Crítica a En deuda de David Graeber - I

20 de febrero de 2013. Fuente: No Interest But the Interest of Breathing

Primera parte de la traducción para N50 de Jaime Sánchez, Laura "Gaelx" y DGA del texto No Interest But the Interest of Breathing, una extensa y contundente disección del exitoso libro del antropólogo anarquista David Graeber titulado En deuda - una historia alternativa de la economía.

Clinical Wasteman - Mute

When I tell any Truth it is not for the sake of Convincing those who do not know it, but for the sake of defending those who do – William Blake

Esto no es, en ningún sentido normal, una revisión del libro de David Graeber, un erudito que no un especialista, con frecuencia brillante y siempre defensor a ultranza de la destrucción de las actuales relaciones sociales. Las fuentes históricas, antropológicas y teóricas de Graeber hacen imposible minimizar aquí esta cuestión [1]. En lo que sigue, Clinical Wasteman elige el momento en el que el recorrido del autor por cinco mil años de historia se cruza con el capital emergente, con el objetivo de sugerir que cualquier idea de destrucción del capital puede precisar de un punto de vista diferente, en el que la impersonalidad no es el enemigo.

Esta obra de un antropólogo anarquista se ha citado con entusiasmo en el Frankfurter Allgemeine Zeitung y ha sido promocionada por Gillian Tett, ex antropólogo y editor del Financial Times US, además de haber recibido elogios en las secciones culturales de la prensa burguesa más seria. El porqué de estas alabanzas es algo por lo que merece la pena preguntarse, porque Graeber evita conscientemente los atajos habituales que permiten la aceptación neoliberal de las polémicas izquierdistas: el libro no es ni una enumeración de atropellos morales ni un ejercicio académico que silencia discretamente el actual antagonismo social. La tesis de Graeber está libre de las formas positivistas que limitan la evaluación de las Humanidades, su obra muestra una implacable hostilidad contra el capitalismo o, al menos, contra el orden social que lo rodea o que ve, que pueden no ser lo mismo. Una de las razones que explican la recepción del libro en el FT y el FAZ puede ser la disposición de Graeber para reclamar la autoría del peores eslogan político de la historia reciente. En lugar de avergonzarse de “somos el 99%”, ha defendido con vehemencia su relación con el lema. Desde luego que la actual tendencia a maquillar el movimiento “Occupy” no debe tomarse a la ligera, pero esas tendencias no supusieron una preocupación para los comentaristas que dedicaron sus más sesudos análisis tanto a las declaraciones públicas hechas en nombre de “Occupy” como al la obra de Graeber. Estos periodistas –o algunos de ellos– no han perdido el juicio. El conocimiento de los aspectos técnicos de la actual crisis de deuda hace que les resulte complicado ignorar las contradicciones de la deuda, el alcance de la crisis y la confrontación social que ha provocado. De modos muy similares, las declaraciones de Occupy y la obra de Graeber ofrecen a los expertos una oportunidad irresistible y suponen una invitación a hablar todo lo que quieran sobre las contradicciones sociales y la crisis sin referirse a la producción, el trabajo o la clase. La noción de la “insostenibilidad” del capitalismo se desliza con frecuencia en los medios de comunicación capitalistas cuando lo referente al capital en sí queda fuera de toda discusión.

Todo esto puede ayudar, o no, a explicar la popularidad de los respetables comentaristas de Graeber, pero no hace a este responsable de nada de lo que dicen. Criticar a un autor no marxista por utilizar de forma negligente las categorías marxianas sería una vanidad propia de profesor vitalicio. Incluso un libro que apunte directamente al nicho de mercado de la ideología dominante –que no es el caso de este­– puede contener alguna crítica del poder: en su obra Graeber cita algunas veces a Michael Hudson, quien abiertamente pretende salvar al capital de sí mismo, lo que resulta un buen ejemplo. Si algunas partes de Deuda - una historia alternativa de la economía son inquietantes no es porque puedan agradar a los columnistas reformistas, sino porque los momentos más radicalmente anticapitalistas apelan a un “comunismo” con minúsculas apenas distinguible de la “comunidad”, por ejemplo la excusa preferida para el control social que el autor rechaza sinceramente.

Graeber no está comprometido con un punto de vista sectario. Quiere desechar toda la económia política occidental (en su visión de lo que Marx caracteriza como un problema menor) y poner otra cosa en su lugar. Así, con el fin de lograr una refutación convincente del “mito del trueque” en general, y del uso que de él hace Adam Smith en particular, se pregunta por qué los economistas posteriores no abandonaron dicho mito junto con otras partes incómodas del pensamiento de Smith, por ejemplo la “teoría del valor-trabajo”. Se permite este chiste antes de lanzarse a una serie de capítulos sobre etnografía e historia antigua previos a la confirmación por parte del autor de que sí, que es lo que quiere decir y que tratará de confirmarlo. Pero la confirmación no implica ninguna discusión posterior sobre el trabajo en relación con la deuda, el dinero o el valor. Lo que se presenta en su lugar es el marco categorial completo del materialismo en el que en ningún momento aparece la teoría del valor.

La parte más sólida del libro es una descripción en dos capítulos de la determinación recíproca de las formas del dinero, el estado y la religión/ideología en Asia, Europa y algunas zonas de América entre el 800 antes de Cristo y el 1450 de nuestra era, es decir, la “Era Axial” y la “Edad Media”. Esta sección contribuye a una corrección del eurocentrismo de la historia ortodoxa de la economía y del marxismo, y supone el mejor acercamiento desde la perspectiva de la historia materialista al tratamiento de los orígenes económicos de la cultura y a la articulación cultural de la economía. A Graeber no le gustaría que le denominaran materialista, y tendría razón. Primero porque su perspectiva económica, desde el 800 antes de Cristo hasta nuestros días se basa casi únicamente en el intercambio o la circulación, ninguna categorías triviales, pero tampoco que puedan separarse de la producción y sostenerse por sí mismas en la vida material. Y todo porque su atención en la cooperación social y la agitación a lo largo de muchos siglos y en la mayor parte del mundo está subordinada a una sencilla estructura transhistórica en la que los “ciclos de la Historia”, en todas partes, producen una alternancia entre las economías (o los sistemas de circulación) del “crédito” personal y la “moneda” impersonal [2].

La descripción detallada que aparece en estos capítulos tiene como objetivo hacer un ataque explícito al “materialismo” que aparece como un cientifismo atrofiado superado en los pasajes históricos semi-materialistas propios de Graeber. El llamado materialismo que el autor descubre que florece durantes los períodos de “economía monetaria” de la Era Axial en adelante –asociado con la cuantificación para la venta­ de los objetos inertes– se identifica rígidamente como uno de los lados de un crudo dualismo en uno de cuyos lados siempre está implícito el otro, sin importar que el complemento ideal sea una construcción teológica o el ojo/yo “objetivo” del observador empírico (por ejemplo un antropólogo social). El modo de Graeber de expresarlo es, al menos, original: en lugar de llamar la atención sobre el idealismo de la ciencia positiva (un proyecto inacabado que daría la bienvenida a cualquier ayuda), ¡descubre el escandaloso materialismo de la espiritualidad de la Era Axial! Dejando a un lado la sorpresa retórica, es falaz etiquetar como “materialismo” el dualismo metafísico de la racionalidad académica, comercial y política. El pensamiento materialista ha negado este dualismo en sus formas científica y espiritual antes de Newton o Kant e incluso después (Spinoza, Milton, Marx, Iggy Pop...), oculto por un idealismo dialéctico que presiona por envolver más que expulsar a los mundanos (Bruno, Hegel, Blake, John Coltrane... ¿y Graeber?). El problema con el materialismo no es que esté relacionado con el clericalismo técnico y la contabilidad espiritual que conceden al capital su sentido metafísico; más bien, la negación materialista se marchita como forma de curiosidad culturalmente tolerada mientras que las prácticas sociales de negación correspondientes provisionalmente se mantienen.

Hay que recordar que lo que Graeber llama materialismo es en realidad la cuestión/espíritu del dualismo negado por los materialistas desde la escolástica monista hasta los alborotadores dialécticos, la historia de esta ciencia agotada que aparece y reaparece con más o menos condiciones sociales mercantiles es útil. Pero la insistencia en el término “materialismo” como nombre parta referirse al componente ideológico de las “economías monetarias” no ayuda puesto que remite a un significado en la lengua de uso común (realmente compuesta más por una serie de lugares comunes de las prédicas de los periódicos que por cualquier lengua hablada): “materialismo” como un interés indecoroso por la pura mercancía, o sencillamente “codicia”. Como en: “los banqueros/raperos camorristas/nosotros consumidores occidentales son superficiales y materialistas y hay que volver a llevarlos a los valores espirituales/comunitarios”. A diferencia de los ideólogos aficionados y profesionales que realmente dicen ese tipo de cosas, Graeber no desea una renovación espiritual como sustitutivo de la satisfacción de necesidades materiales. Pero desaprueba el materialismo en el sentido vulgar de la palabra por lo que restringe el término: no muestra ninguna comprensión con el principio elemental de que la codicia proletaria es buena.

El desprecio por la “simple” satisfacción material alinea a Graeber con muchos post-situacionistas y algunos (no todos) teóricos de la “comunización”, quienes asimismo suponen que cualquier revolución debe ser primero antropológica: una autosanación colectiva de la “alienación” psicológica que hará que la alineación del trabajo en la mercancía se derrita como efecto secundario. Una de las mejores respuestas a esa forma de pensar fue un ataque preventivo que partió de un ahíto profesor universitario burgués casi treinta años antes de que la “liberación” cultural se asociara por primera vez con el atrincheramiento material en respuesta a los “sucesos de 1968”. “Solo hay sensibilidad en las exigencias maximalistas: que nadie vuelva a pasar hambre jamás”. Solo “una humanidad que ya no conoce el deseo empezará a presentir de lo ilusorio, fútil de los arreglos a los que se ha llegado con el fin de escapar del deseo, que utilizaba la riqueza para reproducir el deseo a una escala mayor” [3].

Los riesgos de la polémica contra el “materialismo” resultan más claros cuando se aplica inmediatamente después el mismo tratamiento a el/los “interés/ses” (como “egoísmo”), seguramente un tema con menos defensores. Graeber empieza con el “egoísmo” en Hobbes, señala que comparte origen etimológico con interés [4] en el sentido de interés de una deuda, y a continuación se adhiere a una definición tan estrecha que ningún teórico de los mercados de oferta/racionales aceptaría. “Self” refiere estrictamente a deseos individuales sin contradicciones y sin ningún vínculo con el apego a algo externo. “Interst” no se refiere, en general, a la propensión al dolor y al placer o la destrucción y la perpetuación, sino estrictamente a “la búsqueda continua del beneficio”. Esta fórmula reduccionista sirve al propósito de ocultar la condena moral, pero lo mismo que en el caso del materialismo, o bien excluye o calumnia la mayor parte de lo que la palabra en cuestión significa.

El propósito de Graeber es señalar que el cálculo personal de coste beneficio llamado “egoísmo” en una tradición que va desde Hobbes hasta el presente no se parece en absoluto a la madeja formada por las necesidades, los impulsos y las limitaciones que realmente determinan la interacción social de los humanos. Esto es cierto en gran medida, pero no hay ninguna razón en primer lugar para aceptar un reduccionismo hobessiano/de la Escuela de Chicago del ámbito de los intereses subjetivos (incluyendo los colectivos) a una simple contabilidad de beneficios perdidos hecha por individuos sencillos. Una vez admitida la caricatura, entonces casi todo queda fuera, pero ¿cómo de grande es lo que queda como para poder ser comprendido? Graeber sugiere que el “amor y la concordia, pero también la envidia, el rencor, la entrega, la lástima, el deseo, la vergüenza, el sopor, la indignación y el orgullo” son las auténticas “motivaciones” humanas. Se supone que la lista no es exhaustiva, pero su contenido exclusivamente psicológico e individual no deja de ser impactante. Unas páginas después se acusa a Adam Smith de ignorar “el papel de la benevolencia y la malevolencia en las relaciones económicas” De ese modo un ámbito de “interés” individual, competitivo y estrecho se opone a una esfera de desinterés que contiene toda la moralidad personal. Así son los materiales analíticos y estratégicos que dejan a todo el mundo con la esperanza de comprender y cambiar la realidad sin prestar atención a los intereses contradictorios, cambiantes y mediados que constituyen animan y quiebran a los sujetos sociales.

Una concepción dinámica de los intereses impersonales no es algo peculiar del marxismo o de otra visión excéntrica: la supremacía política burguesa no habría llegado tan lejos sin esta concepción, como tampoco la clase dominante podría haberlo hecho sin un mundo de moralidad personal destinado a la educación de las clases inferiores. Graeber señala la transferencia del término “interés” desde la contabilidad a la filosofía social de Hobbes (Leviathan, publicado en 1621), pero ese no fue el “pistoletazo de salida” como él reclama. La palabra estaba bien consolidada en el vocabulario político del inglés a mediados del siglo XVII, sin duda como parte de la ideología de los propietarios, pero no en un sentido tan estrecho como el de “la penalización por el retraso en la devolución de un préstamo”. Más bien, adelantándose a un argumento repetido en contra de la extensión de la franquicia en el siglo XIX, los propietarios afirmarían –en contra del arbitrario poder real y de la inútil chusma sin tierra– su interés en el país. En el término “interés” se combinan en la actualidad los significados expuestos tanto en el lenguaje financiero como en la lengua común derivándose el significado en la segunda del sentido en el primero. La propiedad de la tierra y/o del capital es equivalente a algo en juego, algo que perder con la evolución del estado y eso es lo que justifica la reclamación de tener voz y voto en el gobierno. Esta doctrina, que contribuyó notablemente a la legitimación de la política burguesa, al mismo tiempo supuso el germen de su derrocamiento. La contradicción se hace patente en la voz de Oliver Cronwell en los debates de Putney en 1647 (cuatro años antes de Leviathan), donde, momentáneamente, más de un futuro pareció alcanzable. “¿Dónde está el límite”, preguntaba, si las elecciones son abiertas para “los hombres cuyo único interés es el de respirar? [5]. El “interés de respirar” no es una ironía retórica, el exitoso poder burgués desde 1640 ha seguido el ejemplo de los generales de Cronwell y se ha tomado el solo interés de respirar lo bastante en serio como para planear su represión, división y corrupción.

Sin esta comprensión de los intereses como algo contradictorio, confuso, inestable propio de los contradictorios, confusos e inestables sujetos, es imposible comprender la guerra eterna entre quienes solo quieren respirar y, por consiguiente, imposible pensar en superarla, a menos que se espere que pueda ser superado por un esfuerzo supremo de voluntad moral. De ahí el anatema lanzado más arriba contra el eslogan del 99%. Aun concediendo a quienes lo proponen el beneficio de la duda y suponiendo que el porcentaje en cuestión pretende hablar más de lo global que de lo nacional, no el 99, sino el 100 por cien de la población del planeta comparte un interés abstracto –o un interés concreto infinitamente mediado– por la abolición de la forma-valor que, a la larga, supone la aniquilación de la humanidad. Pero la separación en 99-1 deshace cualquier sueño inocente en ese sentido. Afirma una oposición evidente –algo que suena, en fin, a conflicto de clases– y pone nombre a los dos lados. Aunque esos dos lados no sean clases; no están definidos en términos de interacción material sino demográficamente, por ejemplo por las identidades personales: sea el número que sea (setenta millones, el uno por ciento de siete mil millones) de los individuos más ricos contra el resto del mundo. Los partidarios más refinados objetarán que “el 99%” es solo un eslogan, no se puede entender como un análisis, pero cuando un eslogan se repite con tanta frecuencia merece la pena considerar lo que se infiere de las palabras que lo forman. Lo que en este caso es, si no la perfecta identidad entre quienes componen respectiva mente los grupos del 99 y el 1 por ciento, al menos sí el desprecio de los posibles conflictos internos. Así, por ejemplo, es fundamental la diferencia entre una abogada londinense con una gran hipoteca (no deja de ser del 99%) y un multimillonario propietario de un fondo de inversiones con grandes propiedades, mientras que la diferencia entre la abogada y la niñera sin permiso de trabajo que contrata a media jornada no lo es. Y los conflictos entre los trabajadores emigrantes africanos en Sudáfrica y los trabajadores locales, también africanos, que los asesinaron en los pogromos de 2008 fueron solo un trágico malentendido, a menos que fueran producto de una falsa conciencia de clase o una explosión de pecados individuales. E igualmente irreal es la contradicción interna, como proletario represor de proletarios, que vive un mal pagado especialista en ejercer la violencia –contratado, digamos por G4S [6] como policía privada o por una organización “criminal”.


Notas

[1Quien no haya leído el libro y quiera conocer su contenido articulado en los términos del propio Graeber debería acudir a esta entrevista y este artículo.

[2No, Giambattista Vico no es mencionado en el texto ni en la abundante bibliografía

[3Theodor Adorno, ’Sur l’eau’, Minima Moralia: Reflexionen aus dem beschädigten Leben, 1951

[4Egoísmo en inglés es “self-interest”. N del T.

[5Christopher Hill, God’s Englishman, London: Penguin, 1970

[6Más o menos una organización de mercenarios http://www.g4s.com/ N del T.

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