El Toro de la Vega y la clave de lo que nos hace humanos

16 de septiembre de 2015. Fuente: La Marea

“Para justificar el crimen de Tordesillas no vale el apelativo a la tradición y la costumbre. Porque también era costumbre en Europa quemar a los herejes y era tradición batirse en duelo a muerte entre caballeros medievales”, asegura el autor.

Por Toño Fraguas

Imagen de archivo del Toro de la Vega en Tordesillas. PACMA

Lo que nos hace humanos, en buena medida, es la consciencia de nuestra propia existencia y de nuestra fugacidad. Cuando los antropólogos buscan en los yacimientos prehistóricos indicios de los primeros comportamientos puramente humanos, lo que buscan son ejemplos de este tipo de autoconsciencia. Entre los vestigios que muestran una alborada de la humanidad tienen especial importancia los enterramientos, porque indican que los individuos de un grupo humano se reconocieron en la suerte de un semejante fallecido y, mediante ritos funerarios, le ofrecieron aquello que cada miembro del grupo querría para sí: afecto, atención, respeto y memoria.

Para que un homínido le reconociera la condición de semejante a otro homínido, primero tuvo que reconocerse a sí mismo, hubo de tener autoconsciencia. Y además, para prepararle una ceremonia fúnebre a ese otro homínido, tuvo que pensar acerca de la fugacidad y la finitud de la existencia de él mismo y de sus semejantes. Como hemos dicho, ser conscientes de nuestra propia existencia y fugacidad es un rasgo eminentemente humano.

El hecho de que un homínido se pusiera en el lugar de otro implica un sentimiento de empatía. A lo largo de milenios, la empatía se ha mostrado como una efectiva estrategia de supervivencia y, por lo tanto, como un rasgo de pura y simple inteligencia. La empatía genera vínculos y los vínculos generan grupos. Todo el mundo sabe que, en grupo, es más fácil sobrevivir y alcanzar metas.

Si alguien quisiera escribir una auténtica historia de la humanidad debería para ello escribir una historia de la compasión. Aquello que nos hace humanos –lo que nos otorga la característica de la humanidad– no es, como se suele creer, un proceso acabado. Los antropólogos Eudald Carbonell y Policarp Hortolà distinguen entre hominización y humanización: “La hominización es un proceso biológico en el que una serie de cambios morfológicos y etológicos en el orden de los primates generan una estructura con un potencial evolutivo enorme”. La hominización es, pues, básicamente, el surgimiento y evolución de individuos del género homo, al que pertenecemos todos nosotros como especie.

Sin embargo la humanización, según estos antropólogos, es “la adquisición de la capacidad de pensar sobre nuestra inteligencia, de entender el proceso de la vida y de adaptarse al entorno través del conocimiento, la tecnología y el pensamiento”. La humanización es entonces una transformación gradual que nos va distinguiendo como humanos. Dado que tanto nuestra inteligencia, como el proceso de la vida y el entorno cambian –de hecho el ser humano es capaz de alterarlos– el proceso de humanización es, de por sí, inacabable.

La empatía es una de las principales herramientas de humanización; pero no todos los seres humanos son capaces de emplearla en igual medida. Me atrevo a decir que, a mayor capacidad de empatía, mayor grado de humanización. Una persona con gran capacidad empática es un ser humano más avanzado, con más habilidades y capacidades, más inteligente y sabio, que una persona con poca capacidad empática.

Es fácil, por ejemplo, mostrar empatía hacia nuestra familia. Es casi un instinto que compartimos con otros animales: ello no nos humaniza demasiado. Mostrar empatía hacia un grupo de amigos ya supone un grado algo mayor de humanización. Así, nuestro grado de humanización aumenta progresivamente cuando vamos incorporando sentimientos de empatía hacia grupos cada vez más extensos: primero, al sentir empatía hacia familiares, luego, hacia amigos, luego, hacia conocidos, hacia compañeros de trabajo, vecinos, conciudadanos, compatriotas, etcétera, hasta llegar, por último, a sentir empatía por todos los miembros de nuestra especie.

Goza de un mayor grado de humanización quien siente una fuerte empatía hacia todo ser humano por el hecho de serlo (incluyendo, eso sí, muchos de los niveles intermedios que acabo de enumerar) que quien sólo la siente por los de su país o los de su equipo de fútbol. Pero cuenta con un grado mucho mayor de humanización quien es capaz de sentir empatía, además, por aquellos individuos que no son de su especie. La empatía y compasión hacia los animales es uno de las grados máximos de humanización y, por tanto, de habilidad intelectual y afectiva.

Ya dijimos que para que un homínido le reconociera a otro homínido la condición de semejante, primero tuvo que reconocerse a sí mismo. Lo mismo ocurre en el caso de los animales. Un ser humano tiene primero que reconocer su condición de animal para reconocer en otro animal a un semejante y poder así ponerse en su lugar.

La tortura y asesinato de animales con meros fines recreativos o folclóricos –como ocurre en el innecesario desenlace de las corridas de toros y con la supuesta tradición del Toro de la Vega, en Tordesillas–, son conductas inhumanas, aunque quienes las practican y admiran no hayan alcanzado aún el suficiente grado de humanización como para darse cuenta. Por razones educativas, culturales o de otro tipo, esas personas carecen todavía de las necesarias habilidades intelectuales y afectivas para ponerse en el lugar del animal, de empatizar con él (en el caso del Toro de la Vega, de ponerse en el lugar de Rompesuelas, el ser vivo que hoy será torturado hasta la muerte).

En una ocasión un torero muy famoso dijo que si uno “vive la lidia” desde pequeño y crece con ella –de la mano de sus padres, abuelos, tíos, etcétera– uno no ve nada malo en la tortura y el asesinato del toro (él no empleó, claro, las palabras tortura ni asesinato). Esta ramplona argumentación explica que en los países en los que los niños crecen viendo cómo se maltrata cotidianamente a las mujeres no vean nada malo en ello; como tampoco ven nada malo los niños ricos que faltan al respeto de sus criadas porque así lo hacen sus padres. Son personas educadas en la ausencia de empatía o en capacidades empáticas muy limitadas (tribales, etnicistas, religiosas, clasistas, nacionalistas, ideológicas, deportivas…). El hecho de que nuestro entorno tolere, admire o incluso premie ciertas prácticas no quiere decir que esas prácticas sean tolerables ni admirables. Pero claro, el niño realiza una retribución afectiva: ‘si mi abuelo, padre, tío, etcétera, me aman y, además, aman estas prácticas, entonces yo, por amor a ellos, también debo amarlas, debo incluso aprender a amarlas‘.

Esto es lo que les sucede a los partidarios del Toro de la Vega, aman esta salvajada por una equivocada retribución afectiva hacia sus antepasados. De hecho considerarán que quien critique el Toro de la Vega o la tauromaquía estará insultándoles a ellos y a sus familiares. Esta forma de sentir los sitúa lejos de alcanzar el necesario grado de humanización (esto es, de habilidad afectivo-intelectual) para acabar con dicha práctica. Los sitúa tan lejos, de hecho, que no sólo no ven nada malo en la tortura y asesinato, sino que incluso disfrutan con el sufrimiento del animal. Tienen pues todavía que recorrer un largo camino de desarrollo intelectual y afectivo hacia un grado mayor de humanización, hasta que tomen conciencia de que un ser humano no puede permitir estas prácticas.

Está claro que en el futuro se hará cada vez más impensable para mayor número de personas el hecho de torturar a un ser vivo y de matarlo por mera diversión o folclore. En este sentido se puede decir que los que con más beligerancia se oponen hoy a crímenes como el de Tordesillas son seres humanos del futuro, están más humanizados –y por lo tanto son más auténticamente inteligentes y capaces de amar– que los torturadores.

Para justificar el crimen de Tordesillas no vale el apelativo a la tradición y la costumbre. Porque también era costumbre en Europa quemar a los herejes y era tradición batirse en duelo a muerte entre caballeros medievales. Hoy en día no hace falta demasiada argumentación para desterrar esas tradiciones, como tampoco debería hacer falta demasiada argumentación para acabar con la barbarie del Toro de la Vega.

Por desgracia el ser humano, en su conjunto, ha alcanzado antes la capacidad de acabar con el planeta y consigo mismo como especie que la capacidad de empatizar con todos los seres vivos; pero es la empatía –aquello que nos hace genuinamente y cada vez más humanos– lo único que puede salvarnos como especie. Los humanos necesitamos ponernos en el lugar del resto de seres vivos para sobrevivir; porque en realidad, nuestro lugar y el suyo son el mismo.


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