siempre soñasteis que iba a llegar, pero no precisamente tocando a Bach”.

A medida que afianzaba su estatus como estrella de jazz, y al tiempo que su música ganaba en hondura y amplitud cromática, la personalidad contradictoria y voluble de Nina comenzó a estallar en los lugares más insospechados. Era capaz de escribir las canciones más descarnadas sobre el desamparo de las mujeres negras en EEUU (‘Four Women’), pero se revolvía cuando alguien comparaba la potencia de sus interpretaciones con las de una “drogadicta” como Billie Holiday: prefería distanciarse de las heroínas del jazz de biografía turbulenta, alegando que su arte pertenecía a la esfera de la música clásica negra.

Se mostraba solidaria con las reivindicaciones del movimiento por los Derechos Civiles, pero condenaba a sus músicos a trabajar a cambio de sueldos mezquinos.

Aprendió a no pactar con nadie: despreciaba por igual a la gente blanca, aunque en su repertorio abundasen los temas procedentes de la cultura pop blanca del momento. Sin embargo, cuando escuchamos sus versiones, no es difícil imaginarla mascando una cierta arrogancia, consciente de que puede empujar cualquiera de esas canciones hacia nuevos territorios. Sucede con ‘My Way’, donde Nina trota entre congas, transformando la impertérrita lectura de Frank Sinatra en una mueca de desprecio ante una Norteamérica irrespirable, en un himno feminista. O con ‘Revolution’, su concienzuda reconstrucción del tema homónimo de los Beatles, donde altera el texto original hasta despedazar el mensaje reaccionario de John Lennon.

A finales de los años sesenta, seducida por el programa político de los Panteras Negras, Simone estaba más interesada en la canción como motor de cambio social que en la explotación de clichés románticos, y en este clima registró algunas de sus obras más incendiarias: es el caso del álbum ‘Nuff Said!’ (‘¡Basta Ya!’), sobrevolado por el cadáver aún caliente de Martin Luther King; o del tema ‘To Be Young, Gifted And Black’, elegido como “himno nacional negro” en el Congreso para la Igualdad Racial. Hasta que, en 1969, decidió que EEUU no merecía más canciones suyas, y que se estaba dejando la piel en vano. Y entonces puso tierra de por medio. “Del país que habíamos soñado con construir en los años 60 –declaró- sólo queda una pesadilla: Nixon en la Casa Blanca y la revolución negra transformada en música de discoteca”.

Perseguida por motivos fiscales, tras negarse a pagar impuestos en protesta por la guerra de Vietnam, y posiblemente investigada por el FBI, Nina abandonó EEUU con la firme decisión de no regresar jamás. Recorrió el mundo entero en busca de un lugar en el que echar raíces, sus entregas discográficas se espaciaron cada vez más, y terminó derramando su arte en giras interminables, a menudo dominadas por un ambiente belicoso. Fuera del escenario, se había convertido en un volcán incontrolable, capaz de abrir fuego contra ejecutivos discográficos o vecinos molestos. Tampoco alcanzó el sosiego entre el calor del público, que una y otra vez contribuía a reabrir heridas nunca cicatrizadas. “Jamás pensé que terminaría tocando ante audiencias que seguían hablando y bebiendo mientras toco el piano. Así que me dije que, si no quieren escuchar, mejor que se vayan a casa”.

Pese a sus promesas, Nina volvió de forma intermitente a EEUU, la casa que el azar le había impuesto por nacimiento, pero nunca se quedó en ella. Fallecería en 2003 en Carry-le-Rouet, en su exilio francés, honrada con un funeral donde sonó el viejo éxito de un cantante belga: ‘Ne Me Quitte Pas’, de Jacques Brel. Un tema cuyo tuétano había sido mordido por ella misma en una de sus interpretaciones más conmovedoras.
Desde entonces, no han sido pocos los intentos por desactivar sus canciones. Y aun retorcidas en remixes, insertadas en malas películas, deshuesadas en anuncios publicitarios, continúan manteniendo intacta su potencia. Basta con escuchar su apropiación gospel de ‘My Sweet Lord’: Nina atravesando la canción con su característico trémolo, exprimiéndola con gozo durante casi veinte minutos, como si el original de George Harrison nunca hubiese existido. Nina estallando en cualquier parte, como siempre hizo.


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