Lewis Mumford y el monopolio del poder

5 de junio de 2012.

Fragmento del libro de Lewis Mumford "El mito de la máquina".

Texto extraído de la obra de Lewis Mumford, "The Mith of the Machine", 1967. Edición sudamericana:
Emecé, Buenos Aires, 1969). Publicado en Barcelona (mayo 2002) entre Ateneo libertario Al Margen,
Likiniano Elkartea, Pepitas de Calabaza, Etcétera, Ateneu Llibertari Poble Sec, Fundació Estudis Llibertaris
Anarcosindicalistes (Barcelona).
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Entrada de Wikipedia sobre Lewis Mumford


Para comprender la estructura o las realizaciones de la megamáquina humana, hay que hacer
algo más que mirar los puntos en que materializó sus operaciones, pues ni siquiera nuestra
actual tecnología, con su vasta red de máquinas visibles, puede ser entendida en esos
términos.

Dos artificios eran esenciales para conseguir que la máquina funcionara: la organización
segura del conocimiento, tanto del natural como del sobrenatural, y una estructura bien
elaborada para dar órdenes, transmitirlas y seguirlas hasta su total ejecución. El primero de
esos artificios se había logrado con el clero pues sin la activa colaboración de los sacerdotes, la
monarquía ni habría llegado a existir; el segundo se realizó en la burocracia. Ésta y el clero
eran organizaciones verticales y jerárquicas, en cuya cúspide brillaban el rey y el sumo
pontífice; y sin la armoniosa combinación de sus efectos no habría podido operar eficazmente
aquel poder tan complejo. Tal condición sigue siendo válida en nuestros días, por más que las
computadoras que se regulan por si mismas y las grandes fábricas automáticas estén
encubriendo tanto sus componentes humanos como las ideologías religiosas que laten bajo la
actual automatización.
Lo que ahora llamamos ciencia, fue parte integral de la megamáquina desde sus comienzos.
Tal conocimiento ordenado, que se basaba en las regularidades cósmicas, floreció (como
hemos visto) con el culto del Sol. Estudiar los astros y hacer el calendario fueron actividades
científicas que coincidieron con la institución de la monarquía y la propiciaron, aunque no
pequeña parte de los esfuerzos de los sacerdotes, magos, adivinos y demás científicos de
entonces se dedicara también a interpretar el significado de hechos singulares, como la
aparición de cometas, los eclipses de la Luna y el Sol u otros fenómenos naturales erráticos,
como el vuelo de las aves o el estado de las entrañas de los animales sacrificados.

Ningún rey podría moverse con seguridad ni eficiencia sin el apoyo de tal "conocimiento
superior", como tampoco el Pentágono puede actuar hoy sin consultar a sus científicos
especializados, a sus técnicos, a sus computadoras y a sus expertos en peleas: nueva
jerarquía a la que se supone menos falible que aquellos adivinos que actuaban mediante
varitas mágicas o entrañas de animales, pero que, a juzgar por sus tremendos errores, no es
mucho más vidente.
Para ser efectivo, tal conocimiento debía ser secreto; y así lo era: era el monopolio secreto de
los sacerdotes. Si cualquier interesado hubiese tenido igual acceso a las fuentes de esos
conocimientos y al correspondiente sistema de interpretación, nadie habría creído en su
infalibilidad, ya que ese intruso no podría ocultar sus errores. De aquí que la violenta protesta
de Ipu-wer contra los revolucionarios egipcios que derribaron el Reinado Antiguo, se basara en
el hecho de que "se habían descubierto los secretos del templo", es decir: que habían hecho
pública una "información codificada". Los conocimientos secretos son la clave de todo sistema
de control totalitario. Hasta que se inventó la imprenta, la palabra escrita se mantuvo, durante
siglos, como el monopolio de una sola clase social; y hoy, el lenguaje de la matemática
superior, más las misteriosas claves de las computadoras, están restaurando el secreto y el
monopolio de tal saber... con las consiguientes consecuencias totalitarias.

La posterior asociación de la monarquía con el culto del Sol no se debió al hecho de que el rey,
como el Sol, ejercían su fuerza a gran distancia. Por primera vez en la historia, el poder llegó a
hacerse efectivo fuera del alcance inmediato de la voz amenazadora o del brazo armado, pues
ningún arma militar había logrado propagar tal poder. Para ello se había necesitado crear un
engranaje especial de transmisión: un ejército de escribas, mensajeros, mayordomos,
superintendentes, capataces y ejecutivos mayores y menores, cuya propia existencia dependía
de su fidelidad y rapidez en llevar las órdenes del rey o, más inmediatamente, las de sus
ministros y generales, hasta donde fuere necesario. En otras palabras, que era parte esencial
de la megamáquina esa burocracia rígidamente organizada, ese grupo de hombres capaces de
trasmitir y ejecutar una orden con la minuciosidad ritualista de un sacerdote y la irracional
obediencia de un soldado.

Imaginarse que la burocracia es una institución relativamente reciente equivale a ignorar los
anales de la historia antigua. Los primeros documentos que atestiguan la existencia de la
burocracia pertenecen a la Era de las Pirámides. En un cenotafio de Abidos, un oficial de
carrera, que ejercía durante el reinado de Pepi I, de la Sexta Dinastía (allá por el año 2375
antes de Cristo) dictó la siguiente inscripción: "Su Majestad me ha enviado al frente de su
ejército, corno se han mantenido a la cabeza de sus respectivas gentes del Alto y del Bajo
Egipto o de las aldeas y ciudades que deben regir, los condes, los que usan el sello real en el
Egipto Inferior, sus exclusivos compañeros del Palacio, los gobernadores y mayores del Alto y el Bajo Egipto, los jefes intérpretes y sus compañeros, los principales profetas del Alto y el
Bajo Egipto y todos los burócratas principales."

Este texto no sólo nos revela una burocracia, sino que evidencia -corno lo apuntó Petrie
anteriormente- que la división del trabajo y la especialización de funciones eran
indispensables, y que ya estaban actuando en pro de la mayor eficiencia mecánica operativa.
Tal desarrollo burocrático había comenzado al menos tres dinastías antes, y no por accidente,
al construirse la gran pirámide de piedra de Zoser, en Sakkara. John Wilson subrayó, en su
City Invincible, que "hay que acreditar a Zoser no sólo los comienzos de la arquitectura
monumental de piedra, que se comenzó en Egipto, sino también la iniciación de un nuevo
monstruo: la burocracia". Ambas cosas no fueron mera coincidencia, sino natural
concordancia. W. F. Albright, comentando esto, señalaba que "el gran número de títulos que
ya se ven en los textos de la Primera Dinastía... suponen sin duda una oficialización bien
elaborada y minuciosa".
Una vez que se estableció la estructura jerárquica de la rnegamáquina, ya no hubo limitación
teórica alguna del número de manos que podía controlar ni del poder que podía ejercer, pues
la remoción de las dimensiones humanas y de los límites orgánicos naturales constituye el
principal orgullo de tan autoritaria máquina. Parte de su productividad se debe a su uso de la
coerción física irrestricta para superar la pereza humana o la fatiga corporal. La especialización
laboral era un paso necesario para el buen montaje y funcionamiento de la megamáquina,
pues sólo se podría lograr la ansiada precisión sobrehumana y obligatoria perfección de los
productos mediante la intensa concentración de destrezas en cada una de las partes del
proceso total.

En este momento comenzó la división en gran escala y la subdivisión del trabajo
con que nos encontramos en la sociedad moderna.
La máxima romana de que la Ley no se aplica a cuestiones triviales, es válida igualmente para
la rnegamáquina. Las enormes fuerzas puestas en movimiento por el rey exigían empresas
colectivas de tamaño descomunal, como grandes traslados de tierra y piedras para cambiar el
curso de los ríos, excavar canales o erigir murallas. Como ocurre con la tecnología moderna, la
megamáquina tendía cada vez más a dictar los fines a que debía aplicarse, excluyendo otras
necesidades más humanas, pero de menor importancia para la monarquía. La megamáquina
era, por naturaleza, grandiosa e impersonal y deliberadamente deshumanizada; tenía que
operar en gran escala, o no hacer nada, pues ninguna burocracia, por eficiente que sea, podría
gobernar directamente millares de pequeños talleres y granjas, cada cual con sus tradiciones
peculiares, sus especiales habilidades laborales, su propio orgullo y su particular sentido de
responsabilidad. Por eso, la rígida forma de control que manifestó en aquella gran máquina
colectiva, ha continuado adscripta hasta nuestros días a las grandes empresas masivas y a
operaciones en gran escala. Este defecto original limitó la extensión de la megatécnica hasta
que se inventaron los sustitutos mecánicos de los operadores humanos.
La importancia del enlace burocrático entre la fuente de poder -el rey "divino"- y las reales
máquinas humanas que realizaban los trabajos de construcción o destrucción, fue
auténticamente enorme: mucho más por ser la burocracia quien recogía los impuestos anuales
que sostenían aquella pirámide social, y reunía, por la coerción, las innumerables fuerzas
humanas que componían aquel organismo mecánico. La burocracia era, de hecho, la "máquina
invisible", a la que podríamos llamar también "máquina de comunicaciones", y que coexistía
con la "máquina militar" y la "máquina de trabajo", para formar, entre las tres, la gran
estructura totalitaria monárquica.

Otra importante calificación de la burocracia clásica es que ella no origina nada; su función es
trasmitir, sin alteración ni desviación, las órdenes que recibe de arriba, del cuartel general
central; y no puede admitir ninguna información meramente local ni ninguna consideración
humana que altere su inflexible proceso de transmisión. Sólo la corrupción o la rebelión
decidida pueden modificar su rígida organización. Tal método administrativo requiere
idealmente una cuidadosa represión de todas las funciones autónomas de la personalidad, así
como exige notables aptitudes para realizar sus tareas específicas con exactitud ritual. Ya
hemos visto que no era la primera vez que el orden ritual entraba en el proceso de trabajo, y
no es probable que tal sumisión invariable a tan monótonas repeticiones se hubiera podido
lograr con aquella reconocida fidelidad si no hubiera sido precedida por las disciplinas milenarias de los rituales religiosos.
De hecho, esa regimentación burocrática fue parte de una regimentación mucho más amplia
de todo aquel vivir, que había sido introducida por tal cultura, centrada y afirmada en la
fuerza. Nada emerge más claramente de los propios textos de las Pirámides, con su aburridora
repetición de fórmulas, que su colosal capacidad para soportar tanta monotonía: capacidad
que anticipa el súmmum del aburrimiento universal que hemos alcanzado en nuestros propios
tiempos. Esta compulsión verbal es el lado psíquico de la compulsión sistemática general que
dio existencia a la "máquina de trabajo"; sólo quienes eran suficientemente dóciles para
soportar este régimen -o suficientemente infantiles para divertirse con él- en cada una de las
etapas que van desde la orden hasta la ejecución, podían convertirse en unidades eficientes de
tales máquinas humanas.


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