¿Quiénes son los rumanos gitanos desalojados en Madrid?

12 de noviembre de 2010.

Derribaron sus chabolas y los servicios sociales del Ayuntamiento no les ofrecieron una alternativa, solo la calle.

A las ocho de la mañana, todo el mundo está en planta en la Iglesia de San Carlos Borromeo. Los bancos de madera se agrupan junto a la pared dejando desnudo el suelo donde, hace unos minutos, yacían las mantas sobre las que ha pasado la noche el grupo de gitanos rumanos que el día anterior fueron desalojados por la policía municipal de Madrid. Derribaron sus chabolas y los servicios sociales del Ayuntamiento no les ofrecieron una alternativa, solo la calle. Javier Baeza, el párroco de la iglesia, les invitó a pasar la noche en el interior de esta.

Mientras el resto recoge dentro, Mihai espera en las sillas de la entrada. La iglesia está cerrada, pero él ya aguarda, impaciente, a la espera de noticias. “La noche no ha estado mal del todo”, cuenta, bajando la voz hasta que se convierte en un susurro. “Aquí no hace frío como en la calle, aquí con tanta gente… mucho calor”. Mihai se defiende con el español, pero entiende mejor que habla, a pesar de que lleva cuatro años en España. “Paso mucho tiempo hablando con mi familia”. Su mujer y su hijo mayor están dentro, pero tiene siete hijos más viviendo en Rumanía. El “siete” lo dice con una media sonrisa, porque sabe que “los españoles se asustan”, así es en su país. Mihai habla de cómo son allí las cosas y de la falta de trabajo. Aquí, a pesar de vivir en chabolas, pueden sacar el dinero suficiente para mandarles dinero con la venta de chatarra o de cartones. “Las cosas son muy diferentes, todo muy diferente”. Piensa mucho en ellos y, a veces, cuando habla por teléfono, le piden que vuelva a casa. “Es duro estar lejos y claro quiero volver”, pero que antes necesita ahorrar.

“No puedo sin nada que ofrecer”.
Mihai no espera gran cosa. Sabe que lo que le ofrezcan los servicios sociales tiene fecha de caducidad. Después, sin trabajo y sin dinero, el único recurso será volver a levantar otra chabola, que seguirá en pie hasta que llegue la siguiente pala. No solo es la casa, también el estigma. “La gente nos tiene miedo, nos mira mal si andas cerca y desconfían”. Acaricia el reloj dorado que cuelga de su muñeca. “¡Mira! ¿Ves este reloj?”. La pregunta le da pie a contar la historia de cómo una señora que lo vio pidiendo en la puerta de una iglesia le dijo que por qué no vendía el oro antes que pedir limosna. “Es del chino, dije. ¡Cinco euros!”. Todavía sonriendo con la anécdota, enseña las huellas que va dejando el chapado en oro falso que se desprende de la cadena. “Todo no es lo que parece. Mi dinero es para mis hijos, nosotros comemos una o dos veces al día aquí para ellos ‘comer’ allí”.

Poco después llegan cámaras de televisión y Mihain entra para hablar con los compatriotas. Todos están cansados de ser el centro de atención, pero, sobre todo, están preocupados por la proyección que puedan tener esas imágenes fuera de España. Sin dar muchas explicaciones, piden que no salgan sus caras. Minerva se gira cuando ve un objetivo y usa las manos para cubrirse hasta que decide salir a la calle. Cuando las cámaras y los micrófonos desaparecen, regresa. “No me gusta cámara”. Habla español con bastante dificultad, pero se hace entender. Es una matriarca, una mujer de carácter. No hace falta hablar su lengua para saber que es el pilar de la familia, al menos de la que tiene en España: dos hijos casados y una nieta. Después de un largo silencio, cuenta por qué se escondía con tanto empeño. No quiere que nadie de su familia en Rumanía sepa que ha dormido en una iglesia, porque no tiene donde ir. Minerva está en España para sacar adelante a los que quedaron allí: su marido, inválido, y cuatro hijos. Ella es la única fuente de ingresos. “No dormir, de noche no dormir, solo pensar”, dice, mientras dibuja círculos con un dedo en su sien.
Las otras mujeres también se relajan cuando acaba el trasiego de cámaras. Todas han dejado hijos en Rumanía y, como le pasa a Minerva, están aquí y allí al mismo tiempo. Siempre echando cuentas y juntando lo que sobra hasta tener lo suficiente para llamar a casa. Raluca, de catorce años, y una niña, de tres, son las únicas menores del grupo. Habla con mucha soltura, “aprendo mucho en el colegio”. Dice que no le resulta complicado el español, que le gusta. Lo practica leyendo los periódicos que ha comprado Javier Baeza para que vean lo que se ha escrito de ellos.

Qué cuentan. Va leyendo cada titular hasta que llega a una pregunta. ¿Pobres o delincuentes? Esa pregunta acompaña a una fotografía del desalojo. “¿Por qué dice eso?”, pregunta a la periodista. “Yo conozco a todos ellos y ninguno es un ladrón”. De ahí deriva hacia una conversación en la que explica lo “rara” que se siente cuando escucha hablar mal de su cultura o cuando siente que la gente prefiere dar dos pasos más allá porque su falda hasta los tobillos delata que es rumana.
Varios trabajadores del Samur Social (Servicio Municipal de Emergencia Social) de Madrid llegaron el viernes a mediodía a la Iglesia de San Carlos Borromeo para ofrecerle un albergue a los gitanos rumanos que estaban en su interior. Las familias con niños han sido ubicadas en unas instalaciones municipales, conocidas como campamentos, donde podrán vivir juntos durante unos meses. Y el resto permanecerá en albergues de la ciudad, alrededor de una semana, hasta que, previsiblemente, haya plazas libres en los campamentos. Así se puso final a una protesta que comenzó el jueves por la mañana cuando agentes de la policía local derribaron trece chabolas en el barrio madrileño de Las Tablas. Patricia Fernández, abogada que atiende a los desalojados, asegura que el Ayuntamiento tenía órdenes administrativas para derribarlas, pero solo dos judiciales. “Para derribar el domicilio habitual de una persona es necesario entrar en esa casa con una autorización judicial, y no las había. El Samur preveía que iban a ser desalojadas solamente dos familias, y hubo muchas más, por lo que no tenían posibilidad de atender a todo el mundo”.

El personal de los servicios sociales ofreció a los desalojados un billete de vuelta a su país, como ha confirmado a periodismohumano el Jefe del Samur Social de Madrid. Según Darío Pérez, esta medida forma parte del protocolo del Ayuntamiento de Madrid desde los años cuarenta. “No tiene absolutamente nada que ver con lo que ha sucedido en Francia, porque aquí no se le da dinero a nadie y nos coordinamos con el país de origen. Es como una persona que está en Madrid y necesita ir a Badajoz pero no tiene recursos. Le buscamos un billete”. No piensan lo mismo quienes asesoran a los desalojados.
“Se ha desalojado a un grupo de gitanos rumanos sin autorización judicial y la única opción real era el retorno a Rumanía, porque lo otro era una sola noche de acogida y dejarlos después en la calle. Aquí estamos viviendo una situación muy parecida a la de los desalojos forzosos de Sarkozy”, afirma Patricia Fernández. La abogada denuncia que el protocolo del ayuntamiento madrileño es para personas que tengan una emergencia social, pero solo en el caso en el que su núcleo familiar esté en otra parte. “Si alguien tiene una urgencia y ese núcleo está en Barcelona, se le paga el pasaje. Aquí la diferencia es que las familias que fueron atendidas tienen su domicilio habitual en Madrid, donde están empadronadas. Se les ofreció el regreso a un país que no es donde viven“.

Después de dos días de encontronazos con la Administración y buscando soluciones para los desalojados, Javier Baeza, el cura de la San Carlos Borromeo (conocida como la iglesia roja) que encabeza el grupo de trabajadores y voluntarios que han apoyado a los rumanos, dice que hay poco que celebrar. “Hemos parcheado un problema individual pero no sé si somos capaces de provocar un cambio en el sistema. Más allá de que sea legal o ilegal ocupar un espacio, la Administración no puede derribar una vivienda sin ofrecer otra alternativa. Ayer tuvieron la suerte de encontrarnos, pero el mantenimiento de los derechos fundamentales de las personas no puede depender de la buena suerte que uno tenga. La Administración, ante un padre que no atiende a sus hijos, tramita su tutela por la vía de urgencia, pero cuando el padre Estado no atiende a sus hijos ciudadanos, no hay responsabilidades”.

Fuente:Viento Sur


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