Muchas exigencias y poco control: cómo el trabajo hace enfermar

22 de agosto de 2020. Fuente: El Salto

La crisis sanitaria ha duplicado el riesgo de alta tensión laboral, un concepto que relaciona las obligaciones del puesto de trabajo con la autonomía de la persona empleada, y que multiplica el riesgo de padecer enfermedades cardiovasculares o mala salud mental, sobre todo en algunas profesiones. Los cambios organizativos y una menor carga de trabajo ayudarían a disminuirla, pero de nuevo se está optando por reducir plantillas y reproducir una división jerárquica que los investigadores consideran arcaica.

Por Lis Gaibar

La crisis económica derivada del coronavirus quizás sea nueva, pero su impacto en la salud de la población trabajadora no resulta novedosa. La respuesta elegida por la mayoría de las empresas, de momento, tampoco parece que vaya a cambiar: recorte de plantillas, bajada de salarios o más carga laboral entre quienes se quedan. La experiencia de la anterior crisis y los estudios sobre los efectos laborales de la pandemia invitan a pensar en un panorama de mayor inseguridad y precariedad entre la clase trabajadora, en un contexto de modelos organizativos rígidos que dan poco margen de maniobra a quien tiene cada vez más exigencias y no ha terminado de superar los efectos de una crisis económica para meterse en otra: el trabajador.

La relación entre control y exigencia en un empleo es lo que en el ámbito de la salud psicosocial se conoce como alta tensión. “En el trabajo, el problema para la salud no es tanto qué haces sino cómo lo haces”, resume Salvador Moncada, del Instituto Sindical de Trabajo, Ambiente y Salud de Comisiones Obreras (ISTAS - CC OO). “Tú puedes tener un margen de maniobra, de autonomía y de autoridad o no tenerlo. Eso dependerá no tanto de lo que tengas que hacer, sino de cómo lo tengas que hacer, y por eso el control es muy importante”. Ante una situación de mucha exigencia en el trabajo —ya sea desde un punto de vista cuantitativo o emocional— y poca capacidad para tomar decisiones, se produce un desequilibrio cuyos efectos no son banales: “Es un predictor de problemas de salud serios, porque hablamos de duplicar la mortalidad por infarto y más que duplicar el riesgo de mala salud mental”, reseña el investigador.

EN LA PANDEMIA SE DISPARA

La reciente investigación Condiciones de trabajo, inseguridad y salud en el contexto del Covid-19 (COTS), realizada por la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB) y el ISTAS CC OO, apuntaba los efectos de la pandemia sobre este concepto de alta tensión y mostraba un incremento preocupante de la misma entre la población asalariada: mientras según la última Encuesta de Riesgos Psicosociales —2016— el 22,3% de la población asalariada se encontraba en situación de alta tensión en el trabajo, la encuesta COTS revelaba que el porcentaje se duplicaba, alcanzando al 44,3%.

“Si la alta tensión en este país ya es elevada y no jugamos a bajarla sino a duplicarla, el precio va a ser alto”, advierte Moncada. Se refiere a que el riesgo atribuible de la alta tensión a enfermedades cardiovasculares ya ascendía al 5%, mientras que el de sufrir mala salud mental, como trastornos de ansiedad o depresión, se ubicaba en torno al 20%. “Hay 120.000 muertes cada año por enfermedades cardiovasculares en España, así que vete haciendo números”. La literatura científica también relaciona este fenómeno con crisis asmáticas, procesos alérgicos y diversos trastornos músculo-esqueléticos.

El miembro de ISTAS se refiere a este fenómeno como “la nueva pandemia” y hace referencia a cómo la crisis del coronavirus ha acentuado las desigualdes sociales existentes, también en el trabajo: entre los grupos más expuestos a la alta tensión, ocupaban un alto porcentaje el de personas con dificultades de cubrir las necesidades básicas del hogar (55%) y trabajadores manuales (51%), según el estudio COTS.

También entre las mujeres esta situación se producía con más frecuencia, y el motivo guarda relación, introduce Clara Llorens, investigadora del ISTAS, con los puestos desempeñados: los dos colectivos con mayor grado de alta tensión son los de personas trabajadoras en tiendas de alimentación o productos básicos y el de auxiliares de geriatría, ambas profesiones altamente feminizadas y en primera fila durante la pandemia.

Aunque el coronavirus obligó a fijar la mirada en las residencias, donde la gestión de comunidades como la de Madrid llevó a familiares de fallecidos en los centros a interponer acciones legales, el problema venía de lejos. “Antes de la pandemia nuestra situación ya era mala, y llevamos años denunciándolo, pero el covid-19 lo agravó. Podía haber sido ese virus o una gripe: faltaba personal y los cuatro gatos que éramos no sabíamos ni qué hacer”, lamenta María Ángeles Maquedano Vaquero, gerocultura en residencia Parque Coimbra. En todos los años que llevan de lucha colectiva, las trabajadoras de este centro han reclamado siempre lo mismo: “Más personal, más personal, y más personal”.

DESPEDIR PARA AHORRAR

La reducción de plantillas es, para Clara Llorens, investigadora del ISTAS y coautora de la encuesta COTS, un aspecto clave que se viene arrastrando desde la anterior crisis financiera, y que guarda estrecha relación con el aumento de niveles de alta tensión: “Se perdió mucho empleo —que nunca se ha llegado a recuperar del todo— y las personas que continuaron tenían unas exigencias mucho mayores fruto de ese recorte en las plantillas, con lo que asumían mucha más carga laboral de la que podían”, contextualiza.

Otro resultado de estos recortes de personal, ejemplifica Llorens, es que en las grandes superficies es habitual que las personas empleadas sufran constantes modificaciones de horarios y no puedan tener ningún tipo de planificación, algo que afecta a su salud. “Aquí se compite a partir de costes bajos de manos de obra, no de tener una tecnología muy eficiente”, defiende Llorens. Moncada apoya esta afirmación: “La clase empresarial española aspira a competir con Pakistán, no con Alemania”.

Por eso proliferan las empresas de multiservicios, tan denunciadas por las camareras de piso, o los contrarios estivales tan precarios entre jóvenes; y por eso también la economía sumergida tiene tanto peso en España. “Somos las manos de Europa, no la cabeza”, resume la investigadora. Manos que salen, añade, extremadamente baratas por la reforma laboral: “Como nuestra legislación ha permitido tanta flexibilidad, ya sea a través del número de contratos o de horas, cada vez se ha ido aumentando la discrecionalidad empresarial en este sentido y reduciendo el poder del trabajador”. Al final todo es parte, dice, de lo mismo: una forma de gestión basada en la explotación laboral en la que se aprovechan posibilidades como la distribución irregular de la jornada o los contratos temporales.

Según la última Encuesta europea sobre las condiciones de trabajo, de 2015, España era el país en el que la contratación temporal era más frecuente —dos de cada diez— y, después de Eslovenia, en el que con más frecuencia los encuestados respondían que podrían perder su trabajo en seis meses: entonces era un 26% pero, según el informe COTS, durante la pandemia este temor se había incrementado al 46%. Para Maquedano, esta inseguridad es la que hace que colectivos como el suyo acepten la precariedad: “En las residencias hay muchas mujeres que pertenecen a determinados grupos sociales a los que sí o sí les hace falta el dinero, y aunque sean 800 o 900 euros, te callas y haces el trabajo. Se aprovechan de eso y saben muy bien a quién contratan”.


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