Elegir bando

27 de abril de 2014. Fuente: Días Asaigonados

En el mundo de donde venimos nosotros, ante una huelga, no hay duda posible, todos los trabajadores sabemos de qué lado hay que estar. Pesan cuestiones de solidaridad, sentimentales y hasta de orgullo, pero sobre todo la conciencia de saber en qué consiste exactamente una huelga.

Por Álex Portero y Daniel Bernabé

En el mundo de donde venimos sabemos que la huelga, la paralización de la producción, es la única arma efectiva de quien sólo posee como moneda de cambio su fuerza de trabajo. Las huelgas no son un capricho, un divertido pasatiempo, son la respuesta ante un ataque empresarial que tiene, en último término, la codicia como motor: aumentar la tasa de beneficios en perjuicio de las condiciones laborales. Sabemos que cuando los trabajadores recurren a ella es como última salida, ya que una huelga perdida, a menudo, significa un cheque en blanco para el acoso laboral o directamente el despido.

Incluso sabemos que, aunque un conflicto laboral no te toque directamente, el resultado del mismo tarde o temprano acabará repercutiendo en tu vida. Por eso contemplamos con dolor las derrotas y celebramos las victorias como si fueran nuestras.

Por eso sabemos cuál es el significado preciso de la palabra compañero.

Desgraciadamente el mundo del que venimos -ese en el que el orgullo de la identidad obrera se lleva como una condecoración- está en retroceso; a cambio se nos ofrece un páramo posmoderno en el que el egoísmo, la frivolidad y lo ruín campan a sus anchas: serviles con el fuerte despiadados con el débil es la máxima a seguir.

El escritor y periodista Soto Ivars parece que se siente cómodo en este estercolero moral donde las personas han pasado a ser meras unidades de producción, e incluso las palabras, herramientas del que escribe, se han convertido en mercancía a disposición de mercaderes que puedan pagar por ellas. No diríamos que el par de artículos publicados por este columnista en El Confidencial, arremetiendo contra la huelga en Fnac y el sindicato convocante CGT, nos sorprendieron. Se ha convertido en algo habitual que ante un conflicto social o laboral se alcen voces, en apariencia desinteresadas e incluso con un pretendido halo rebelde, dando pábulo a una visión reaccionaria del mismo.

En el primero de ellos, Soto Ivars, intenta justificar su esquirolaje ante la campaña que pedía a los escritores no firmar en las mesas de Fnac en Sant Jordi. De argumentos pobres, la columna se refugia en ese cajón de sastre que es la crisis del sector editorial y la piratería, junto al respeto a quienes “han puesto el dinero” o sea, sus editores. Quizá, en un arranque de sinceridad no meditada, el autor, en el primer párrafo, lamenta perder esa gran oportunidad de sentarse junto a “Millás, Vila-Matas o Vicente del Bosque” (sic). Podríamos hablar largo y tendido sobre la crisis del sector editorial (los que firman estas líneas llevan ya unos cuantos años comiendo polvo en el Retiro y aguantando impertinencias de starlettes de la pluma) y su relación con la piratería -sin duda la hay- pero también de propuestas editoriales que, a pesar del bombo mediático y presunta popularidad virtual de sus autores- son incapaces de vender, ni siquiera, las estimaciones mínimas para alcanzar la rentabilidad de la tirada. Pero es que la cosa no iba de esto -es habitual el juego de manos cuando lo que se trata es ocultar algo- el asunto era tan sencillo como que se pedía un gesto, que muchos -incluso personajes televisivos tan deleznables como Buenafuente o Mejide- llevaron a cabo: no firmar en la mesa de la Fnac. Cosa que a Soto Ivars parecía desagradarle sobremanera.

Espoleado por las críticas recibidas -Soto Ivars, deberías escuchar a Billy Bragg, no cruces jamás la línea de un piquete- el autor publica un segundo artículo en el mismo medio en el que acusa a CGT de mentir, en el que califica la huelga de fracaso y capricho y la sitúa en la típica visión policiaca de la coacción del malvado y vago sindicalista que llega desde fuera a crear conflicto en un encomiable proyecto empresarial. El artículo cae en un triste ridículo al admitir que los recortes, si bien se producen, no son sólo en Fnac, sino en todo el sector del comercio.

Soto Ivars, sin duda, viene de un mundo diferente al nuestro -le importa su firma, su momento, más allá de problemas “secundarios” como las condiciones de trabajo de unos “dependientes”-; parece sufrir de cretinismo al no entender las contradicciones irresolubles entre sostener o aumentar (como es el caso en Fnac) la tasa de beneficio empresarial y el recorte en las condiciones de trabajo de los obreros. Pero Soto Ivars, pese a firmar cosas como Tenían veinte años y estaban locos es ya lo suficientemente maduro y cuerdo para entender del lado de quién hay que poner tu pluma si quieres llegar lejos en el proceloso mundo literario.

Los autores de este artículo no tenemos ninguna vinculación con CGT. Más allá del contenido concreto de su campaña (exitosa por otro lado, felicidades) acusar al sindicato de mentir agarrándose a porcentajes y opiniones que el autor dice de trabajadores del supermercado de la cultura es como poco tendencioso. Esgrime haber visto una nómina de 1300 euros, entendemos que la falta de costumbre comunicándose con miembros de la clase trabajadora puede ser la causa de semejante patinazo. Probablemente el interlocutor de Soto Ivars, es un VQ, una suerte de supervisor de vendedores o jefe de área, cuyo sueldo es superior al de un vendedor. Sumando antigüedad y trabajando a jornada completa el sueldo medio de un dependiente de FNAC ronda los 900 euros. Los contratos recientes nunca son jornadas completas, según trabajadores consultados más de la mitad de la plantilla trabaja a tiempo parcial sin posibilidad real de aumentar la jornada para alcanzar un sueldo mínimo. Si por 40 horas semanales, sumando pluses, unos pocos trabajadores cobran 900 euros, hagan ustedes las cuentas, restando antigüedades y recortando horarios. Baste, para los lectores interesados, que alberguen alguna duda, consultar alguna de las ofertas de trabajo que Fnac lanza de vez en cuando, o hablar -como hemos hecho nosotros- con alguno de los empleados. Asegurar que la huelga fue secundada solamente por cinco trabajadores constituye una manipulación intolerable, una aseveración ridícula, solamente hay que ver las imágenes de las tiendas desiertas y los stands de firmas vacíos. ¿Dónde se esconde la trampa?, FNAC lleva dos años consecutivos aplicando el artículo 41 del nuevo ET, es decir, una reforma sustancial de las condiciones laborales (que por cierto, tras la reforma laboral del PP, no requiere que la empresa que lo aplica presente pérdidas), quien no lo acepta, tiene 20 días para abandonar su puesto de trabajo con indemnización de 20 días por año y paro. Un chantaje de manual. El día 23 era el último día que los trabajadores de FNAC tenían para marcharse. Por tanto, quienes apoyaban la huelga, decidieron que era el día perfecto para convertirse en ex-empleados.

No se trata, exclusivamente, de un tema económico, se trata de vivir, maldita sea, invitamos a todo aquel que pone en duda la legitimidad de esta protesta a que trate de llevar una vida normal teniendo un trabajo cuyos horarios se planean y cambian semanalmente, con un reparto de horas sujeto a las necesidades de la empresa, Eso sin hablar de la insistencia de los mandos intermedios para utilizar a los trabajadores como captadores comerciales de socios o los sueldos, orgullo, sin duda, de las intenciones que la Troika tiene para España. Es el modelo del minijob, el esclavismo soterrado, el final de la hoja de ruta capitalista.

Pero es que este tema va más allá de la huelga de Sant Jordi, Fnac o la crisis del sector editorial. Este par de artículos explican a la perfección en qué se está convirtiendo la joven literatura española.

Soto Ivars es una anécdota -prescindible y sin gracia, por otra parte- pero refleja cómo cuando el moderneo canallita de las letras se pone la capa de librepensador siempre se escora hacia el mismo lado, el derecho, el único donde hay algo que pillar. Y lo insoportable, lo realmente asqueroso de la situación, es la pátina de inconformistas políticamente incorrectos que estos individuos -no hace tanto preocupados únicamente por mantener su status de fuckers noctámbulos- insisten en arrogarse.

Soto Ivars (y cia.) os vamos a explicar un par de cosas, y lo vamos a hacer desde el barro, la calle, el almacén repleto de cajas de vuestros libros en permanente devolución. Escribir contra un sindicato, uno especialmente digno y combativo como es CGT, no es políticamente incorrecto, no es subversivo, ni rebelde, es lo que se espera que ocurra en una sociedad con una disonancia cognitiva tan grande, que siendo víctima de la mayor estafa del último siglo, anda pendiente por buscar la culpa de su situación en todos lados menos donde realmente está: la banca y las multinacionales.

Soto Ivars, sinceramente, nos tenéis muy cansados, vosotros y vuestro mundo, donde la máxima preocupación es dejarse ver en tal presentación literaria, estrechar la mano adecuada, callar cuando toca y ladrar cuando se debe. Quizá, si salierais de vuestros estrechos horizontes de clase media superaríais esa mediocridad tan escapista que os impide ver lo realmente jodido que lo tienen millones de personas en este país.

Si tuvierais algo de vida -y vergüenza- seguiríais dedicándoos a lo único que se os da medio bien: la diletancia de bar de tendencias.

Es desesperante comprobar como, además, se dicen víctimas de la persecución de la sectaria izquierda cada vez que toman partido (partido por el poder, que es quien tiene las monedas y por tanto el futuro).

Para gente que escribe -además de tener un trabajo asalariado con el que intenta ganarse la vida- y lo hace sin pseudónimos, a cara descubierta, tomando partido -por los suyos, los obreros, los de abajo- es habitual frenar cada dos líneas y meditar las consecuencias de lo que se está haciendo, pararse a pensar si esa crítica afectará de alguna forma a su trabajo, qué puertas se cerrará, qué timbres no podrá tocar nunca más. El que se declara de izquierda -de esa izquierda que no es respetable, ni presentable, ni razonable, de esa izquierda que no se contenta con gestionar las migajas- sabe que una vez que se lanza la piedra ya no habrá cabida en prestigiosos diarios, agradables ambientes o estanterías de Fnac.

Sí, sabe lo que le toca, elige y acepta.

Acepta porque sabe de su condición de trabajador cultural, porque reconoce su posición, porque identifica a su igual: los escritores no son más que esa chica con chaleco que se desloma preparando todo para que la firma salga bien y, a la cual, la mayoría no tiene ni la decencia de dar los buenos días.

Por eso molesta tanto comprobar como, poco a poco, el sistema capitalista va minando las pocas parcelas en las que quedaba cierta dignidad. Los que controlan esto, aún escondiéndolo en público, saben que cuestiones como que el ser social determina la conciencia son tan ciertas como cierta es su maniobra para promocionar al escritor de clase media presuntamente no ideologizado, es decir, el que por tanto más ideologizado está; el que tomará parte siempre atendiendo antes a sus intereses personales que a los de la colectividad; el escritor que replicará -aún sin ni siquiera darse cuenta- el pensamiento de la clase dominante; el que apuntalará, sin pensarlo, la hegemonía ideológica que provoca que todo siga como está, que todo parezca cambiar para que, realmente, nada cambie. Es fácil, de donde venimos, tenemos claro que, o se tiene el látigo o se tiene la razón, pero no se pueden tener las dos cosas a la vez.

Algunos nos tendréis al lado, otros enfrente. Vosotros sabréis de qué lado estar.

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