Crítica a En deuda de David Graeber y III

12 de marzo de 2013.

"En un artículo de Mute de hace unos años, también llamado ’En deuda: una historia alternativa de la economía’, Graeber sobresalió como un escritor izquierdista poco común que estaba dispuesto a reconocer la única verdad que Margaret Thatcher dijo jamás: la sociedad no existe. En ese artículo breve, el uso de “sociedad” como un eufemismo para “estado” se reafirma estrepitosamente, y la hazaña se repite en el libro por si acaso a alguien se la había perdido. Pero una complicación que apenas parecía tener importancia en el formato corto resulta más inquietante en el libro. Mientras que el mito de la “sociedad” sirve indudablemente para moralizar los poderes policiales de los estados, también extiende la misma moralidad – es decir, la disciplina en el nombre de la identidad, la repudia de los intereses disruptivos – más allá del alcance de la ley, en lo más profundo de la vida material informal, cotidiana".

Finaliza la trilogía sobre En deuda

Una sección del capítulo de los “La era de los grandes imperios capitalistas” se titula “Así pues, ¿qué es el capitalismo?", aunque no está muy claro si la respuesta de la página siguiente pretende ser una definición general o una descripción más detallada del momento que en otros lugares se conoce como “acumulación originaria”. “Lo que vemos en los albores del capitalismo moderno es un gigantesco aparato de crédito y deuda que funciona – a efectos prácticos – exprimiendo más y más trabajo de básicamente todos aquellos con los que entra en contacto, y como resultado produce un volumen en constante expansión de bienes materiales”. Anteriormente, Graeber había rechazado la teoría del valor-trabajo de Adam Smith en adelante con brevedad y ligereza. Ahora, se explica en detalle de una forma más o menos teórica que la extracción de trabajo es una consecuencia secundaria del “aparato financiero de crédito y deuda”: el contenido del crédito y la deuda debe ser otra cosa, aún cuando el aparato de la recaudación exige esfuerzos descomunales a los endeudados. Después está el “volumen en constante expansión de bienes materiales”: no es necesariamente falso, pero así expresado suena más a sobreabundancia de bienes de consumo que a la acumulación de trabajo muerto en forma de capital para la reinversión. Graeber carece del moralismo anti-consumo que normalmente acompaña el mito de la sobreabundancia, pero la relación entre la expansión de los “bienes materiales” (como causa) y el exprimir más trabajo (como efecto, y de nuevo como causa, y así sucesivamente) queda sin explicar.

La expansión del capital se malinterpreta otra vez unas cuantas páginas más tarde, cuando el trabajo no remunerado o remunerado en parte es denominado “el escándalo secreto del capitalismo”. (Los ejemplos que se dan son la esclavitud, los trabajadores no abonados o servidumbre por deuda, el truck system o sistema de pago con vales [1] y el pago informal en especie; por alguna razón, se omite el trabajo doméstico). Probablemente, la enorme cantidad de trabajo no remunerado que se convierte en capital nunca pueda ser lo bastante enfatizada, pero el intento de usarla como prueba de que el capital nunca “se ha organizado principalmente en torno a una mano de obra libre” equivale casi a afirmar lo contrario. Si las relaciones sociales “organizadas en torno a” un trabajo abstracto mercantilizado existiesen solamente en el contexto del trabajo asalariado formalmente libre, la incorporación de cuerpos extraños al capital sería incomprensible, excepto como una serie de discretos milagros, y la mayor parte del mundo no sería hoy capitalista. Graeber ilustra la revelación del “escándalo secreto” con referencias a The London Hanged de Peter Linebaugh, pero este gran libro de Linebaugh trata sobre cómo el capital “organizado en torno” al trabajo formalmente no remunerado incorpora y se alimenta de prácticas sociales externas, estén o no estén totalmente asimiladas en el sistema salarial “libre”. La idea de que la organización del capital se expande sólo hasta su propia perfección refleja curiosamente el obrerismo más de mono azul. El escándalo del perpetuo componente no remunerado del capital es tan escandaloso como el hecho de que Apple no construya ordenadores físicos en un garaje ampliado de Palo Alto, o que un jefe de la mafia se niegue a dispararle a la gente en persona.

Nada de esto quiere decir que Graeber reduzca el capitalismo al crédito y la deuda, como es habitual. Eso sería altamente improbable, dado que Graeber desaprueba intensamente el capital pero no necesariamente el crédito. Porque la deuda interpersonal, como todos los “campesinos ingleses o franceses” del siglo XVI (y desde entonces, diversos aldeanos observados etnográficamente) sabían, es lo que “mantiene a las comunidades unidas”. Los “orígenes del capitalismo”, en los que esta unión comunal se resquebrajó, se encuentran en “la historia de cómo una economía del crédito se convirtió en una economía del interés financiero; de la gradual transformación de las redes morales a causa de la intromisión del impersonal – y a menudo cruel – poder del estado”. Esto no es una declaración de ningún tipo sobre un golpe de estado “estatal”: un punto fuerte del libro es su insistencia constante en la interdependencia de la consolidación militar/estatal y la acumulación privada. En este pasaje en particular, las palabras clave son “impersonal” e “intromisión”. A lo largo de los “5000 años” del título, se dice que hubo regímenes de dinero impersonal que se alternaron con “economías humanas” de crédito personal. Pero aquí el significado de “intromisión” y “conversión” es más el de toma por la fuerza que el de simple sustitución: los ciclos de la historia se salen de sus ejes (o al menos los radios de las ruedas se reordenan) cuando la impersonalidad hasta aquí asociada con las transacciones monetarias instantáneas adquiere la elasticidad temporal y, bajo nuevas formas militares/estatales, el poder de cohesión social, que normalmente se asigna a las “redes morales” de la responsabilidad personal.

Esta impersonalidad es lo que hace que el “gigantesco aparato de crédito y deuda” observado en el capital entre en la categoría de lo específicamente “financiero”, a diferencia de las estructuras de crédito no monetarias anteriores. Graeber insiste, sin ninguna controversia, en que el aparato financiero precede cronológicamente a la producción industrial de mercancías a gran escala. Y lo que es más sorprendente, encuentra en esta secuencia una “paradoja” y un “auténtico desafío a las formas de pensar habituales”. Porque: “Nos gusta identificar a las fábricas y talleres con la “economía real”, y a todo lo demás con la superestructura, construida sobre ella. Pero si esto es realmente así, ¿cómo es posible, entonces, que la superestructura llegara primero?¿Pueden los sueños del sistema crear su propio cuerpo?”. Aparte de caricaturizar cualquier mención de producción capitalista como un tonto dualismo base-superestructura, Graeber postula aquí una teoría de la historia escandalosamente simplista, en la que anterioridad cronológica equivale a anterioridad ontológica. Si el aparato financiero aparece antes que otros fenómenos asociados con el “capitalismo”, el primero debe de contener la esencia del último. Según esta lógica, la verdad del capitalismo podría buscarse igualmente en la agricultura feudal, la monarquía absoluta o las primeras redadas esclavistas atlánticas, como muestran los ejemplos del propio libro. De hecho, la misma crónica que hace Graeber de la persistencia y transformación de las formas sociales “pre-capitalistas” a lo largo de los siglos XVIII, XIX y XX casi da respuesta a su pseudo-paradoja, describiendo muchos elementos de la dialéctica histórica que su teoría rechaza, esto es, la manera en que un “aparato” preexistente contribuye a un modo de producción emergente dentro del cual ese mismo aparato será transformado y subordinado sin miramientos.

En cualquier caso, hay que dar por sentada una transformación de este estilo si se supone que la impersonalidad de las economías monetarias/de interés, cuyo rastro se sigue en discretos episodios locales hasta Babilonia, se ha convertido en un sistema global de impersonalidad de 1700 en adelante. Pero la reticencia de Graeber sobre el contenido de la segunda, “gigantesca” impersonalidad – o su reluctancia a reconocer la capitalización del trabajo como algo más que una anécdota en este extraordinario salto – lleva a nuevos niveles de confusión. Una reflexión brillante sobre la interacción histórica entre trabajo remunerado y esclavitud moderna (“la mayoría de las técnicas científicas de gestión del trabajo aplicadas en las fábricas de la revolución industrial se puede rastrear hasta las plantaciones de azúcar”) deja paso a especulaciones sobre una “afinidad” abstracta: tanto el trabajo asalariado como la esclavitud son “en esencia impersonales”. La afinidad, sin embargo, es totalmente espuria. Si bien el empleo asalariado puede denominarse “impersonal” en teoría (a pesar de la reciente intensificación del impulso de profundizar o personalizar la disciplina, que se remonta por lo menos a Henry Ford), la palabra se aplica a la esclavitud solamente en el contexto del mercado de esclavos. El esclavo es una mercancía canjeable con un equivalente monetario – al igual que una hora del tiempo de trabajo de cualquiera – en el proceso de venta al por mayor, transporte, venta al por menor y cualquier reventa subsiguiente. Pero la relación entre la trabajadora esclava y el propietario que puede o no nombrarla, alimentarla, darle alojamiento o violarla y matarla es estrictamente personal: los derechos legales absolutos del propietario sobre la persona de la esclava no se aplican al esclavo de otro, ni tampoco hay ningún otro propietario que comparta esos mismo derechos sobre esa esclava en particular. Aún menos, por supuesto, puede un esclavo destinado a la tortura o a la manumisión intercambiarse el puesto con otro. Quizás donde mejor esté explicada la estructura de la esclavitud como una función de identidad personal sea en el Pudd’nhead Wilson de Mark Twain, una obra de rabia reprimida pero violenta en la que se desarrollan las consecuencias legales y lógicas de esta situación en toda su magnitud.

La esclavitud, de hecho, encarna a la perfección una de las dos características determinantes de las “economías humanas” que Graeber desea contraponer a las “economías comerciales – o economías de mercado, como ahora preferimos llamarlas”. Estas “economías humanas” se “preocupan no de la acumulación de la riqueza, si no de la creación, destrucción y reorganización de los seres humanos”. Las plantaciones del Viejo Sur y el Caribe colonial no pueden pertenecer totalmente a este grupo porque ciertamente acumulaban riqueza (hasta que empezaron a perderla por hemorragia), pero sobresalen como radiantemente “humanas” en cuanto a su práctica directa de “la creación, destrucción y reorganización” de cuerpos vivientes, personales.

El problema más obvio con este segundo criterio es que no excluye nada. Graeber no usa la palabra “directo”; parece que simplemente cree en que algunas economías “crean, destruyen y reorganizan seres humanos” mientras que otras, en algún lugar, no lo hacen. (Y este último tipo, recuerden, es supuestamente la norma hoy en día). Por supuesto, Graeber no está obligado a aceptar la definición de la mercancía como una forma que arbitra una relación entre humanos, pero, a no ser que la haya olvidado totalmente, parece que la considera indigna de su desprecio, pues a lo largo de 453 páginas no merece ni siquiera la simplista línea que le concede a la teoría del valor-trabajo.

En cuanto a la no acumulación de la riqueza, no es éste el lugar para ensayar el caso contra el “primitivismo”, pero es revelador que todos los ejemplos de Graeber de economías humanas, valiéndose de siglos de investigación etnográfica e histórica, queden ensombrecidos en alguna medida por la acumulación de la pobreza. Quizás valga la pena repetir aquí un lugar común: el intento de abolir la acumulación en su forma presente, es decir, en forma de capital, no conlleva necesariamente rechazar la acumulación social de valores de uso, o “riqueza” material. Da igual lo mucho que les guste ir de acampada, los detractores de la acumulación social deberían tener cuidado con lo que desean, sobre todo cuando desean en nombre de otros.
Graeber no apoya automáticamente cualquier economía que cuente como “humana”: tan pronto como presenta esta categoría admite que algunos de estos sistemas son “bastante humanos; otros, extraordinariamente brutales”. Parece que las cualidades de la “economía humana” se consideran necesarias pero insuficientes para cualquier forma deseable de vida social. A pesar de la total capacidad de inclusión de la definición “creación/ destrucción/ reorganización de los seres humanos” tal y como está expresada, está bastante claro a qué tipo de cualidades se refiere. “Los códigos de honor, la confianza, y en definitiva la ayuda comunitaria y mutua” se identifican como “típicos de las economías humanas” la última vez que aparece el término en el libro; estos elementos de interacción prolongada entre individuos que se conocen personalmente son también componentes esenciales del “comunismo” informal y, finalmente, del “amor” que el autor querría rescatar de la degradación a “números” y a la “moralidad de la deuda”.

Debería mencionarse en esta última fase que los ataques de Graeber a la punitiva moralidad de la deuda, sobre todo en el capítulo final, son a menudo más poderosos que cualquier cantidad de torpes incursiones basadas en las teorías ortodoxas materialistas del capital. En lo que en principio parece un aparte casual sobre la deuda estudiantil, el desastroso fetiche de la “justicia” – aparentemente imposible de erradicar en la izquierda británica, donde Graeber vive y trabaja actualmente – es adecuadamente reasignado a su papel de constructor de prisiones: anular préstamos existentes sería “injusto” hacia los pagadores previos en la misma medida en que “sería “injusto” para una víctima de un atraco no atracar también a sus vecinos”. Aún más contra-consensualmente, Graeber repudia la obscena idea de que cualquiera podría contraer una “deuda con la sociedad” – el agravio en el que convergen los castigos económico y criminal – junto con su monstruo subsidiario, “nuestra deuda con la naturaleza”. Y aquí encuentra Graeber las palabras exactas: “¿Qué podría ser más presuntuoso, o más ridículo, que pensar que es posible negociar con los fundamentos de la existencia de uno?”. Termina su libro con una ligeramente tímida defensa del “pobre no industrioso” (“al menos no hacen daño a nadie”), en una sección llamada “Quizá el mundo, al fin y al cabo, sí que te debe la vida”. Estas intenciones políticas son consistentes, y el bienvenido rechazo de la “moralidad de la deuda” no debe quedar disminuido por las objeciones desgranadas en este artículo. Más bien, esta crítica se hace para defender el hilo de verdad urgente y rara vez afirmada que discurre por todo el libro desde la anexión hasta la visión comunitaria del “comunismo”, o un mundo cuyas “redes de honor” locales sustituyan la tosca deuda matemática con lazos perpetuos marcadamente personales.

En un artículo de Mute de hace unos años, también llamado En deuda: una historia alternativa de la economía [2], Graeber sobresalió como un escritor izquierdista poco común que estaba dispuesto a reconocer la única verdad que Margaret Thatcher dijo jamás: la sociedad no existe. En ese artículo breve, el uso de “sociedad” como un eufemismo para “estado” se reafirma estrepitosamente, y la hazaña se repite en el libro por si acaso a alguien se la había perdido. Pero una complicación que apenas parecía tener importancia en el formato corto resulta más inquietante en el libro. Mientras que el mito de la “sociedad” sirve indudablemente para moralizar los poderes policiales de los estados, también extiende la misma moralidad – es decir, la disciplina en el nombre de la identidad, la repudia de los intereses disruptivos – más allá del alcance de la ley, en lo más profundo de la vida material informal, cotidiana. En este punto (o, con más frecuencia, mucho antes de este punto, dado el ascenso de la vigilancia policial sin legislar, personal) la palabra “sociedad” se vuelve intercambiable con la palabra “comunidad”, como en valores de la comunidad, líderes de la comunidad, servicio a la comunidad, castigo comunitario.

Graeber se muestra bastante comedido en su uso de la palabra “comunidad”. Lejos de ocultar o disculparse por el patriarcado y la violencia coercitiva de algunas economías humanas/comunales en particular, llama la atención sobre estos aspectos cuando ocurren, distinguiendo su argumento de un cierto tipo de primitivismo acrítico y romántico. Pero se le llame o no así, algo similar a “comunidad” es la condición previa que subyace en casi todos los casos de interacción social “comunista” que en el libro se presentan como esperanzadores o deseables.

Comunismo”, tal como Graeber usa el término, no se refiere ni a una hipotética estructura social ni a nada que se parezca a un “movimiento real para abolir el estado presente de las cosas”. En vez de esto, denomina una costumbre sólida de interacción personal sociable y cooperativa, que incluye el compartir de forma inmediata, cara a cara, cosas materiales (herramientas de trabajo, la fiesta del pueblo, etc.). Este “fundamento de toda sociabilidad humana”, que “hace posible la sociedad”, se reviste de estructuras igualmente transhistóricas de “intercambio” (definido en términos de “impersonalidad” y “equivalencia”, como si uno siempre conllevase el otro) y “jerarquía” (en la que la “igualdad formal” y la “reciprocidad” son inexistentes, y sobre el cual se desvían convenientemente los desastres de la identidad). Estos elementos “básicos” de la vida social son aparentemente eternos, o por lo menos constantes durante 5000 años, pero la relación entre ellos es tratada como algo sujeto al cambio. Aunque el libro no está organizado como una plataforma para propuestas concretas, pronto surge una problemática política general, que se hace más profunda en el curso del estudio trans/histórico. [3]. Algo así como: ¿cómo puede expandirse el papel del comunismo básico en la vida social de forma que aleje el intercambio y la jerarquía tanto como sea posible?

Pero desafortunadamente, es imposible dar respuesta a esta pregunta, porque el comunismo conductista o comunitarismo, por definición, no puede expandirse. El único ejemplo que se da de conducta “comunista” entre extraños es el del ofrecimiento de un mechero o un cigarrillo por parte de un fumador a un transeúnte que se lo pide. Incluso aquí es imprescindible un contacto personal, y se trata del más bajo de los estándares posibles.

En las comunidades urbanas amplias e impersonales, este estándar puede no ir más allá de pedir fuego o indicaciones para llegar a una calle [4]. Puede que esto no parezca mucho, pero cimienta la posibilidad de relaciones sociales más grandes. En las comunidades más reducidas, menos impersonales – especialmente aquellas que no están divididas en clases sociales – esta misma lógica va mucho más allá: por ejemplo, a menudo es virtualmente imposible decir que no a una petición no sólo de tabaco, si no de comida – a veces hecha incluso por un extraño; sin duda, cuando la hace alguien que se considera que pertenece a la comunidad.

En otras palabras, cuanto más íntimas son las relaciones dentro de la comunidad, más comunista es el comportamiento. El conocimiento mutuo continuado es invocado repetidamente como un profiláctico contra la explotación; los encuentros anónimos cordiales pertenecen al mundo de lo monetario, la esclavitud y la guerra.
La intimidad interpersonal prolongada se presenta como el requisito del “comunismo” a través de una serie de ejemplos sentimentales más que de una declaración programática, pero no por ello se abraza la premisa con menos tenacidad. La extensión del “comunismo” a una escala superior a la local – y, por lo tanto, necesariamente impersonal – podría haber sido abordada si el autor considerase válida la cuestión. Pero dondequiera que se consideren las contingencias del futuro más que los ciclos del pasado, algo similar al fundamentalismo microeconómico “desde abajo” impide toda postura superpersonal, universal. Una escala más amplia no es más que un montón de relaciones entre individuos; ninguna otra perspectiva es lo suficientemente humana.

Desde el principio, Graeber identifica “comunismo” con el axioma “de cada cual según su capacidad, a cada cual según sus necesidades”. Este tipo de préstamo retórico no tiene nada de malo en sí mismo, pero hay algo demoledor en la forma en que el significado se trivializa y las expectativas se reducen de la revuelta social absoluta a un cambio de conducta en los encuentros personales. El poder de los individuos a la hora de decidir si toman o dan algo – de acuerdo con la capacidad, la necesidad, o cualquier otra consideración – es objetivamente ínfimo desde su mínima expresión hasta el más acaudalado de los donantes a entidades benéficas. Si se pretende que la lógica de la “necesidad y la capacidad” derroque algún día la lógica de la Rentabilidad Financiera, ésta debe imponerse globalmente, es decir, mucho más allá del alcance de la sociabilidad amistosa, y colectivamente, es decir, impersonalmente.


Notas

[1Salarios simbólicos, únicamente gastable en las pestilentes y exorbitantes tiendas corporativas.

[2David Graeber, ’Debt: The First 5000 Years’, Mute Vol 2 #12, 2009 http://www.metamute.org/editorial/articles/debt-first-five-thousand-years

[3La única excepción es una llamada al final del libro a un segundo "Jubileo" de la deuda, secundando similares, aunque políticamente dispares, propuestas de Michael Hudson y escritores asociados con Midnight Notes y el último The Commoner. La relación de Graeber con Midnight Notes es ambivalente. En su relato del componente no remunerado del capital se basa en gran medida en el libro de Peter Linebaugh y en otro trabajo (sin acreditar) del colectivo, pero en una mezquina nota les reprende por un fijación "economicista" en la reproducción de la fuerza de trabajo, sin comprender de que están hablando acerca de algo específico del capital, aunque él no lo haga

[4La referencia a "direcciones" no pertenece de comunismo entre extrangeros, si no a un incidente en el que el antropólogo E.E. Evans-Pritchard recibía indicaciones falsas de los pastores Nuer en el sur de Sudán, por la razón de peso de que era un agente del gobierno británico.

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