¿De quién es la culpa?

14 de enero de 2011.

Esta vez, todos los comentaristas están de acuerdo: lo que está pasando no es una simple turbulencia pasajera de los mercados financieros. Estamos ante una crisis considerada la peor desde la segunda guerra mundial, o desde 1929. Pero ¿de quién es la culpa, y dónde encontrar la salida?

La respuesta es casi siempre la misma: la “economía real” está sana, lo que amenaza a la economía mundial son los mecanismos insanos de un sistema financiero que ha escapado de todo control. Entonces, la explicación más facilona, pero también la más difundida, atribuye toda la responsabilidad a la “avidez” de un puñado de especuladores que habrían estado jugando con el dinero de todos como si estuvieran en un casino. Sin embargo, esto de reducir los arcanos de la economía capitalista, cuando ésta anda mal, a las artimañas de una conspiración de malvados, tiene una tradición larga y peligrosa. Apuntar una vez más a unos chivos expiatorios, a los “altos financistas judíos” u otros, ofreciéndolos a la indignación del “pueblo honesto” formado por trabajadores y ahorradores, sería la peor de las salidas posibles.

Oponer un “mal” capitalismo “anglosajón” depredador y desenfrenado, a un “buen” capitalismo “continental”[1] más responsable, tampoco es una actitud seria. En las últimas semanas hemos comprobado que ambos se distinguen sólo por matices. Todos los que reclaman – desde la asociación ATTAC a Sarkozy – “más regulación” de los mercados financieros, ven en las locuras de las Bolsas sólo un “exceso”, un tumor en un cuerpo sano.

¿Y si por el contrario la financiarización, lejos de haber arruinado la economía real, la hubiera ayudado a sobrevivir más allá de su fecha de vencimiento? ¿Y si le hubiera dado un soplo de vida a un cuerpo moribundo? ¿Por qué estamos tan seguros de que el capitalismo está exento del ciclo de nacimiento, crecimiento y muerte? ¿No puede acaso contener límites intrínsecos a su desarrollo, límites que no residen solamente en la existencia de un enemigo declarado (el proletariado, a los pueblos oprimidos), ni al agotamiento de los recursos naturales?

Actualmente, de nuevo se ha puesto de moda citar a Karl Marx. Pero el filósofo alemán no habló solamente de lucha de clases. También previó la eventualidad de que un día la máquina capitalista se detuviera por sí misma, al agotarse su dinámica. ¿Por qué? La producción capitalista de mercancías contiene, desde el principio, una contradicción interna, una verdadera bomba de efecto retardado alojada en sus mismos fundamentos. No se puede hacer fructificar el capital, y por tanto acumularlo, más que explotando la fuerza de trabajo. Pero el trabajador, con tal de generar un beneficio para su empresario, debe ser equipado con las herramientas necesarias, y hoy con las tecnologías de punta. De esto resulta una carrera continua – la competencia obliga – en el empleo de tecnologías. A cada paso, el primer empresario que recurre a nuevas tecnologías gana, porque sus obreros producen más que los que no disponen de estas herramientas. Pero a la vez el sistema entero pierde, porque las tecnologías van reemplazando al trabajo humano. El valor de cada mercancía contiene por consiguiente porciones cada vez más reducidas de trabajo humano – el cual es sin embargo la única fuente de plusvalía, y por tanto de beneficio. El desarrollo de la tecnología reduce los beneficios en su totalidad. Sin embargo, durante uno siglo y medio la expansión de la producción de mercancías a escala global pudo compensar esta tendencia a la disminución del valor de cada mercancía.

Desde los años setenta del siglo pasado, este mecanismo – que ya no era otra cosa que una huida hacia adelante – se atascó. Paradójicamente, fueron los aumentos de productividad derivados del uso de la microelectrónica lo que puso en crisis al capitalismo. Para hacer trabajar a los pocos obreros que quedaban según los estándares de productividad del mercado mundial, hicieron falta inversiones cada vez más gigantescas. La acumulación real de capital amenazaba detenerse. Ese fue el momento en que el “capital ficticio”, como lo llamó Marx, hizo su entrada en escena. El abandono de la convertibilidad del dólar en oro, en 1971, eliminó la última válvula de seguridad, el último anclaje de las finanzas a la acumulación real. El crédito no es más que una anticipación de las futuras ganancias esperadas. Pero cuando la producción de valor, y por tanto de plusvalía, en la economía real se estanca (lo que no tiene nada que ver con un estancamiento de la producción de cosas: el capitalismo funciona a partir de la producción de plusvalía y no de productos con valor de uso), lo único que le permite en lo sucesivo a los propietarios de capital obtener beneficios imposibles de obtener en la economía real, son las finanzas. El auge del neoliberalismo a partir de 1980 no fue una maniobra malévola de los capitalistas más codiciosos, ni un golpe de Estado preparado con la ayuda de unos políticos complacientes, como quiere hacer creer la izquierda “radical” (que ahora debe decidirse: o pasa a una crítica del capitalismo a secas, aun si éste no se proclama neoliberal; o participa en la gestión de un capitalismo emergente que incluye una parte de las críticas dirigidas contra sus “excesos”). Por el contrario, el neoliberalismo fue la única manera posible de prolongar todavía un poco más el sistema capitalista, cuyos fundamentos nadie quería cuestionar seriamente, ni a la derecha ni a la izquierda. Numerosas empresas e individuos pudieron mantener por bastante tiempo una ilusión de prosperidad, gracias al crédito. Ahora, esta muleta también se ha roto. Sin embargo el regreso al keynesianismo, sugerido un poco por todas partes, será completamente imposible: ya no hay suficiente dinero “real” a disposición de los Estados. Por el momento, los “responsables” han logrado aplazar un poco el Mene, Tekel, Peres[2] añadiendo un cero más a las cifras antojadizas escritas sobre las pantallas y a las cuales no corresponde nada más. Los préstamos concedidos últimamente para salvar las Bolsas son diez veces más grandes que los agujeros que hacían temblar los mercados hace diez años – sin embargo la producción real (digamos, trivialmente, el PIB) ¡ha aumentado cerca de un 20-30%! Este “crecimiento económico” no tuvo una base propia, sino que fue causado por las burbujas financieras. Pero cuando estas burbujas revienten, no habrá un “saneamiento” después del cual todo pueda volver a empezar.

Quizás no habrá un “viernes negro” como en 1929, ni un “Día del Juicio”. Pero hay buenas razones para creer que estamos viviendo el fin de una larga época histórica. La época en que la actividad productiva y los productos no sirven para satisfacer necesidades, sino para alimentar el ciclo incesante del trabajo que valoriza al capital y del capital que emplea al trabajo. La mercancía y el trabajo, el dinero y la regulación estatal, la competencia y el mercado: tras las crisis financieras que se repiten desde hace veinte años con cada vez más intensidad, se perfila la crisis de todas estas categorías. Las cuales, siempre es bueno recordarlo, no han formado parte de la existencia humana en todas las épocas y en todas partes. Tales categorías tomaron posesión de la vida humana durante los últimos siglos, y podrán evolucionar hacia algo diferente: algo mejor o algo aun peor. Como sea, no es el tipo de decisión que se pueda tomar en una reunión del G8…

Anselm Jappe

Notas:

[1] Con esta expresión, “capitalismo continental”, el autor se refiere al capitalismo europeo, que presume de ser más razonable y humano que el norteamericano (NdT).

[2] Mene, Tekel, Peres: según se relata en el Antiguo Testamento ( Daniel 5: 1-30), estas palabras fueron inscritas en los muros del palacio del sacrílego rey Belsasar, para anunciar su inminente ruina y la caída de su imperio (NdT).

Fuente:Klinamen


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