Abandonados en alta mar

19 de mayo de 2015. Fuente: Periodismo humano

Entre 6.000 y 10.000 inmigrantes y refugiados rohingya y bangladeshíes, a la deriva en el sureste asiático tras la campaña contra el tráfico humano lanzada por las autoridades tailandesas
Indonesia, Tailandia y Malasia han decidido expulsar a los barcos de sus costas, abandonando a su suerte barcos cargados de personas sin agua ni alimentos
Muchos traficantes están abandonando sus barcos, con sus ocupantes a bordo, para evitar ser detenidos

En las imágenes se ven familias enteras a bordo de barcazas de madera, anegadas por el oleaje y la lluvia. Padres llorosos e impotentes con niños aterrados y demacrados que parecen amontonados, sin apenas espacio para moverse, que viajan hacinados en endebles embarcaciones donde se agotan las reservas de alimentos y agua potable, soportando las altas temperaturas sin destino fijo. Partieron hace dos meses con destino a Malasia pero hace varios días la tripulación abandonó el barco a nado, para evitar ser detenidos. De las costas malasias fueron rechazados, como les ocurrió en las aguas territoriales tailandesas. Hoy, los pasajeros beben su propia orina y lanzan por la borda los cadáveres de aquellos que no superan la travesía. A gritos, contaban a los periodistas que se acercaron a ellos que ya llevan 10 muertos.

Hablamos sólo de un barco con 350 pasajeros pero son miles los refugiados e inmigrantes que, en estos momentos, pasan por la espeluznante experiencia de haber sido abandonados en alta mar y que se enfrentan a una muerte segura si nadie les rescata. No se trata del Mediterráneo sino de la Bahía de Bengali y el estrecho de Malacca, entre el Pacífico y el Indico. Es allí donde unas 6.000 personas, según las estimaciones más conservadoras, y 10.000 según las más alarmistas corren el riesgo de morir de hambre y sed o, simplemente, de ahogarse después de que las autoridades de Malasia, Tailandia e Indonesia hayan anunciado que rechazarán toda embarcación que se acerque a sus costas. “No dejaremos que se acerque ningún barco extranjero salvo que se esté hundiendo”, ha anunciado el responsable de la agencia marítima malasia, Tan Kok Kwee. “En caso contrario, les entregaremos provisiones y les obligaremos a marcharse”. La postura es similar a la adoptada por Indonesia. “No deberían haber entrado en aguas indonesias sin permiso”, denunciaba el portavoz del Ejército Fuad Basya.

Según UNCHR, agencia de Naciones Unidas para los Refugiados, un millar de personas han muerto desde marzo en esta huida desesperada por el mar. Fallecen de hambre, deshidratación o golpeados hasta la muerte por los traficantes, y la cifra aumentará en las próximas horas si prosigue el rechazo a lanzar operaciones de rescate para auxiliar a los barcos que permanecen en alta mar a la espera de una costa segura donde atracar. “Francamente, tienen pocas posibilidades de sobrevivir sin agua ni alimentos”, evalúa John Lowry, portavoz de la Organización Internacional de Migraciones. “Las condiciones a bordo deben ser horribles”.

Sólo en 2014, se estima que casi 55.000 birmanos rohingya o bangaldeshíes tomaron estos barcos como último recurso para escapar de la persecución o de la miseria, una cifra rebasada con creces este año: sólo en los tres primeros meses, 25.000 rohingya pagaron una fortuna para escapar.

El problema que ahoga hoy a centenares no es nuevo, simplemente ha sido ignorado hasta que la realidad de las fosas comunes ha estallado en la cara de los dirigentes. Hace dos semanas, el hallazgo de un campo de tráfico humano en la jungla tailandesa con una treintena de fosas removía conciencias. Fueron hallados 26 cadáveres de inmigrantes bangladesíes o refugiados birmanos de la comunidad rohingya, una de las más perseguidas del mundo.

En su país, Birmania, esta minoría musulmana (800.000 habitantantes) no tiene derechos. Ni siquiera es llamada por su nombre. “Llevan sufriendo desde hace muchos años abusos y persecución estatal. Hay unas 150.000 personas en situación de apartheid y eso les lleva a embarcarse”, explica el director ejecutivo de Fortify Rights, Matthew Smith, desde Bangkok. Los rohingya viven confinados en poblados rodeados por el Ejército, sin posibilidad de trabajar y por tanto sin futuro: una situación tan desesperada que todo aquel que puede reunir los 2.000 dólares necesarios, los paga a una mafia de inmigración para que le ayude a escapar a Malasia, Estado musulmán vecino donde siempre hay un familiar o amigo que, confía, le ayude a empezar una nueva vida, o a cualquier otro destino donde no sean perseguidos. Unos 140.000 rohingya ya han seguido ese camino desde que en 2012 la violencia religiosa se cobrara 280 muertos. En cuanto a los bangladeshíes, la pobreza les lleva a buscar oportunidades a cualquier precio.

Se trata de un negocio que mueve 250 millones de dólares al año, valoran en Tailandia, y una oportunidad de oro para las mafias sin escrúpulos que han desarrollado una industria intermedia, la del secuestro: tras pagar sumas astronómicas por un pasaje en una barcaza ilegal, sin apenas agua ni alimentos, que a veces tarda meses en consumarse –dependiendo de si se llena o no la barcaza y de los controles marítimos- muchos traficantes les obligan a parar en la costa tailandesa. Allí les hacen andar a pie por la jungla con la promesa de hacerles cruzar la frontera con Malasia a pie, pero antes deben parar en campamentos provisionales erigidos por la jungla donde son confinados, a veces encadenados, por guardianes armados.

Allí el agua escasea, los alimentos son casi inexistentes y los abusos están a la orden del día. Pueden hacer una llamada telefónica a sus familiares, durante la cual serán golpeados para añadir dramatismo: en ella, pedirán a sus seres queridos que paguen un rescate a sus secuestradores. Otros 2.000 dólares que no todos pueden recaudar. En el caso de no pagar –mediante un intermediario en su país de origen- a las mafias, hay variantes: pueden ser golpeados hasta la muerte o vendidos como esclavos a barcos pesqueros, en el caso de los varones, o como esclavas sexuales en el caso de las mujeres.

El relato de Mohammed Tasin, un joven rohingya de 18 años de Sittwe, en el Estado de Rakhine (Arakan) resume bien esa realidad. El joven abandonó Birmania en 2012 en un barco que llevaba a un centenar de mujeres, hombres y niños. “Nos arrestaron las autoridades tailandesas en el mar”, explicaba a la ONG Fortify Rights. “Nos dieron agua potable y cortaron el ancla remolcando el barco al oeste por un día y una noche. Después, nos dejaron marchar”. El barco terminó encallando en una isla tailandesa, donde volvieron a ser detenidos. Durante 11 meses, el grupo permaneció arrestado en un centro de inmigrantes ilegales de Ranong. Después, los oficiales tailandeses les entregaron a traficantes de personas que se llevaron a Mohammad y al resto a un campo situado en lo más remoto de la jungla. Entre torturas, les exigían 60.000 bath (unos 2.000 dólares) por persona. El joven describió cómo asistió al asesinato de varios secuestrados: los traficantes les obligaron a cavar fosas comunes donde enterrar sus cadáveres. “En las últimas semanas, 17 personas murieron. Los enterramos al amanecer. A veces, cuando regresábamos al campo, encontrábamos que otro había muerto”.

El negocio del secuestro de refugiados e inmigrantes era un secreto a voces en Tailandia, como ya contamos en Periodismo Humano, pero las autoridades negaban su existencia hasta que las imágenes de las fosas y de los famélicos supervivientes hallados al borde de la muerte fueron publicadas en la prensa. En un momento, además, sensible para las autoridades ya que el próximo mes Estados Unidos revisará su Informe de Tráfico de Personas (Tailandia, que ocupa el último escalón, intenta mejorar su graduación para así evitar sanciones) y la UE acaba de sacar ‘tarjeta amarilla’ amenazando con prohibir las importaciones de pescado a Tailandia si Bangkok no se compromete con el final de la pesca ilegal y de la esclavitud en los barcos pesqueros.

La maquinaria tailandesa de las relaciones públicas se inició con una campaña por todo lo alto, con batidas en la jungla e investigaciones en las localidades próximas a los campos hallados. A fuerza de buscar ya han sido hallados 78 campos de traficantes, tres de ellos masivos –con capacidad para mantener secuestradas a un millar de personas- y han sido ‘rescatados’ 213 inmigrantes y 63 víctimas de tráfico humano. Unos 80 funcionarios, cifra que incluye alcaldes y responsables municipales de toda índole, han sido detenidos o están en busca y captura y 67 policías han sido apartados de su cargo. Las autoridades aseguran que el líder de la principal red de trata de blancos es Patchuban Angchotipan, más conocido como Ko Tong (Gran Hermano), antiguo responsable municipal y propietario de varios complejos hoteleros en la provincia de Satul, incluida una isla privada cerca de Malasia desde donde se sospecha que dirigía su red de tráfico humano. Ko Tong está huido de la Justicia.

“Hemos acabado con el problema al 50%”, se ufanaba un alto cargo tailandés ante el escepticismo de las ONG, que consideran la campaña una mera estrategia propagandística para mejorar la imagen de la dictadura. La Junta militar discute la posible apertura de campos de refugiados para rohingya tras hallar a 300 rohingya y bangladeshíes abandonados por la red de traficantes, una posibilidad que horroriza a muchas víctimas: de los 300 rescatados por la Policía tailandesa, 187 han sido acusados formalmente por entrar ilegalmente en el país mientras que el resto será considerado víctima de trata.

El despliegue militar ha congelado el paso de refugiados e inmigrantes por Tailandia y ha generado pánico entre las mafias, que están optando por abandonar su ‘carga’ en alta mar. Unos 1000 civiles habrían sido dejados a su suerte en las costas de Langkawi, en Malasia, mientras que otros 900 fueron rescatados en las costas de Aceh, en Indonesia, en los últimos días antes de que Yakarta se negara a permitir la entrada de más barcos. Las autoridades de Kuala Lumpur también aceptaron inicialmente la entrada de 350 refugiados antes de cerrar sus aguas territoriales, pese a los llamamientos internacionales como el del portavoz de UNCHR Adrian Edwards, que ha pedido a los gobiernos que “continúen sus operaciones de salvamento para encontrar y lograr el desembarco seguro de los pasajeros, muchos de los cuales están en un estado de extrema debilidad después de días, posiblemente semanas, sin comida ni agua”. La Organización Internacional para la Migración (OIM) se ha expresado en el mismo sentido. “Se necesita un esfuerzo regional… No tenemos capacidad para buscarles pero los Gobiernos sí la tienen. Ellos tienen barcos y satélites”, explicaba Joe Lowry.

Chris Lewa, fundadora de Proyecto Arakan –ONG especializada en la persecución de la comunidad rohingya- suena conmocionada al otro lado de la línea. “Una de las experiencias más duras de mi carrera se produjo esta misma tarde, cuando hablábamos con los ocupantes de un barco abandonado en alta mar: se podía escuchar a los niños llorando y gritando de miedo”, se desesperaba. Se refería al barco finalmente hallado por los reporteros y la Armada tailandesa al principio del texto. “Hemos estado en contacto con esa embarcación desde hace días. Tras dos meses en el mar, fueron abandonados hace tres días cerca de Langkawi, hoy (por el lunes) vieron un barco oficial de color blanco aproximarse a ellos y en lugar de rescatarles, se marchó. Podía oir a los niños gritando, es terrible. Necesitamos rescates, necesitamos acción. Esa gente está muriendo en medio del mar. Cientos de personas están muriendo por falta de agua y de alimentos, necesitamos que desembarquen y sean asistidos”.

El barco fue avistado finalmente por varios reporteros que fletaron barcas, entre ellos un equipo de la BBC. “Son unos 350 rohingya y están desesperadamente hambrientos y sedientos”, decía su corresponsal mientras la cámara enfocaba a un nutrido grupo de niños llorosos que se llevaban la mano a la boca pidiendo comida. Un barco de la Armada tailandesa también se aproximó: les entregó provisiones y se volvió a alejar. Se sabe con certeza que al menos otros siete cargueros de grandes dimensiones están errando por el mar.

Proyecto Arakan está siguiendo varios barcos con refugiados e inmigrantes. Uno de ellos lleva 350 pasajeros, la mayor parte rohingya, y partió desde la costa birmana hace dos meses. “Sus ocupantes ya han pagado a las mafias pero éstas ahora no les pueden desembarcar por la vigilancia que se ha impuesto en todos los países involucrados. Muchos capitanes y tripulaciones han decidido huir para evitar se arrestados, así que abandonan a la gente en el mar. Es el caso de este barco de 350 personas: fue abandonado por su capitán tres días atrás porque consideraba demasiado arriesgado atracar en la costa tailandesa. Los inmigrantes no saben cómo utilizar el motor, no saben cómo dirigir la barca”.

Otras mafias de los barcos habían optado por convertir sus embarcaciones en el nuevo campo de secuestrados: quien no pague el rescate exigido es arrojado por la borda. Una vez que pagaban, eran desembarcados hasta que el despliegue militar impidió nuevas llegadas en Tailandia. Pero los secuestros se ejecutan de formas variadas y por diferentes agentes, no sólo las mafias implicadas en el tránsito de personas. En declaraciones a Burma Times, Noor Kayas, una refugiada rohingya, relataba cómo asistió al secuestro de su marido junto a otros 12 hombres cuando atravesaban la frontera de Bangladesh provenientes de Birmania: el grupo, compuesto por 12 mujeres, 13 hombres y varios niños permanecía agazapado en la jungla para evitar ser detectados por los agentes de fronteras cuando siete hombres armados con machetes aparecieron y se llevaron a los varones. Nunca más se les volvió a ver.

Ahora, la campaña tailandesa para acabar con los campos de tráfico humano condena a los inmigrantes y refugiados a morir en el mar si nadie pone remedio, “lo cual es casi peor que los campos”, evalúa Lewa. “No podemos dejar a esa gente morir en medio del mar”, continúa. “Todo es un maquillaje político. Nos pretenden hacer creer que combaten contra la corrupción y contra el tráfico de personas y usan para ello a los rohingya, pero no creo que sea una política destinada a salvar vidas. De hecho, más gente va a morir si no se les permite desembarcar. No tienen a dónde ir, ningún país les quiere, no pueden regresar a Birmania porque no tienen documentos, porque el Gobierno birmano les niega su documentación. Siempre salen perdiendo”.

El representante especial de la Organización de Cooperación Islámica para los Rohingya, Tan Sri Syed Hamid Albar, ha pedido a la ASEAN (Asociación de Naciones del Sureste Asiático) una acción conjunta y urgente. “Si este problema no es afrontado por Tailandia, Indonesia, Malasia y Birmania, se convertirá en una tragedia humana de dimensiones catastróficas”, ha evaluado. Syed Hamid ha pedido al régimen birmano que revalide las ‘tarjetas blancas’ –tarjetas de identidad temporales emitidas a la comunidad rohingya y retiradas el pasado 31 de marzo por órdenes del presidente Thein Sein, dejando a los rohingya del Estado de Arakan sin papeles- para evitar que crezca el éxodo. “Si la mayoría de la gente opta por marcharse, podemos ver una repetición de la crisis de las gentes del barco vietnamita”, estimaba el representante en referencia a los cientos de miles de personas que abandonaron la represión de Vietnam tras la guerra, a finales de los 70 y los años 80, a bordo de precarias embarcaciones con rumbo a Malasia provocando una crisis de refugiados que terminó afectando a todo el sureste asiático: unos 800.000 sobrevivieron (llevó dos décadas reasentarles en todo el mundo) pero incontables personas murieron en alta mar.

La temible posibilidad de que aparezcan barcos cargados de cadáveres en las costas del sureste asiático está llevando a organizaciones internacionales como la ONU a presionar a los países concernidos. Tailandia ha convocado una cumbre regional el próximo día 29 a la que han sido invitados, además de Indonesia, Bangladesh, Malasia y Birmania, Vietnam, Laos, Camboya, Australia y Estados Unidos además de instituciones como la OIM o UNCHR. “Tailandia sólo es un país de tránsito”, ha señalado el general Prayuth, a cargo de la Junta militar tailandesa. “Se trata de un movimiento criminal trans nacional y sólo nos afecta como país de tránsito, así que tenemos que resolver el problema con la cooperación de otros países”. ONG como Fortify Rights han pedido a las autoridades de Tailandia, Indonesia y Malasia que “abran sus fronteras a los refugiados, garanticen su acceso a los procedimientos de asilo y les protejan de detenciones y regresos forzados, garantizando su libertad de movimientos”. Matthew Smith califica la situación de “grave crisis humanitaria que requiere una respuesta inmediata, porque hay vidas en juego”.


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