Un día cualquiera en la frontera sur

11 de octubre de 2016. Fuente: Pikara Magazine

“La travesía fronteriza desde el puesto marroquí al español es un cúmulo de violaciones al término igualdad”, escribe Cristina Fuentes. Esta investigadora social relata su paso diario por la frontera de El Tarajal, la que separa Ceuta de Marruecos, pero también la que separa África de Europa, la frontera sur.

Por Cristina Fuentes

Suena el despertador son las seis de la mañana, tardo dos minutos eternos en saber dónde estoy, qué hago aquí, y por qué me estoy levantando de noche. Ducha rápida, cuido mi vestimenta porque, pese a que sea finales de julio, no usaré pantalón corto, tampoco camiseta de tirantes ni escotada. Algo de maquillaje que me tape las ojeras y raya de lápiz negro en los ojos. Salgo corriendo.

Tengo que atravesar la medina de Tetuán, compro un café y bajo a la parada de taxis. Espero que se llenen las plazas del taxi que compartiré con otras seis personas hasta la frontera, y nos ponemos en marcha. Durante el trayecto recuerdo la sensación de asfixia que me generaba ir cuatro personas con más edad que tú en la parte de atrás de un coche. Ahora todo eso ha desaparecido. La repetición de los acontecimientos más insólitos los convierte en normalidad. Quince dírham –un euro y medio-, y cuarenta minutos de trayecto después llego a la frontera de El Tarajal. La cotidianidad, en este caso, no ha conseguido quitarme la sensación de presión del cuerpo cada vez que llego a esta frontera. El calor apremiante, la multitud de personas que quieren ofrecerte cualquier cosa por un par de dírham y las colas para entrar a la parte española hacen que el aire pese y el ruido fronterizo retumbe dentro de ti. Te repites: Tranquila, eres investigadora, es lo que tienes que hacer, observa y quédate con los detalles.

Hoy es un día especialmente concurrido, es martes y los martes suelen ser duros. Tengo a 300 mujeres delante de mí en la fila para entrar al perímetro fronterizo marroquí, intento utilizar mi pasaporte mágico para saltarme la espera y pasar al puesto de aduana. Nunca hago esto, pero tengo una entrevista en una hora en el centro de Ceuta. La artimaña no surte efecto alguno y retrocedo en la fila. Estas mujeres trabajan en Ceuta y, por la hora que es, en su mayoría son empleadas domésticas. Seguro que entran a las nueve de la mañana a trabajar y son ya las ocho y seguimos esperando. Porque las porteadoras llegan antes. Una chica se me acerca y me pregunta algo pero no puedo tener una conversación fluida con ella, le digo una palabra en dariya, otra en español y otra en francés, pero nada, no fluye la comunicación… ¿Cuándo estudiaré dariya? ¡Uff!, primero tengo que terminar la investigación.

Mientras espero pienso en las empleadas domésticas en Ceuta, son mujeres de unos 40 años, de la wilaya de Tetuán, que trabajan desde las nueve de la mañana hasta las seis de la tarde, casi ninguna tiene contrato y trabajan en varias casas a la semana por 20 euros al día. En Ceuta es habitual tener empleada doméstica bajo el sobrenombre de ‘mi muchacha’; dependiendo de nuestra moralidad o ideología lo podemos ver desde colonialismo hasta liberación de la mujer occidental. El caso es que las mujeres marroquíes del norte lo ven como un empleo con el que pueden llevar pan a casa, aunque no comprendan por qué las mujeres ceutíes les pagan por sacar a pasear al perro por las mañanas… Cuestiones culturales, que diría cualquier antropólogo.

Acabo de sellar el pasaporte, aquí la fila es muy pequeña, porque la ciudadanía de la wilaya de Tetuán no necesita visado para entrar a Ceuta, en virtud de la disposición adicional del Acuerdo Schengen, por lo cual somos pocas personas las que tenemos que pararnos a poner un sello de salida de Marruecos en nuestro pasaporte.

La travesía fronteriza desde el puesto marroquí al español es un cúmulo de violaciones al término ‘igualdad’: diferenciación de hombres y mujeres, distinción visado y no visado… La seguridad fronteriza a estas horas es prácticamente inexistente, hasta el escáner del puesto fronterizo español está cerrado. Pasas y enseñas el pasaporte, no hay sello de entrada en España para la ciudadanía de la wilaya de Tetuán y mucho menos un cacheo a las personas transfronterizas, a mí tampoco. La distinción reside en la pregunta de un guardia civil a una mujer: “¿Tienes el carro vacío?”. “Sí”, contesta ella. Él confía en su palabra y todos seguimos para adelante. Todo es genuino en esa frontera, siempre que paso pienso que probablemente este sea el único lugar de España donde la Policía me sonríe y me trate bien al ver mi aspecto y mi pasaporte. ¡Si supieran lo que estoy investigando” En fin, intento no despistarme y continuo el camino.

Miro el reloj, son las 8:50, es temprano y ya está la playa de El Tarajal llena de porteadoras sentadas en varias filas esperando que el policía les dé autorización para pasar al polígono, llamado también El Tarajal, para trabajar. Mientras espero al bus que me lleve al centro de Ceuta, consigo ver cómo se organiza un turno de porteadoras que abandonan la playa para ir al polígono. Los grupos son de 20 mujeres que se levantan, y cogidas de la mano en fila india, -sí, correcto, como si fuesen alumnado de educación infantil- cruzan por el paso de cebra y entran en la salida de Ceuta dirección a Marruecos para acceder por una puerta que comunica la frontera con el polígono de El Tarajal.

Esta escena me parece denigrante: ¡cómo pueden hacer que por el bien del orden público se atente contra la dignidad de estas mujeres! Mujeres que llevan despiertas desde la tres de la mañana, -eso algunas, porque otras han pasado la noche durmiendo en cartones en el suelo cerca de la frontera o han alquilado un sitio en una casa del barrio ceutí de El Príncipe o en una nave del polígono El Tarajal completamente hacinadas-, que han dejado todo listo en sus casas para cuando su familia se despierte, y que han hecho el mismo periplo fronterizo que yo, pero con el doble de calor que una servidora que está vestida con una camiseta de manga corta y un pantalón, que aunque sea largo es de lino. Ellas no, van con su chilaba de manga larga y debajo llevan su pantalón largo. Se tiran horas en la playa de El Tarajal, sentadas en la arena, sin sombra, sin agua, aunque ahora por ser verano pueden hacer uso de unos baños portátiles que la ciudad ha instalado para los bañistas. Es imposible vivir así, cuando consigan entrar al polígono, tendrán que buscar a un comerciante que les dé un bulto o varios -de 30 a 60 kilos- que tendrán que cargar hasta la parte marroquí. Si les da tiempo, porque a la una del mediodía cierra el paso del Biutz, entonces lo harán por la montaña y, si no, tendrán que volver a bajar a la frontera y tener suerte -sí, suena ridículo pero es que lo más parecido a la arbitrariedad fronteriza es la suerte- de que la policía de ambos países no le requise la mercancía o no la dejen pasar. En el caso de la segunda opción tendrá que esperar un cambio de turno o, sencillamente, hacer noche en Ceuta con la mercancía. A todas luces, estarán cometiendo una acción ilegal, porque si bien puede entrar a Ceuta, según el Acuerdo Schengen, no puede pernotar en la Ciudad Autónoma. Cosas que pienso mientras espero al bus que me lleve al centro.

Ya estoy montada, llego tarde seguro, voy a avisar. No es fácil ser habitual investigadora/cruzadora de frontera. Tienes que llevar un bolso grande que incluya: cuaderno de notas, varios bolígrafos y rotuladores, grabadora con pilas de repuesto, teléfono móvil español, teléfono móvil marroquí, monedero con euros, monedero con dírham y pasaporte. Así indago en el bolso y saco tras varios intentos el móvil español. Me doy cuenta mientras aviso que en el bus solamente se escucha dariya y soy la única pasajera que no entiende la conversación, aunque por lo menos estoy acorde con el sexo del bus: a excepción del conductor todas somos mujeres. Todas son empleadas domésticas. No es de extrañar que hasta las 10:30 de la mañana haya una línea de bus que cubra el trayecto frontera-centro.
El centro de Ceuta es diferente, muestra otra realidad. El paseo del Revellín, la plaza de los Reyes o la calle Real no son para nada el perímetro fronterizo, ni El Tarajal, ni El Príncipe, ni la almandraba. Son, sencillamente, lugares muy distintos dentro de una misma ciudad. Hablando con la ciudadanía de Ceuta siempre me queda la misma sensación: lo único que les duele de la frontera son las largas esperas para pasar de un lado al otro.
Tengo mi reunión, hago mis quehaceres investigadores en Ceuta y ya estoy otra vez en la frontera, esta vez me he ahorrado la fase de observación en el bus porque me ha bajado en su coche un compañero hasta el kilómetro de antes de la frontera. El resto lo hago a pie porque es imposible llegar por la retención de coches que hay para cruzar al lado marroquí. Estos coches, al menos muchos de ellos, están cargados de mercancía, principalmente de ropa y productos de alimentación. No es de extrañar que el Lidl de Ceuta sea el que más vende de España.

Por fin llego a El Tarajal: es la misma frontera pero son diferentes los accesos dependiendo de la dirección Ceuta-Marruecos o Marruecos-Ceuta y, sobre todo, la policía no es la misma. Tengo un sentimiento de miedo. Cruzo el lado español y ya estoy en el marroquí: ¿y si me lo encuentro?, ¿qué le voy a decir?, ¿me dirá algo? No sé por qué no se me va ese sentimiento. No he hecho nada malo, él abusó de su autoridad.

Me acosó. Yo solo le di mi teléfono para una entrevista de mi investigación, estaba obsesionada con terminar y cuesta mucho trabajo hablar con la gendarmería marroquí, y además habla francés e iba a la universidad. No me lo puede imaginar ese acoso de llamadas y mensajes. Menos mal que no fui a la entrevista. ¿Me dirá algo?, ¿me prohibirá entrar? Voy a seguir caminando, quizá no esté o no me vea. Llego al final del eterno camino fronterizo y sigo pensando en él. Además es difícil estar concentrada: hay mucha gente y andan tan rápido que perfectamente se consideraría correr. Es muy estrecho, entre los bultos de las porteadoras que ya a esta hora están pasando los paquetes por la frontera de El Tarajal y el resto de personas transfronterizas cuesta trabajo respirar. Estoy llegando ya al puesto fronterizo marroquí para que me pongan el sello de entrada a Marruecos, hay bastante gente esperando.
Detrás de mí hay una mujer con una niña pequeña en un carrito de bebé y pienso en el calor que hace y que desde luego esa frontera no es un lugar para tener a una niña pequeña. Ya me va a tocar y tengo que pensar en mi identidad de hoy: es verano y ya no cuela que estoy estudiando en la Universidad Abdelmalek Essaadi de Martil, además he subido durante muchos días seguidos y me van a exigir una coartada coherente. Le diré que estoy dando un curso de dariya en Tetuán, eso siempre funciona.

No, no, no puede ser. Hay avalancha, se acerca hacia mí, salen unos 15 militares del puesto fronterizo. Van a por una mujer porteadora que empuja a un hombre que va montado en una silla de rueda. El hombre tiene las dos piernas amputadas por encima de la rodilla. No sé qué está pasando, no entiendo ni una palabra, están a diez metros de mí, tengo pánico. Los militares rajan con un cuchillo el bulto a la porteadora, ella se defiende a golpes contra ellos, que responden con la misma actitud. Mientras otros militares tiran al hombre discapacitado al suelo, le vuelcan la silla de ruedas y empiezan a pegarle. Sale un hombre de la garita del puesto fronterizo y ordena a todos los observadores de la brutal agresión que avancen, se genera una avalancha, yo me escondo en la garita del puesto; sí, sé que es ilegal pero estoy asustada, la madre de la niña está en shock y la niña se va a romper una pierna, la madre no hace nada está paralizada, me pongo por delante para defenderla con mi cuerpo. Son escasamente cinco minutos, pero han sido terribles. Se retoma la actividad del puesto fronterizo y el agente de aduanas marroquí no me pregunta nada, me sella el pasaporte y sigo mi camino.

Llego al taxi y me cuesta contener la sensación de rabia e impotencia que tengo. No he hecho nada, paso por esa frontera y nunca hago nada. Ahora maldigo a Marruecos, y me siento terriblemente mal porque me encanta el país y presumo con mis amigos de las playas que estoy visitando aquí y de las comidas que pruebo. No lo voy a hacer más, esto me ha herido por dentro. Justamente llegando a Tetuán me comentan en el taxi que esos son los helicópteros del rey Mohamed VI: le encanta pasar el verano en el norte y pasará el día del trono en su Palacio de Tetuán. Solamente pienso en la violación de derechos humanos en la frontera y que todo sigue igual. Todas esas personas siguen igual, es un día cualquiera para ellas. Para mí, desde luego que no.


*Cristina Fuentes es investigadora social

Para saber más de la frontera sur, de El Tarajal y de la vida de las porteadoras marroquíes puedes leer el reportaje Porteadoras, la espina dorsal de El Tarajal

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