Divagación sobre el realismo socialista

11 de enero de 2010.

El realismo socialista implica, pues, una voluntad de alinear la creatividad en la lucha de las ideas por revelar la injusticia y proponer una alternativa de progreso, y era, así formulado, una propuesta de doble cambio de actitud vivencial del creador, abastecido así de un nuevo punto de vista moral y de un incentivo estético excitante, porque allí, al final de la operación, en lontananza, se prefiguraba un nuevo público, para el que había que buscar temas situados más allá de las obsesiones fantasmagóricas del yo narcisista pequeño burgués y un lenguaje comunicacional revolucionario en los años treinta, tan experimental y aventurado como el utilizado por Lezama Lima, advertencia de paso, pero necesaria, dentro de una república cultural como la nuestra en la que investigación formal quiere decir exclusivamente tener una sintaxis de submarinista sin escafandra o una verbalidad cantinflera de vendedor de nadas pocos.

Manuel Vázquez Montalbán

"Puede decirse que, gracias a ellos, durante dos mil años la humanidad ha practicado el mal, pero ha honrado el bien". He aquí un sarcasmo lapidador de Julien Benda que es casi tesis y conclusión de La Trahison des clercs, una de las primeras reflexiones publicadas (1927) sobre el sentido moderno del compromiso de los intelectuales. A unos cuantos kilómetros de distancia le daba vueltas al asunto Antonio Gramsci, en la necesidad de enriquecer el frente revolucionario de la clase obrera con el saber y el saber decir de intelectuales desclasados que asumieran la revolución como un hecho de conciencia. En 1933 Jean Guéhenno, factótum de la prestigiada revista Vendredi, utilizaba por primera vez la palabra engagement, y dos años después, como recordaba Juan Cueto hace pocas semanas en una columna de EL PAÍS, congresos de escritores soviéticos y antifascistas consagraban la opción estética del realismo socialista como un compromiso estético revolucionario que implicaba la forma y el contenido.Una mirada, aunque sea ligera, por el fascinante período de entreguerras mundiales de este siglo (me refiero a las dos guerras mundiales que ha habido hasta ahora) revela la cantidad de evidencias inaplazables, pero aplazadas, que aquellas gentes reunieron, en un esfuerzo de comprensión de la vida y de la historia realmente gigantesco. Cualquier causa hoy reivindicada, sea individual o colectiva, ya era una reivindicación en los años veinte y treinta, lo que demuestra el reflujo conservador y aplazador que significó la segunda guerra mundial y sus consecuencias: una redivisión del mundo en cotos de caza y el establecimiento paulatino del cilicio del mal menor en torno de las zonas más creadoras del cuerpo humano y social. Y no era en aquella época cuestión baladí el tema del compromiso de los sacerdotes de la cultura y que ese tema, inicialmente inscrito en la parcela de la moral y el talante, acabara llevando al de la función social de la creatividad. Se ha dicho que la estética del realismo socialista fue dictada como una razón de Estado y exportada como un elemento más del estalinismo a partir de las plataformas intelectuales de la III Internacional. Pero el embrión de ese compromiso estético explicitado ya está presente en la reflexión teórica de Plejanov o Lukacs, y el debate sobre el realismo entre Lukacs y Brecht implica el de la función social revolucionaria de la creatividad. Como está presente en la conciencia individual creadora de cada escritor y artista contemporáneo, es decir, de vuelta ya de la creencia de que existen pautas universales y eternas de creatividad. Se reconociera a sí mismo como reproductor o revelador de realidades, el creador contemporáneo se sabía pendiente del hilo de la tradición y sólo justificado por su capacidad de innovación desde tan incómoda postura. Se sabía asumido por una clientela y, por tanto, tentado a abastecer más que a proponer fuera desde el tic vanguardístico o desde su contrario.

Hay ya en aquel momento dos maneras de entender la ruptura con una determinada función social de la creatividad. Para los surrealistas puros, Breton a la cabeza, la subversión de los valores burgueses legitima el cambio de la función social de la creatividad, sin necesidad de practicar el reduccionismo temático implícito en el realismo socialista. Escribía Breton en 1937: "... Rechazamos como errónea la concepción del realismo socialista que pretende imponer al artista, por exclusión de cualquier otro, el retrato de la miseria proletaria y la lucha emprendida por el proletario para su liberación". No es extraño que esta toma de posición de Bretón fuera jaleada inmediatamente por Trotsky, finísimo degustador de la literatura de su tiempo e implacable fustigador incluso desde el poder de los dogmáticos partidarios de la "cultura proletaria". Y frente a Breton, los que asumen el realismo socialista como escritores de Estado, los soviéticos, con el Ehremburg predeshielo a la cabeza, y los que lo asumen desde una entusiasmada ingenuidad de pequeños burgueses que expían así su culpabilidad estetizante, y en este capítulo caben desde los seniors Romain Rolland o Barbusse hasta ese jovencito Frankenstein que fue Louis Aragon. Y, sin embargo, desprovisto del reduccionismo temático y dirigido, la tesis del realismo socialista no era una bellaquería concebida en el cerebro de un burócrata. Respondía a una visión dialéctica y progresista del crecimiento continuo del espíritu, la misma que estaba presente detrás del optimismo histórico del marxismo y de otras culturas revolucionarias convencidas de la inmediata hegemonía de un nuevo sujeto histórico ascendente: la clase obrera. En el fondo de la tesis del realismo socialista subyace la afirmación de la literatura y el arte como reveladores de realidad (función tradicional de la que se había apropiado la burguesía) con la añadida de influir sobre la realidad para transformarla en un sentido progresista. Balzac, Stendhal, Flaubert o Courbet, Renoir o Cézanne reproducen o revelan realidad, pero no tienen la intención histórica de cambiar a través de su medio de conocimiento y de acción la novela o la pintura, la realidad realmente existente.

El realismo socialista implica, pues, una voluntad de alinear la creatividad en la lucha de las ideas por revelar la injusticia y proponer una alternativa de progreso, y era, así formulado, una propuesta de doble cambio de actitud vivencial del creador, abastecido así de un nuevo punto de vista moral y de un incentivo estético excitante, porque allí, al final de la operación, en lontananza, se prefiguraba un nuevo público, para el que había que buscar temas situados más allá de las obsesiones fantasmagóricas del yo narcisista pequeño burgués y un lenguaje comunicacional revolucionario en los años treinta, tan experimental y aventurado como el utilizado por Lezama Lima, advertencia de paso, pero necesaria, dentro de una república cultural como la nuestra en la que investigación formal quiere decir exclusivamente tener una sintaxis de submarinista sin escafandra o una verbalidad cantinflera de vendedor de nadas pocos. La historia dio ocasión partir de 1939 para que los problemas morales de los intelectuales revolucionarios de entreguerras se solucionaran por el procedimiento de la toma de partido en combate abierto contra el fascismo, es decir, les sacó de los salones literarios o congresuales donde estaban encerrados con el único juguete de la relación entre creatividad e historia y les hizo materializar una conducta histórica combatiente jugándose el tipo. Hay que decir que más de un realista socialista de salón se convirtió en coexistente con el régimen de Vichy o directamente con las tropas de ocupación alemanas, pero una buena parte de aquellos clérigos, tan duramente emplazados por Benda, supieron estar a la altura de las circunstancia se incluso algunos dieron la vida, que es un valor de uso personal e intransferible.

Al final de la guerra mundial, el tema del realismo socialista quedó como retórica estética oficial de los países socialistas o como etiqueta injustamente aplicada sobre una literatura de recuperación de la memoria oculta, la italiana, o una literatura de vanguardia resistencial como fue la española de los años cincuenta. En relación con aquel período y con el contexto de lo oficial literario en la España de Franco, García Hortelano, o Fernández Santos, o Sánchez Ferlosio son tan experimentales como Joyce y Julián Ríos juntos, y a estos dos los cito por orden de aparición escénica y alfabético. Pero no por obsoleta la etiqueta quedaba solucionada la cuestión de la función social de la creatividad, porque tenerla la tiene, y si bien un análisis marxista de la cuestión la ha simplificado hasta la caricatura, no hay que ocultar la instrumentalización real que la clase dominante hace de artes y letras como fijadores del espíritu de su hegemonía. Pero ha cambiado radicalmente el talante del clérigo, de todo tipo de clérigos, y en el fondo del fondo, sea el clérigo de la literatura, el de las artes o el de la Iglesia, ha dejado de creer en el Absoluto y no se plantea cuestiones que vayan más allá del posibilismo de oficio y de aspectos corporativistas del mismo. Incluso los cultivadores de la creatividad ensimismada, aparentemente los más puros adalides de la independencia ética y. política de la escritura, difícilmente renuncian a cobrar dividendos de prestigio en esta vida, porque saben que el Parnaso universal es una quimera, y el español, en particular, depende de la buena o mala voluntad de los profesores de enseñanza media, de los traductores franceses y de los departamentos universitarios norteamericanos de cultura española. Seamos sinceros. Ya nadie espera la sanción del proletariado ni la de la propia estimación por la obra que sólo uno mismo sabe que está bien hecha y por qué está bien hecha.

Este ensimismamiento, un tanto cínico, del clérigo cultural europeo se ha extendido a otras latitudes, incluso a la latinoamericana, donde el realismo socialista es contemplado hoy como un anacronismo por parte de los clérigos establecidos. Y, sin embargo, uno de vez en cuando se sorprende cuando en situaciones de gran dramatismo histórico, situaciones de prefascismo o posfascismo, rebrotan flores del arte o la literatura emparentadas con el llamado realismo socialista. No se trata de que estemos ante una estética tan aplazada como la revolución permanente, sino de la evidencia misma de que el realismo socialista es una respuesta legítima a determinadas obsesiones del espíritu creador acuciado por agresión de la historia. Y cuando de esto se trata, me parece un ¡smo estético tan legítimo, decente, honorable, respetable y degustable como cualquier otro, en la sabiduría además de que los ismos no existen y son nomenclaturas imaginarias que reducen lo que mentan.

:: Fuente: El País. 1984


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