Comunas: nosotros nos vamos

2 de diciembre de 2009.

La idea de que la mejor manera de producir el cambio social es salir de la sociedad y fundar una vida nueva en algún lugar que todavía no esté pervertido por la vida moderna tiene gran solera. En realidad, las sectas religiosas fueron los grandes avanzados de la comuna. Desde que Lutero tuviera la ocurrencia de decretar la libre interpretación de La Biblia, fueron apareciendo casi tantas sectas protestantes como lecturas de La Biblia son posibles. La tradición marcaba que cada lectura fuese más pura que la anterior. Al final, si uno quería escindirse para promover una experiencia bíblica más auténtica, no le quedaba más remedio que convencer a diez o veinte personas y largarse al campo.

Karim Sambá y Albin Senghor

La Dinamo

¿Está harto de la apestosa gran ciudad? ¿Reniega de la sociedad de consumo? ¿Cree usted que todo se verá más claro desde la copa de un árbol? Mientras va haciendo la maleta puede leer este artículo sobre la historia de las comunas.

La idea de que la mejor manera de producir el cambio social es salir de la sociedad y fundar una vida nueva en algún lugar que todavía no esté pervertido por la vida moderna tiene gran solera. En realidad, las sectas religiosas fueron los grandes avanzados de la comuna. Desde que Lutero tuviera la ocurrencia de decretar la libre interpretación de La Biblia, fueron apareciendo casi tantas sectas protestantes como lecturas de La Biblia son posibles. La tradición marcaba que cada lectura fuese más pura que la anterior. Al final, si uno quería escindirse para promover una experiencia bíblica más auténtica, no le quedaba más remedio que convencer a diez o veinte personas y largarse al campo.

De la secta a la utopía

En los países europeos la disponibilidad de espacio para huir era cada vez más pequeña. En Inglaterra, como cuenta E.P. Thompson en La formación de la clase obrera en Inglaterra, las agrupaciones religiosas de hombres cada vez más justos y puros tendieron a desarrollarse dentro de las ciudades y a llevar muy a gala su condición de trabajadores y artesanos. Repartiendo su odio entre la iglesia oficial y los ricos, estas comunidades de moravianos, metodistas y cuáqueros se opusieron frontalmente a que el estado absolutista se entrometiera en su relación personal con Dios. Los sectarios, continuando con una tendencia subcultural que venía de las herejías medievales y que durará aún siglos, eran plenamente reconocibles por sus cortes de pelo y su ropa y reclutaban a sus adeptos entre las tabernas y burdeles.

El agobio de las ciudades europeas y la persecución llevó a muchas sectas europeas a emigrar a EE UU. La abundancia de tierra y la nueva ideología liberal de la constitución americana hacían del nuevo mundo un lugar ideal para formar la nueva Arcadia. Los Shakers eran una de estas sectas cuáqueras que se establecieron en EE UU a mediados del siglo XVIII. Llegaron a tener 6.000 miembros en 1840 en 19 comunidades repartidas por todo el país. Su organización seguía una especie de extraño arreglo piramidal, eran completamente célibes y sólo aumentaban su número mediante la llegada de nuevos prosélitos y la adopción de huérfanos. Para evitar el menor desliz, hombres y mujeres vivían en zonas diferentes de la comuna. Salvo este pequeño detalle, los Shakers se consideraban absolutamente iguales entre sí. El tema de las relaciones de género también era prioritario en la comuna de Oneida, una de las más grandes de Estados Unidos. Aquí se llegó a una solución opuesta a las de los Shakers: todos los hombres de la comuna estaban casados con todas las mujeres y se establecían estrictas rotaciones de cónyuges para evitar cariñitos y cuelgues innecesarios. Además, como sucedía con muchas otras sectas religiosas, las ideas de corte malthusiano acerca del control poblacional caían especialmente bien. En este caso la responsabilidad de las prácticas anticonceptivas la tenía el hombre que, bajo la excusa de no desparramar su "semilla" a lo loco, debía de mantenerse sin eyacular durante todo el coito. Por rudimentaria que parezca esta práctica, lo cierto es que las tasas de natalidad de la comuna eran bajísimas. Oneida y los Shakers siguen existiendo hoy como exitosas empresas: la primera fabrica objetos de plata y la segunda exporta muebles.

Las comunas religiosas americanas fueron una de las fuentes de inspiración de los experimentos sociales de los socialistas utópicos. La diferencia entre estos y aquellos era que los socialistas utópicos creían que la distribución de la sociedad en formas comunales era una solución colectiva adecuada y no sólo para unos cuantos iluminados que tenían su propia forma de leer La Biblia. Robert Owen se inspiró en los modos de organización de los Shakers para la gestión de su proyecto cooperativo New Lanark. Para Owen las comunas eran poco menos que indispensables para el progreso social, estaba convencido de que el comportamiento de los hombres no era más que el resultado de las condiciones ambientales. Para acabar con la pobreza en el mundo, era necesario distribuir de toda la población en comunas de unos doce mil habitantes con apartamentos familiares y comedor y cocina comunes y dejar el cuidado de los niños a cargo de la comunidad. Pero el experimento de urbanismo moral más conocido e influyente del socialismo utópico fue el falansterio de Fourier. Los falansterios eran unos edificios gigantes preparados para acoger en su interior todas las relaciones de cooperación posibles. Los falansterios eran unas comunas muy peculiares, de hecho hay quien prefiere llamarlos colonias. Estaban formados por 400 familias que sumaban un total de 1.600 personas y había clases sociales y propiedad privada. Lo que Fourier no toleraba bajo ningún concepto era el comercio, ese refugio de los parásitos. El falansterio tuvo su máxima difusión, cómo no, en EE UU donde tuvo una influencia decisiva en Henry David Thoureau y Ralph Waldo Emerson.

En Sion todos seremos iguales

Una de las formas comunitarias más peculiares de las últimas décadas es el Kibbutz israelí. Originalmente, el Kibbutz era una pequeña comunidad agraria de colonos judíos en Israel. Los primeros asentamientos judíos en Palestina a primeros de siglo tomaron la forma de pequeñas comunidades de agricultores. Estas comunidades no tenían demasiado ideario político y cultural hasta que en los años veinte y treinta se volvieron abiertamente socialistas y ateas. Según cuentan las crónicas, los primeros judíos que llegaron del Este de Europa a Israel no pudieron soportar ver a los árabes trabajando para los judíos porque les recordaba la explotación feudal que muchos de ellos habían vivido en Rusia. El sionismo tenía que ser algo más que un mero éxodo, también tenía que ser una nueva sociedad igualitaria en la que cada cual recibiera según sus necesidades. Por supuesto, esto no impidió que los Kibbutz fueran enormemente beligerantes en los conflictos entre árabes y judíos que culminaron en la guerra de 1948.

A partir de la fundación del Estado de Israel la popularidad del Kibbutz se multiplicó enormemente. De esta época proceden las imágenes más clásicas de la comuna sionista, mujeres felizmente montadas en el tractor colectivo, hombres bailando en corro, niños aprendiendo a tocar la flauta, etc. A pesar de ser comunidades fuertemente respaldadas por el Estado, en el Kibbutz existían ciertos elementos comunitarios clásicos como la educación comunitaria de los hijos. Los maestros y las enfermeras especializados tomaban a su control a los niños para que las mujeres dispusieran del mismo tiempo de trabajo y de ocio de los hombres.

Fuera de Israel, durante los años setenta y sesenta, el Kibbutz causó sensación. En concreto atrajo a muchos izquierdistas de corte más institucional, a los que el descontrol contracultural de las comunas hippies les resultaba un tanto excesivo. A fin de cuentas, el Kibbutz, por muy comunitario que fuera, no dejaba de estar respaldado por un Estado. Una multitud de profesionales liberales y técnicos fueron personalmente al Kibbutz para comprobar el milagro del socialismo sionista. De hecho, a diferencia de otros compañeros de viaje, el ex ministro socialista José Borrell prefirió en su día la granja colectiva israelí a los viajes a China de los maoístas. El experimento colectivista también atrajo la atención de sociólogos y psicólogos. Entre ellos, el psicoanalista Bruno Bettelheim, que concluyó que los niños del Kibbutz tenían serias deficiencias emocionales porque no conocían, ejem, la propiedad privada.

Los hippies: a por todas

Los hippies no dejaron de ser otro eslabón más en la gran tradición estadounidense de echarse al monte. Eso sí, en su versión más desmelenada: nadie podrá negarles el indudable mérito de ser los que más follaron, más se drogaron y peor vistieron de toda la historia de las comunas. Si se trataba de forzar los límites de lo permisible, los hippies lo hicieron a conciencia. Y no fueron precisamente cuatro gatos. Por poner uno de los muchos ejemplos, entre 1965 y 1975 más de 100.000 jóvenes se fueron a vivir a las Montañas Verdes (Vermont). Miles de ellos acabarían asentándose en unas 75 comunidades. "Sus formas variaban. Algunas se organizaron en torno a la política radical de izquierdas. Otras, en torno a la agricultura. Muchas carecían de cualquier característica definitoria más allá de los vagos parámetros de la contracultura hippie. Lo que todas tenían en común era el deseo de trascender a la América convencional", contaba David Van Deusen en Las comunas de Green Mountain.

Dejando a un lado el famoso autobús multicolor de Ken Kessey, inmortalizado en el libro de Tom Wolfe Ponche de ácido lisérgico, la comuna más célebre del hippismo americano fue la seminal Drop City, creada en mayo de 1965 en Trinidad (Colorado). "Un buen número de tradiciones comunales y colectivas influenciaron a los fundadores de Drop City. Uno de ellos era de origen menonita; cercano, por tanto, a las ideas anabaptistas de una comunidad unida que rechaza el mundo. Dos eran de familias izquierdistas de Nueva York, criados con los ideales colectivos del marxismo. Los tres eran artistas bohemios. La cuarta persona en instalares en Drop City fue criado por unos padres que habían vivido en las colonias judías del sur de Nueva Jersey" (Timothy Miller, Raíces del renacimiento comunal 1962-1966). Resumiendo: lo mejor de cada casa.

Drop City se convirtió en uno de los motores de la cultura underground de la época y llegó a acoger a cientos de hippies dedicados en cuerpo y alma a las prácticas artísticas (léase la pintura o el teatro, pero también relaciones sexuales heterodoxas, consumo visionario de LSD y otras prácticas del hedonismo más desvergonzado). Como explicaba Jo Ann Bernofky, uno de los fundadores de Drop City, "sabíamos que deseábamos hacer algo indignante y sabíamos que deseábamos hacerlo con la gente, porque era más emocionante estar con un grupo que ser apenas una o dos personas. Drop City estaba llena de vitalidad y era extremadamente emocionante". Una experiencia apasionante, sí, pero no exenta del subidón idealista de los sesenta: "Nosotros creíamos que si éramos fieles al principio de trabajar sin afán de lucro, las fuerzas cósmicas tomarían nota de ello y nos asegurarían nuestras necesidades de supervivencia", afirmaba un ufano Bernofky. Vale, los hippies tenían ideas delirantes, pero comparadas con las de sus enemigos ("¡Reguemos Vietnam de Napalm!) parecen casi de sentido común.


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