Yugoslavia, II guerra mundial y después ...

El papel de mi familia en la revolución mundial

11 de junio de 2010.

"Yo tenía un tío, tías, abuelo, lo mismo que tenían los demás. Sin embargo, de los demás decían: ’Es una familia muy respetable’, mientras que de nosotros abreviaban: ’Son chusma’. Vivíamos el desenlace de la guerra mundial, el final de la ocupación, el principo de una nueva era, y utilizábamos objetos tales como camas, cucharas, agua de colonia; todo igual que el resto. No sé por qué había diferencias. De los demás decían: ’Lo tienen todo’; de nosotros:’¡Vagabundos, visten harapos, ni un céntimo en el bolsillo!’. En la lista de vecinos del inmueble alguien escribó ’mujeriego’ tras el nombre del tío, tras el de papá ’borracho’, tras el mío ’imbécil’. Detrás del de mi madre no escribieron nada; ella se quejó: ’Pobre de mí’. Las tías se preguntaban: ’¿Por qué nos odian?’. El abuelo consideró: ’Porque nos entendemos bien’. El tío no estuvo de acuerdo: ’Sí, hombre, justamente eso’. Continuamos viviendo en familia igual que antes".

Bora Cosic

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Intenté hacer pompas de jabón. El abuelo preguntó: «¿Con qué me voy a afeitar yo?» Hice aviones con papel de periódico. Papá gritó: «¡Todavía no lo había leído!» Luego hice una serpiente de plastilina. Mamá vio la serpiente de ojos rojos, se desmayó y se cayó sin elegir el sitio. Las tías también se desmayaban por las escenas fuertes de los libros, o por el calor, o a veces por pura pena. También se desmayó el tío, casualmente, cuando se volcó la silla en la que estaba sentado. Tuvo una conmoción cerebral, pero luego se acordaba de todo. Mi padre se desmayó un día cuando intentaban ponerlo sobrio obligándolo a beber vinagre. El abuelo siempre estaba en forma y se enfadaba: «¡Basta ya de tantas sirvengonzonerías!» Yo también quería desmayarme pero no sabía cómo.

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Papá regresó y preguntó: “¿Otra vez estás planchando aunque te duelan las muelas?”. Mamá contestó: ¿Y qué voy a hacer, si tienes que llevar la maldita camisa blanca en esa tienda de ladrones?” Papá cogió la plancha ardiendo y la tiró al patio por la ventana. Luego abrió una botella de cerveza de fabricación nacional, la chapa saltó por los aires, y dijo: “Esto ya está mejor”. El abuelo miraba por la ventana y comentó: “Le ha faltado un tris para matar al portero.” Papá se apoyó en dos sillas y elevó las piernas, manteniéndolas en el aire. El abuelo le preguntó: “¿Por qué no te apuntas para trabajar en una compañía de circo?” Yo grité: “¡Viva el circo Klucki!” Mi tío explicó: “Ese se hundió en el océano.”

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Las copas de la vitrina tintineaban, la lámpara se balanceaba. El abuelo ordenó: “¡Todos bajo el dintel!” Y nos quedamos en la puerta muy juntitos hasta que el terremoto pasó. El tío afirmó: “Seguro que ha sido en Turquía y ahora hay allí muertos a montones.” La casa tembló todavía varias veces, pero se debía al tranvía que pasaba.

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Mamá ordenó: “¡Que no te vea poner un pie fuera de casa!” Voja Blosa me dijo: “Anda, vente, vamos a vender cuchillas de afeitar.” Yo le respondí: “Prefiero quedarme leyendo El Gran Van o cualquier otro libro.” El abuelo me advirtió: “Vas a tener un derrame en la rodilla de tanto leer.”

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El teniente Vaculic confirmó: “Nosotros crearemos un jardín allí donde otros solo querían degollar y matar.” El tío le preguntó: “He oído que va a cambiar nuestra vida, incluso a costa de las vidas de algunos de nosotros.” El camarada Abas le rectificó: “No, solo que tendremos todo en común, los pensamientos, los sentimientos y demás cosas íntimas.”

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El secretario Simo Tepcija me espetó a la cara: “Seguro que a ti todavía te lava tu madre.” Una camarada con trenzas afirmó: “Él no es ni hombre ni mujer, pues escribe poesía.” Mi tío añadió: “He oído que en Rusia todo el mundo escribe poesía, pero a algunos de ellos después los matan.” Mamá me abrazó con fuerza y exclamó: “¡Dios nos guarde, mejor que seas cerrajero!”

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En la nueva habitación, muy bonita, nosotros continuamos cantando canciones rusas y otras, mamá preparó aguardiente caliente para todos, yo tomé dos sorbos y enseguida di una conferencia sobre los defensores de Leningrado, en ruso, aunque no sabía esa lengua.

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Nos interesábamos a menudo por la suerte que habían corrido algunos camaradas que se habían sentado en nuestra cocina y más tarde no habían vuelto a aparecer, aunque no debiéramos hacerlo. Nos asustábamos muchas veces por los grandes cambios, sucedidos de la noche a la mañana, en relación a varios estudiantes y sus destinos, y eso era incorrecto e innecesario. Mamá siempre pronunciaba su imprudentísima frase: “Pero ellos también son personas de carne y hueso”, pese a que más tarde se demostró que no era cierto.

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Empecé a cambiar lavoz; el abuelo se volvió y preguntó: "¿Quién me está hablando?" Mamá le explicó: "Déjalo que acabe de hacer el cambio y podrá cantar ópera." Las piernas, los brazos, los huesos en general, comenzaron a crecerme. Mientras comíamos, mamá le dijo a papá: "Tienes que explicarle todo, yo como mujer no puedo hacerlo." El tío exclamó de inmediato: "¡Enseñar al enseñado!" Yo fui al retrete; mamá empujó a papá para que entrara conmigo. Lo animó: "Díselo de hombre a hombre." Papá se quedó mirando cómo orinaba y me dijo: "Eso no es nada, todo es natural." Yo respondí: "Ya lo sé."
Papá llegó al alba, fue directo a la ducha y pasó allí un buen rato. Luego apareció bien vestido y de buen humor. Mamá dijo: "Bébete este té ruso y te sentirás en plena forma." El abuelo amenazó a papá: "Habría que escribir una carta a todos los miembros de la familia, incluso a los más lejanos, sobre tu comportamiento." Papá respondió, en tono conciliador: "Quería traeros a todo suna chocolatina, pero luego me he dado cuenta de que no tenía un céntimo." Mamá murmuró: "Pobrecito compañero mío, nadie le quiere." Papá sacó del bolsillo unas chocolatinas llamadas nestlé, empezó a colocarlas en fila sobre la mesa y explicó: "Me tocaron en la tómbola." En las chocolatinas había pegatinas del capitán Grant y de otros grandes hombres. Mamá me dio los cromos y fundió las chocolatinas para hacer una sola tableta de chocolate, y dijo: "¡Para Navidad!" Papá compraba billetes de lotería con la inscripción "Lotería nacional" en los que había pintado un niño desnudo sobre un montón de dinero. El abuelo apuntó: "El impuesto de los tontos." Papá afirmó: "Algún día me tocará un millón y me largaré a América." El abuelo respondió: "¡Ja, ja, ja!" El abuelo citaba las fechas en que papá estaba sobrio del mismo modo que las de los mayores acontecimientos europeos, repetía las expresiones groseras de papá y por fin le recordaba que le debía setenta dinares.
Por aquel entonces a papá le sacaron de la rodilla un perdigón que tenía desde la infancia. Al cabo de treinta años el perdigón había empezado a pasearse, y la pierna de papá se hinchó. Luego trajeron la bolita en una caja de cerillas, era áspera y muy negra. En la despensa, entre los tarros de compota de ciruela, guardaban uno con las amígdalas de mi tío, pero esa es otra historia.

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Mamá cosió una bolsa. En la bolsa bordó las palabras «Papel de periódico.» También bordó a papá sentado en la taza del retrete con los pantalones bajados y leyendo. El bordado tenía tres colores: uno para papá, otro para los pantalones y el tercero para los periódicos. Papá se parecía mucho al de bolsa, salvo que, sin ninguna relación con la realidad, en el bordado era calvo, quizá por venganza. En la bolsa guardaban el papel de periódico cortado con un gran cuchillo de cocina. El papel lo cortaba el abuelo, y solo había periódicos que papá ya hubiera leído. Yo lo escribí en una redacción que nos pusieron de deberes, «Nuestra vida en el retrete y en otros lugares». Mamá dijo: «¡Pero qué clase de escuela es esta que saca todo a la luz!

¡Qué horror!» Y yo le respondí: «¡Como si a mí me pidieran opinión!»

Mamá estaba encaramada a la ventana con un trapo en la mano y limpiaba los cristales. Allí colgaba sobre un abismo de tres pisos. En casa todos gritaban, el abuelo quiso sujetar la por las piernas, una de mis tías se desmayó. Papá pregun tó: «¿Tienes que colgarte así para limpiar?» Mamá dijo: «¡Sí!» Mamá hacía el tomate frito en una gran olla de las que se utilizan para lavar la ropa; el tomate hervía a borbotones. Mamá se ponía de pie sobre un taburete desde donde removía la salsa con una larga cuchara de madera, manteniéndose a distancia. Mi tío, el hermano de mi madre, dijo: «¡Anda que como se caiga en la olla...!» La salsa de tomate salpicaba por todas partes, manchaba la pared y nos quemaba los dedos. Mamá se justificó: «¡Qué le voy a hacer!» La vida estaba llena de peligros.

::editorial minúscula

:: Selección de Textos: Nekane Bengoa


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