Un albaricoque

31 de julio de 2018. Fuente: La Mirada del Mendigo

Uno de los pocos vicios más o menos sanos que tengo es que me encanta la fruta. Y como cada vez es más difícil poder encontrar en el comercio frutas bien sazonadas, en plenitud de sabor, es porque me decidí hace ya unos añitos a desbrozar una finca de mi padre y convertirla en un vergel (un terreno con árboles frutales). Lo que los british llaman an orchard.

Del blog La Mirada del Mendigo

Aquí tenéis un albaricoque que cogí hace poco; el único que pude probar, porque cuando volví al cabo de tres días a por sus compañeros ya habían desaparecido, y eso que la finca está vallada (estoy casi seguro de quién es, uno de esos jardineros del paisaje que los urbanitas han santificado, el mismo que pone los lazos, el mismo que quema para que pasten sus ovejas).

Este es el aspecto de una fruta cultivada sin ninguna clase de plaguicidas, imperfecta, con picaduras, deliciosa. Cuando veo la esplendorosa, inmaculada fruta que se vende al doble de precio en la sección “orgánicos”, “ecológicos” o la nueva gilipollez que se le ocurra a la industria de la distribución para desplumar a tanto estúpido, me entra la risa. Sin cebar el árbol con tratamientos continuos, te sale una de esas frutas sin ninguna afección superficial en frecuencia de una de cada cien.

Por supuesto, cuando veo que al árbol le está pegando duro alguna plaga, saco el arsenal químico y procuro curarlo antes de que se extienda a otros. Pero, por ejemplo, este año no he tenido que coger la mochila ni una sola vez porque todas las afecciones han sido leves; como decía, no han pasado del nivel estético. Eso que me he ahorrado de comprar productos, y luego acabar ingiriéndolos (aunque en cantidades mínimas, pero prefiero evitarlo si es posible).

Bueno, a lo que vamos. Esto es un albaricoque, me parece adivinar que de la variedad búlida porque quien me lo vendió no me lo supo decir (la ignorancia de los viveristas y revendedores es brutal, al menos los de esta zona no saben ni el ABC de su trabajo, asqueroso país de incompetentes). Como veis, la superficie presenta máculas debidas a picaduras de insectos o, en otros casos, la afección de algún hongo (la roya, la monidia…) pero el interior está inalterado (de hecho, está sobremadurada y una parte ya parece almíbar, me faltan palabras para expresar el goce sensorial que supone consumir una fruta así).

Esta fruta, cuyo sabor es excelente, de querer comercializarla sería descartada por presentar estas imperfecciones estéticas. Pero esas imperfecciones, en la era de lo regular (ahora todos los putos niños tienen que llevar ortodoncias), es lo natural. Este es el aspecto que presenta la fruta cuando no la atiborras a insecticidas y fungicidas para evitar que no sea ni siquiera rozada su epidermis por algún agente que la altere.

Por supuesto, los fitosanitarios son sustancias que, bien usadas, son maravillosas. De hecho, las modernas moléculas de acción sistémica suelen tener, paradójicamente, un impacto sobre el medio menor al de los productos tradicionales que se usan ahora en agricultura “orgánica” (vaya nombre más estúpido), generalmente basados en sales de cobre y azufre (ya usados en tiempos de Roma, pues hay residuos de sulfitos en ánforas que contenían vino). Un agricultor profesional (inexistente en Galicia, prácticamente no hay explotaciones agrícolas profesionales; si acaso en el sector vitícola) empleará la menor cantidad de fitosanitarios posible, tal que le permitan sacar adelante su producción. Por lo tanto, si el mercado aceptase los defectos estéticos como irrelevantes para formar el precio, podría dar muchos menos tratamientos, redundando en productos más saludables (porque absolutamente inocuos no son, aún respetando los plazos de seguridad, por su acumulación en el organismo) y la protección del entorno natural colindante (decaimiento de las poblaciones de insectos cuyas consecuencias discurren por toda la cadena trófica).

Pero, como sabemos, no es el caso. De hecho, sólo por defectos estéticos como erosiones en la piel debidas a insectos, pájaros u hongos, falta de simetría, coloración poco atractiva o calibre, una pieza de fruta de calidad gustativa excelente es etiquetada como de menor categoría (y, por lo tanto, menor precio para el productor), destinada a procesado en la industria (mucho menor precio) o incluso descartada en origen.

Aún en mi ateísmo, siempre he percibido el tirar con la comida como una suerte de pecado. La comida es sagrada, y no debería ser necesario haber pasado hambre para aprender esta lección. Se me abren las carnes cuando contemplo en una explotación próxima, toneladas de fruta pudriéndose en el suelo por haber sido descartadas en la recolección. Fruta absolutamente exquisita (porque la han dejado madurar en el árbol en vez de recogerla verde y madurado en cámara), que acaba sirviendo de abono porque tenía un defecto estético, el más grave es haber sido picoteada por algún pájaro. ¿Es que somos imbéciles? Pues coges un cuchillo, quitas ese trozo y ya está, el resto de la manzana está perfecta. Evidentemente esa fruta no sirve para larga conservación, pero sí para sacarla por otro canal comercial.

Queriendo sintetizar el asunto: estamos tirando una parte sustancial de la producción agrícola por defectos meramente estéticos. Cultivar esas frutas, verduras descartadas ha supuesto el uso de tierra, de agua, de gasóleo, de fertilizantes y fitosanitarios, que habrán sido ocupados o consumidos para nada; para dejarlos pudrir al pie de las plantas, carísimo abono. Esto, a su vez, comporta dos efectos: uno, el encarecimiento de los productos, para que el agricultor pueda recuperar la rentabilidad por la cosecha menguada, lo cual socava la renta disponible precisamente en los presupuestos más modestos (en otras palabras, nos empobrece, especialmente a los ya pobres). Y el segundo, ya mentado, el agricultor debe atestar las frutas y verduras de plaguicidas, tanto que un insecto no se atreva ni a acercarse a la manzana de puro tóxica que es. La mayor parte de los tratamientos con fungicidas e insecticidas que se usan en la agricultura son para conseguir productos estéticamente perfectos, porque es lo que el consumidor pide (de hecho, buena parte del trabajo genético sobre nuevas variedades se centra en conseguir colores más atractivos, no mejor sabor), y serían innecesarios si el consumidor-tipo no fuera un completo cretino.

Por lo tanto, no lo pregunto, lo afirmo: somos imbéciles. Imaginad la escena con nuestros padres, para los más jovencitos vuestros abuelos, cuando eran críos, y su madre acercándoles una pieza de fruta y el niño rechazándola alegando algún defectillo de esos que hoy en día impiden que pase el “control de calidad” (que es un mero examen estético, luego la fruta en sí puede ser una puta mierda que no sabe a nada), ¿qué hubiera pasado? Que nuestra abuela/bisabuela le hubiera dado un pescozón al crío para que se le quitase la tontería por la vía rápida, y con muy buen criterio.

Pero eso sirve para corregir la estupidez en sus estadios iniciales de desarrollo. Ahora, con la imbecilidad ya asimilada, interiorizada, metabolizada en el cuerpo social, necesitaríamos una somanta de palos para quitarnos tanta tontería como tenemos. Tirando miles de toneladas de comida que está en perfectas condiciones, sólo por que no es “bonita” ¿acaso nos merecemos otra cosa?


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